BARCELONEANDO

Barcelona no es ciudad para niños

Motos que queman, pasos de peatones que son muros, bicis incívicas en las aceras, pipis de perros..., pasear con renacuajos tiene un Saigón en cada esquina

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CARLOS MÁRQUEZ DANIEL / BARCELONA

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Suele decirse que el planeta no es una herencia de nuestros padres sino un préstamo de nuestros hijos. Esta reflexión contiene un almibarado sentido figurado que merece una prueba del algodón: pasear por las calles de Barcelona con varios niños para ver si este es realmente su mundo. Hagamos el test con tres renacuajos de dos, cuatro y seis años a los que llamaremos, respectivamente, Joan, Jordi y Xavi. 

Hay que partir de la base de que los niños son pequeños humanos que se mueven por impulsos. Si ven un globo revoloteando por el carril central de la calle de Aragó, son capaces de abalanzarse sobre él porque, qué demonios, está hinchado y eso es algo que no pasa todos los días. Quede aquí la porción de responsabilidad que recae sobre ellos (el resto es toda de los adultos), sin olvidar que existen grados de 'asilvestramiento', desde el niño modelo Sandokan que trepa por los plátanos de la Diagonal hasta el que degusta las barritas Pescanova con cubiertos de pescado.

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Joan saldrá sin cochecito para que la experiencia sea más intensa. Su primera reacción es cruzar la calle. Sin mirar. Es una plataforma única, pacificada y con preferencia para el peatón, pero ese detalle escapa a la mayoría de conductores, que no respetan el límite de velocidad, de 20 kilómetros por hora. El del volante mira mal, como pidiendo que La Haya revise esa custodia. Barrido hacia el lateral, el pequeño se pega a las fachadas, donde decide restregar su mano por todo lo que pilla, sea una pared grafiteada, un chicle seco o el candado de bici de alguien que ha privatizado una señal de tráfico.

'STOP ANG GO' SOBRE EL PIS

A los 10 minutos se detienen. Jordi y Xavi se sientan en la entrada de un comercio cerrado y en alquiler. Joan hace lo propio. Reposan en la esquina de la repisa. Bajo sus pies, y en algún momento en su culo, porque el manchurrón negro y pegajoso lo delata, un meado de perro. Porque en Barcelona se ha ganado (casi) la batalla de las cacas caninas mientras que la de la orina nadie se atreve a convocarla. ¿Por qué hemos normalizado que las mascotas vacíen sus vejigas donde les plazca? 

Llegamos al Eixample donde casi el 100% de las motos están mal aparcadas. Estacionan en batería cuando, por el ancho de la acera, deberían hacerlo en paralelo a la calzada. Los tubos de escape quedan a la altura de los ojos de Joan y muy cerca de los de Jordi. Xavi también los tiene al alcance del brazo. Hacen ademán de querer tocarlas. Y como el tubarro brilla mucho, a por él. Cuando lo justo sería buscar al propietario y decirle que eso no debería estar ahí, quien recibe es el niño: "¡No-toques-eso-que-te-puedes-quemar!". Dicho así, en una sola palabra. Tampoco ayudan ciertos ciclistas que circulan por la acera. Los que con su incivismo mancillan todo el bien que hacen las bicis en Barcelona. No pueden superar los 10 Km/h ni pedalear junto a las fachadas ni pasar a menos de un metro de los peatones. No cumplen ninguna de esas normas, seguramente porque ni las conocen.   

Los pasos de viandantes son trampas para niños. Muchos de ellos están pintados junto a contenedores de basura o reciclaje, anulando por completo la vista de lo que viene o está por venir por la calzada. Para los niños es una pared, y como tal, intentan franquearla. Mala idea. De nuevo hay que detenerles. El atropello: la gran obsesión de cualquier padre. 

COSAS DE TODA LA VIDA

Cruzamos Aragó (no hay globos) y el semáforo no da para que un niño de dos años cruce a tiempo por su propio pie. Tampoco una pareja de ancianos logra superar el océano de asfalto. Cuando queda un 20% de recorrido, se pone rojo. El pequeño mira las luces de los coches, a su altura, en un inquietante ‘eye contact’. En la otra ladera, un volquete de turistas junto a la casa Batlló, pero ese es otro tema.

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De vuelta a casa nos detenemos en un parque para que corran. Una gran explanada está ocupada por una decena de perros sueltos a pesar de que tienen un pipicán en un lado del parque. Pipicán que está vacío, por cierto. Un agitado 'golden' sin correa se acerca a Joan. “No hace nada”, dice su dueño, una señora. Al recordarle que está prohibido que correteen por aquí, dice que lo ha hecho toda la vida. Irrefutable. Un dato curioso: En Barcelona hay más perros (149.000) que humanos menores de 11 años (137.000).

Termina el paseo. Claro que son los padres los encargados de cuidar de ellos y enseñarles a moverse por la ciudad. Pero ayudaría que el entorno fuera menos hostil. Envenenada hipoteca, la que nos dejan los niños.