Testimonio

Amor incondicional

STEFANIE KREMSER

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Nací en Alemania y crecí en Brasil. Normalmente escribo en alemán, pero sueño, animo y maldigo en portugués, aun hoy en día, más de 25 años después de haber dejado de vivir en Brasil. Ahora que estoy en tierra neutral -ni en Brasil ni en Alemania- soy capaz de vivir mis dos identidades nacionales más o menos en paz. Pero ay, cuando es la hora de un Mundial... Escribir exige lógica. Soñar no.

Para mí la estima hacia un país no es cosa de sangre, es un asunto vital y cultural: mi infancia y primera juventud en Brasil me tiñeron el alma de verde-amarelo. Ser seguidor de la canarinha es una cuestión muy compleja, porque Brasil es un país complejo: de norte a sur son paisajes y gente y situaciones económicas muy distintas, y quizá la lengua y el amor por el fútbol son los únicos denominadores comunes -eso y el hecho de que todos tenemos raíces de alguna otra parte, sea cual sea la generación de cada uno-. Así es como nos representa la seleçao, desde esa complejidad, y cuánto más diversificados son los jugadores, más nos llenan de orgullo: son nuestra cara y nuestra historia. De aquí el amor incondicional. ¡Que no ciego! Ya sabíamos que no estábamos jugando muy bien, pero lo de anteayer... Ver la humillación me rompió el corazón porque, además, conozco la esencia de los dos países: Brasil con su fragilidad y la creencia en el mito, Alemania con su orgullo controlado y esas ganas de ser el mejor de la clase. El chico ordenado le dio un baño al niño malandro, al granuja, y mi parte malandra miró a mi otra parte ordenada y se quedó boquiabierta. ¿Cómo se puede vivir con ambas en el mismo cuerpo sin que se rompa nada?

Me quedo con un recuerdo nostálgico del Mundial de 1986. Mis héroes eran Zico y Sócrates. Aunque objetivamente no pueda saberse, declaro que entonces la seleçao era una maravilla. Llegamos a los cuartos de final contra Francia, luchamos, llegamos a los penaltis llenos de esperanzas razonables y... perdimos. Silencio nacional, dolor universal. Nadie tenía fuerzas para decir una palabra o agarrar el mando a distancia y apagar el televisor. En pocos segundos empezaron las noticias... y entonces ese silencio quedó roto de golpe por el llanto desconsolado del presentador de la cadena O Globo, frente a la cámara, con las lágrimas que le caían sobre el guión y los sollozos que por fin se nos contagiaban a todos. ¡Qué dolor más dulce, comparado con el sufrimiento del otro día! Unos días después, el 29 de junio, se jugaba la final: Argentina-Alemania. Mis amigos y yo -todos alemanes o hijos de alemanes- fuimos invitados a actuar como extras para la misma cadena. Su intención era filmar a varios seguidores  mirando el partido, y nosotros aceptamos hacer de alemanes. Con el alma aun encogida por la derrota de Brasil, nos maquillamos los colores de Alemania en las mejillas y nos dejamos grabar en un bar de São Paulo. Ninguno sabía cantar el himno alemán, alguien quizá se equivocó y se pintó la bandera belga, y cuando Argentina marcó, dos alemanes de madre argentina saltaron de alegría, para desesperación del cámara que nos estaba filmando. Y entonces nos olvidamos de todo. E hicimos, tal como escribió el poeta Carlos Drummond de Andrade, lo único posible: ¿Se ha perdido la copa? No pasa nada. / Adiós chuts y sistemas. / Ahora podemos, por fin, / ocuparnos de nuestros problemas.