ADIÓS A UN CULÉ INOLVIDABLE

Tito, el estoico

RESPETORoura y Altimira, con la silla vacía durante la baja del entrenador.

RESPETORoura y Altimira, con la silla vacía durante la baja del entrenador.

JOSEP MARIA
FONALLERAS

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Los ampurdaneses son quienes menos conciben que ser ampurdanés otorgue algún tipo de estatus o de filosófico título nobiliario. Si les hablas de estoicismo, se quedan petrificados por el exceso, aunque -contemplados desde el exterior- más de uno podría asegurar que ampurdanés y estoico son sinónimos. Nunca lo reconocerán. Pero lo cierto es que el ampurdanés ha leído la Biblia, ese libro enigmático que es el Eclesiastés: no hay nada nuevo bajo el sol y siempre existe un momento para cada cosa, un tiempo para nacer y un tiempo para morir.

Así pasan los días, con argumentos a favor de la felicidad y con la distancia justa en relación a las tragedias que nos conciernen. Escribo este preámbulo después de haber visto de nuevo la entrevista de Ariadna Oltra a Tito Vilanova en diciembre de 2012, en la Marató contra el cáncer de TV-3. «Entré en el quirófano», decía allí Tito, «como si fuera a tomar un café en una terraza». No lo afirmaba con altivez. Era el comentario de alguien que también comentaba así el inicio de su enfermedad: «si no hay solución, mala suerte». Pero durante un tiempo pensamos que sí, que habia solución, y Tito se colocaba ante la visión de la vida amarga con la entereza del superviviente.

Viajemos ahora a esos días terribles de julio del 2013. El 16 aparecía en rueda de prensa y analizaba la futura temporada y el fichaje de Neymar y la baja de Thiago. El 19, ausente, se presentaban Andoni Zubizarreta y Sandro Rosell para informar que Tito ya no podía más. Antes, hubo discretos viajes a Nueva York, discretas desapariciones, discretas apariciones y ese rosario de nickis con el cuello vuelto, bufandas y pañuelos de seda que intentaban disimular, discretamente, la cicatriz que anunciaba lo peor.

Quisimos creerle y nos emocionamos, como padres, ante la confesión más íntima: «Mis hijos aún me necesitan». Le necesitaban sus hijos y todos nosotros. Ahora lo sabemos, en verdad. Necesitamos al Tito serio, incluso en su etapa juvenil en La Masia, ese tipo duro que se levantaba de golpe, miraba el Camp Nou y se tomaba un cacaolat con un Guardiola muy niño de vecino de mesa. Esa imagen es premonitoria. La madurez de Vilanova es una contrapartida de la vivacidad de Pep. Necesitamos al Tito que entró en el vestuario con el Viva la vida que nos iba a dar la Champions. Al Tito que se enfrentó al dedo que señalaba el camino del mal con integridad y rebeldía, porque una cosa es ser estoico y otra, muy distinta, dejar que el mezquino Mourinho te meta el dedo en el ojo. Necesitamos --y hoy lo sabemos más que nunca- al Tito que revivió, con la mirada perdida, ese desencuentro lacerante con Pep que este otoño, según me cuentan, se zanjó con el abrazo que solo se podían dar quienes, juntos, forjaron la leyenda. Es uno de los episodios más extraños de la historia del Barça y ahora no es el momento de entrar en quien fue culpable de qué. Tendríamos que escribir un día una obra de teatro, puede que un Pinter, para poder entender lo que sucedió entre Pep y Tito. En la misma rueda de prensa de julio del 2013, la última, Tito dijo: «Es mi amigo y yo le necesitaba». Sin más. Ese día pensé en una ópera de Mozart, La clemenza di Tito», porque el aún entrenador no se regozijaba con la distancia entre ellos dos sino que exaltaba los principios de la amistad.

Aunque sea un tópico, pocas veces convendrá más una cita que esta de T. S. Eliot: «Abril es el mes más cruel, porque se mezclan en él la memoria y el deseo». El verso nos habla de lo que fue, de lo que pudo haber sido y de lo nunca será. Tito vivió un sueño. No pudo triunfar como jugador en el Camp Nou pero estaba a punto de hacerlo como míster. De hecho, así fue. Consiguió la mejor Liga de la historia, con esa primera vuelta electrizante. Como decía Josep Pla al escribir sobre Bellcaire, su pueblo natal, «cuando pasáis cerca de él, parece como si os lo sirvieran en bandeja». El destino le sirvió en bandeja la joya más apetecible. Pero era un destino forjado en la honestidad, en la premeditación (¡cómo no pensar en esas mágicas jugadas del laboratorio Vilanova!), en la austeridad y el estoicismo. Y luego todo se evaporó. Nos queda su sabiduría, su sencillez, ese dolorido porte clásico con el que asumió la muerte. Y una última lección de estrategia. «En el momento --escribe Pla-- en el que todo lo que os rodea os habla de fugacidad, aparece el sabroso gusto, concreto, de la vida».