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El rinoceronte olvidado del parque Güell

En busca de Yorick, un 'rino' de la Barcelona del pleistoceno exhumado por órdenes de Gaudí

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Carles Cols

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Esta aventura en busca del rinoceronte que falleció exactamente allí donde hoy está el parque Güell (historia real, pero poco sabida) comenzó por las ganas de ser por un día la versión local de Cary Grant en La fiera de mi niña, a quien una clavícula intercostal de brontosaurio lleva a enamorarse nada menos que de Katharine Hepburn, y, lo que son las cosas, ha terminado por ser un curso intensivo de rinocerontología a cargo de Vicent Vicedo, paleontólogo del Museu de Ciències Naturals, y Conrad Ensenyat, responsable de los mamíferos del Zoo de Barcelona y, en consecuencia, tutor de Pedroel último rinoceronte vivo de la ciudad. Barcelona y sus rinocerontes. De esto va esta excursión cuyo propósito inicial era revivivir una comedia de Howard Hawks y, mira tú por dónde, al final del día uno va y hasta se entera del gran secreto de la cría del rinoceronte en cautividad, un asunto muy freudiano.

La búsqueda de Yorick no ha podido ser más provechosa. He aquí su mandíbula y, de propina, el esqueleto completo de Matabele

Rebobinemos primero a diciembre del año 1900. El contratista de obras José Pardo y su sobrino Julián Bardier encontraron una cueva en la finca que acababa de adquirir Eusebi Güell para que Antoni Gaudí le construyera allí un jardín, el Park Güell, antesala de un barrio residencial para la jet set del catalanismo que al final jamás vio la luz. La cueva era pequeña, pero rica en restos prehistóricos. Ninguno humano. Mucho conejo, alguna tortuga, cérvidos y, sorpresón mayúsculo, fragmentos de un rinoceronte del pleistoceno medio, algo no insólito, pues se sabe que estas bestias pastaron durante cientos de miles de años por la riba norte del Mediterráneo, pero sí excepcional, pues las posibilidades de dar con un rino en el término municipal de Barcelona son infinitesimales.

El parque era la prioridad, así que aquel camposanto prehistórico fue vaciado como si fuera el cementerio indio de Poltergeist (a lo mejor eso explica los horrores que acontecen actualmente en el recinto) y los fósiles fueron a parar parcialmente al Museu Martorell, uno de tantos edificios del parque de la Ciutadella cerrados al público. La pista, pues, parecía que iba a perderse allí. Se esfumaba la ilusión de sujetar la testa pétrea del animal y recitar una suerte de Hamlet a. C., "¡ay!, ¡pobre Yorick!, yo le conocí, Horacio...".

La sorpresa fue que una serie de llamadas de teléfono hechas sin mucha fe dieron su fruto. Respondió Marta Llimona, del Museu Blau, con una buena nueva. Mejor aún, con dos. Lo que resta de Yorick (sí, como ya le había cogido cariño, le puse nombre) está ahí, en la nueva sede del Museu de Ciències Naturals, y un fragmento de su quijada se exhibe en una vitrina, junto al famoso fémur de mamut de la avenida Pearson, este sí, bastante célebre.

El 'rino' del parque Güell no era un lanudo como el que fue hallado en Arenys, pero es una rareza arqueológica

Del rinoceronte que se exhumó en el parque Güell hace 117 años se sabe muy poco. Vicedo, el paleontólogo, descarta seguro que se trate de un ejemplar del extinto rinoceronte lanudo, que, como se deduce de su nombre, estaba perfectamente equipado para la última glaciación. En Arenys de Mar tienen uno. Qué envidia. Hace dos años, en Castelldefels apareció otro rino bastante completito, aunque no lanudo. También envidiable. Lo del Museu Blau son solo fragmentos, de gran valor paleontológico, pero solo porciones. Tal vez alguna bestia se dio un festín con el cuerpo ya inerte de Yorick hace un par de millones de años. Para compensar esa pena, Marta obsequia con una segunda sorpresa. Explica que en el Museu Blau, aunque no cara al público, tienen otro ejemplar, Matabele, el penúltimo rinoceronte de Barcelona, fallecido en octubre del 2009, un ejemplar magnífico, de 187 centímetros de altura y 335 de cuerno a cola. Tienen solo el esqueleto, completo, con su clavícula intercostal y todo. Está en un pasillo, a la espera de que algún día se le encuentre un buen lugar para ser mostrado. Lo cubre una gran lona de plástico. Muy amables, los trabajadores del Museu Blau la retiran para la sacarle una foto. La emoción del momento es tal cual la del día de Reyes.

Matabele llegó a Barcelona procedente de Suráfrica hecho un crío. Eso fue en 1970. Vivió, pues, la edad de oro de los rinocerontes del zoo, cuando eran hasta cinco los ejemplares en danza. De aquella colección de panzers solo resta hoy el anciano Pedro, una figura trágica, pues se irá célibe de este mundo, pero lo interesante no es ahora la extraordinaria longevidad de este ejemplar (va camino de los 50), sino que desde tiempos de Yorick, o sea, desde el pleistoceno, no ha nacido en Barcelona un rinoceronte. La explicación, que la facilita Conrad Ensenyat, tiene su qué.

El kibutz de los rinocerontes

La cría en cautividad, sea de la especie que sea, es muy a menudo un rompecabezas. Ahí está el caso, por ejemplo, de los flamencos del Zoo de Barcelona, que no había manera de que copularan. Fue un gran enigma esa aparente inapetencia hasta que un especialista cayó en que la lámina de agua del estanque era poco profunda, de modo que cuando el macho se acercaba a la hembra y trataba de montarla, a una pata, además, perdía el equilibrio y, con ello, la puntería. Lo de los rinos no fue tan fácil de resolver. Hubo que deducir que, como los humanos, los rinocerontes son víctimas del llamado efecto Westermarck, un comportamiento bautizado así en honor al antropólogo finlandés Edvard Westermarck, cuyo gran problema fue ser contemporáneo de Freud.

La cría en cautividad fue un fracaso hasta que se descubrió que los 'rinos', como los humanos, no son ajenos al 'efecto Westermarck'

El de Viena, como saben, se sacó de la chistera el célebre complejo de Edipo, un morbazo que eclipsó cualquier otra teoría psicoanalítica de su tiempo por mucho más sensata que esta fuera, como le pasó a Westermarck. Este dedujo antes que nadie que el incesto no es solo un tabú social entre los humanos, sino que va más allá, está escrito directamente en el adn, tan profundamente que por lo general no se siente deseo con alguien con quien se ha crecido, por ejemplo, un compañero de parvulario con quien después se ha compartido pupitre hasta la adolescencia. En los kibutz israelís no tardaron en darse cuenta de ello (si conocen a alguien que fuera de voluntario, pregunten, pregunten cómo les recibían), así que en el fondo ese era el problema. Los rinocerontes son más humanos de lo que a simple vista parece. Visto así no es ya tan extraño sujetar la quijada de Yorick y proseguir con el monólogo del quinto acto de Hamlet: "Era un ‘rino’ sumamente gracioso, de la más fecunda imaginación. Me acuerdo que siendo yo niño me llevó mil veces sobre sus hombros…"