obituario con demora

Parque de atracciones de Montjuïc, 20 años de un triste adiós

Una montaña rusa maldita, el secreto del tobogán, un túnel mitad terrorífico, mitad picantón, decorado por maestros falleros..., eso y más se despidió en silencio en septiembre de 1998

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Carles Cols

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Hace 20 años murió, sin que se le dedicara un buen obituario, el icono de una generación, el parque de atracciones de Montjuïc. No es que fuera la octava maravilla del mundo, pero se despidió de una forma muy tristona para las alegrías que había dado. Abrió sus puertas por última vez el 27 de septiembre de 1998. Ni siquiera mucho público fue a decirle adiós. Barcelona llevaba años de borrachera urbanística, sobre todo por la cosa olímpica, años en los que cada poco tiempo cambiaba el skyline de la ciudad y, también, (palabra inventada) el groundline, categoría esta última que podría incluir, por ejemplo, los chiringuitos de la Barcelona. El responso por aquellos restaurantes populares con mesas en la arena no solo fue notable, sino que años más tarde se reconoció desde el Ayuntamiento de Barcelona que tal vez fue un error sentenciarlos. No fue el caso del parque de atracciones, con esa noria que de noche alegraba la vista y formaba parte del skylineMurió porque entonces parecía normal arrasar con todo, refundar la ciudad, cambiar de piel como una serpiente cada año. Así que, aunque con 20 años de demora, descanse en paz. He aquí unas palabras de recuerdo sobre el finado.

Juan Castillo quiso cerrar el bachillerato con un trabajo sobre el parque y se dio de bruces con la falta de material. Nació así un rincón en facebook en honor a aquel recinto icónico

La prueba del nueve de que aquel parque se extinguió de forma inmisericorde es lo que le sucedió en el año 2001 a Juan Castillo, entonces estudiante de segundo de bachillerato, que, imprudente él, eligió el parque de atracciones de Montjuïc como trabajo de investigación de final de curso. Se las prometía felices, pero se topó con lo que los matemáticos llaman el conjunto vacío, o sea, prácticamente nada, un escasísimo material de hemeroteca y menos aún documental. Le pusieron una mala nota cuando en realidad había descubierto una anomalía, un lapsus en la memoria colectiva. Fue por eso, por enmendar aquel traspiés curricular y por nostalgia sincera, que nació una página en Facebook consagrada a la memoria de aquel parque. Es estupenda. No solo porque visualmente refresca los recuerdos, sino porque en ella a veces colaboran exempleados del parque que cuentan secretos (en el próximo párrafo, uno de traca) y porque ha permitido seguir el rastro alrededor del mundo de algunas atracciones icónicas de aquel lugar, como la llamada montaña rusa maldita (luego les cuento), sobrenombre que no le viene grande.

Antes se proseguir, el secreto prometido. Atañe a aquel giganteco tobogán que saludaba a los visitantes que accedían por la puerta inferior del parque. Para una generación criada en los toboganes del parque del barrio, aquella atracción tenía las formas de rito iniciático a la adolescencia, era como el primer beso en un portal. La visión desde arriba era de vértigo. Sin embargo, a la hora de la verdad, podía resultar frustrante. Tras cada pendiente venía un tramo llano y tocaba impulsarse con las manos para avanzar. Nadie conseguía impactar con las colchonetas de seguridad del final del recorrido. A Castillo le fue revelada años más tarde la verdad. Los empleados proporcionaban a los niños la alfombrilla para el descenso. El truco consistía en darle la vuelta, ponerla al revés. Cuando cerraba el parque, ellos lo hacían y volaban como aladines.

Lo inauguró Franco, según la prensa de la época, en un viaje histórico, con la ciudad entregada. Aquello era como la versión lúdica del fin de la autarquía

La cuestión es que hay que retroceder hasta 1966 para encontrar algunas de las posibles claves del desdén con el que en 1998 se condenó al parque de atracciones a su cierre sin apelaciones. En su momento, simbolizó la versión chica del fin de la autarquía franquista. Llegó de la mano de un empresario venezolano, José Antonio Borges Villegas, que ya tenía en funcionamiento un parque similar en Carcas, Coney Island, inspirado en el original, el de la playa de Brooklyn. Borges Villegas tenía buenos lazos con el poder político. Franco en persona bendijo el recinto con su presencia el día de la inauguración. La prensa local celebró aquella visita como “un viaje histórico”, y lo hizo con la prosa habitual que tanto rechina hoy en día. “Vivos aún los ecos de las aclamaciones indescriptibles de Barcelona con ocasión de su llegada, Franco pudo ayer comprobar que nuestro pueblo no desaprovecha ocasión alguba de patentizarle su afectuosa adhesión”. En serio, no es fácil escribir así.

Tibidabo, el rival

La cuestión es que el parque de atracciones de Montjuïc no tenía, como el Tibidabo, un apellido como el del doctor Andreu. Ese, el otro parque de atracciones de la ciudad, estaba en los 90 inmerso en una espiral de decadencia mayor que el que fundó Borges Villegas, pero puestos a elegir, el ayuntamiento lo tuvo claro. La disputa (si es que la hubo) no se dirimió desde luego  en función de la originalidad y calidad de las atracciones. En esa categoría, Montjuïc ganaba sin despeinarse.

Todo en él tenía un aire de capítulo de The twilight zonela ballena en la que se servían los frankfurts, la atracción del pulpo y su cara de enfado, la psicotrópica casa magnética, que desafiaba a los sentidos, las jaulas que centrifugaban al público, el barco del Misisipi, aquellos péndulos gigantes que funcionaban con simple tracción humana y en la que solo unos pocos elegidos eran capaces lograr que traspasaran el umbral de la cima, el circuito de los Ford T (poca broma, pues es a ese modelo el que más de medio mundo le debe que el conductor se siente a la izquierda), el auditorio, el laberinto de los cristales, el primer pasaje del terror de la ciudad… Pero para esta crónica de recapitulación y recuerdo hay dos atracciones que se merecen un punto y aparte.

El parque nació con ambición. Un grupo de maestros falleros le dieron empaque al túnel del tren fantasma

La primera es el tren fantasma, que literalmente se metía en las tripas de la montaña. Las vagonetas recorrían lo que un día fue el polvorín Álvarez de Castro. No está claro si le gustaba a lo niños porque daba miedo o porque algunas de las decoraciones eran picantonas. Lo que no se discute era su extraordinaria factura. Al parecer, Borges Villegas se la encargó a unos maestros falleros valencianos, que se lo tomaron muy en serio. Parte de aquella tramoya resiste el paso del tiempo tras los tabiques que cierran el acceso al túnel. Alguna incursión furtiva a ese lugar corre por youtube.

La segunda atracción que merece un apunte especial es la montaña rusa que el parque adquirió en 1990. Era la repera. Pero en lo que conviene reparar es en el año. Al parque le quedaban solo seis de concesión, insuficientes para que pudiera ser amortizada, señal pues de que no formaba parte de la previsión que el ayuntamiento ejecutaría el cierre. Formalmente tenía que ser en 1996, pero como los Juegos Olímpicos comportaron una merma de público por cuestiones de movilidad, se le añadieron al parque dos años de gracia. El caso es que aquella montaña rusa es la atracción maldita. Como estaba seminueva, fue revendida a un parque de atracciones de Nueva Orleans, el Six Flags, pero en el año 2005 se apagó de nuevo su gloria, esa vez por el paso del huracán Katrina. Sigue en pie, pero oxidada.

Otras atracciones corrieron mejor suerte. Dos andan por Platja d’Aro. El barco vikingo está en Zaragoza. El carrusel lo compró un coleccionista. Barcelona no se guardó nada. El recinto es hoy un jardín público. Se celebra ahí periódicamente el brunch electrónico. Lo dicho. Cómo le gusta a esta ciudad cambiar de piel.