AVANCES DE CIENCIA

Las plantas son la solución

carlos magdalena libro

carlos magdalena libro / periodico

Carlos Magdalena

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Extracto de "El mesías de las plantas. Aventuras en busca de las especies más extraordinarias del mundo", de Carlos Magdalena (Debate, 2018).

Selección a cargo de Michele Catanzaro

Me encontraba delante de la mesa del invernadero. Era una mañana fría en el Real Jardín Botánico de Kew, en Londres.

Ante mí tenía un ejemplar de café marrón, un hermoso arbusto que nunca deja de florecer, con hojas de color verde oscuro y flores que recuerdan a los jazmines, blancas como la nieve. Había sido cultivado a partir de esquejes tomados de una planta en isla Rodrigues, en el océano Índico.

En realidad, debería decir la planta, puesto que era el último ejemplar de la especie que quedaba en todo el mundo. Hacía mucho tiempo que a dicha especie, cuyo nombre latino es Ramosma- nia rodriguesii, se la consideraba extinta. Cuando en 1980 un niño la redescubrió de forma inesperada, fue la primera vez que alguien la veía en estado silvestre desde hacía más de cincuenta años.

Pero los esquejes por sí solos no eran la solución. En la naturaleza, únicamente la producción de semillas podía garantizar su supervivencia a largo plazo. Sin semillas, estaba destinada a morir, incapaz de reproducirse de forma natural. Por esta razón, durante años los expertos lo habían intentado todo para obtener esas semillas, pero sin ningún resultado.

Ahora iba a probar yo. ¿Conseguiría descifrar el código? Escogí una flor y cuidadosamente extendí la hoja del bisturí.

Lo sujeté contra la flor y contuve la respiración. Estaba a punto de hacer el corte que podría decidir el destino de esta especie.

Un manifiesto mesiánico

Permíteme que me presente. Mi nombre es Carlos Magdalena y me apasionan las plantas.

En 2010, Pablo Tuñón, un periodista que escribió sobre mi trabajo en el periódico La Nueva España, me llamó «El mesías de las plantas». Creo que lo que le inspiró ese apodo fueron mi barba y mi pelo largo posbíblicos (aunque prehípsteres), además de todo el tiempo que había pasado intentando salvar plantas que estaban al borde de la extinción.

El apodo llegó a oídos del público de todo el mundo cuando sir David Attenborough lo mencionó durante la entrevista que me hizo para El reino de las plantas, una serie filmada en el Real Jardín Botánico de Kew. «El mesías de las plantas» —o, como dicen por allí, «The Plant Messiah»— pronto se convirtió en el sobrenombre con que yo aparecía a menudo en los medios de comunicación, lo que dio lugar a numerosas bromas entre mis amigos y colegas. A mi familia le encanta imaginarse a mi madre saliendo al balcón para gritar: «¡No es el Mesías; es un chico muy travieso!», como en el legendario sketch de los Monty Python en La vida de Brian.

Pero no temas. No tengo ningún complejo de mesías.

"En 2010, Pablo Tuñón, un periodista que escribió sobre mi trabajo en el periódico La Nueva España, me llamó «El mesías de las plantas». Creo que lo que le inspiró ese apodo fueron mi barba y mi pelo largo posbíblicos (aunque prehípsteres), además de todo el tiempo que había pasado intentando salvar plantas que estaban al borde de la extinción."

Carlos Magdalena

— El mesías de las plantas (Debate, 2018)

Sin embargo, he de reconocer que hace poco busqué en un diccionario inglés la palabra messiah —o sea, «mesías»— y en este idioma tiene varias definiciones, que van desde «líder considerado salvador de un determinado país, grupo o causa» hasta «líder exaltado de alguna causa o proyecto», además de «redentor» y «mensajero». Dado que el asunto no estaba muy claro, me he propuesto ser todas ellas, aunque, para centrarme un poco, mi misión realmente es hacerte cobrar conciencia de hasta qué punto son importantes las plantas. Es más, he de confesar que, de hecho, estoy obsesionado con esta idea. Quiero hablarte de ellas y explicarte todo lo que hacen por nosotros, lo importantes que son para nuestra supervivencia y por qué debemos salvarlas. Las plantas son la clave del futuro del planeta —para nosotros y para nuestros hijos—; sin embargo, cada día, miles de millones de personas las dan por supuestas y con frecuencia desprecian sus beneficios. Su ignorancia e indiferencia me frustran y a veces me indignan.

Aunque estemos ciegos a este hecho, la realidad es que las plantas son la base de todo, directa o indirectamente. Las plantas nos proporcionan el aire que respiramos; nos visten, nos curan y nos protegen; las plantas nos procuran cobijo y casi toda nuestra comida y bebida diarias. Pensemos en las medicinas, los materiales de construcción, el papel, el caucho, los anticonceptivos, el algodón para los vaqueros y el lino para los vestidos; en el pan, las judías, el té, el zumo de naranja, la cerveza, el vino y la Coca-Cola, y pensemos también que las vacas comen hierba, pienso o forraje y que obtenemos de ellas carne y leche; que las gallinas comen trigo y otras semillas y nos dan huevos, carne y sopas; que las ovejas comen hierba y nos dan lana, etcétera.

Así que las plantas son nuestros mejores y más humildes sirvientes; se ocupan de nosotros cada día, en cada aspecto. Sin ellas, no podríamos sobrevivir. Es tan simple como eso.

A cambio de sus generosos servicios, solo reciben nuestro maltrato. No las apreciamos y las infravaloramos de forma sistemática. Ni siquiera las consideramos sirvientas, sino esclavas. Destruimos sus hogares y diezmamos sus familias. Las obligamos a producir en masa y las rociamos con sustancias químicas. El sistema agrario industrial es terrible no solo para los animales, sino también para las plantas, y su coste medioambiental puede ser igual de destructivo (lo que ha ocurrido con el insostenible aceite de palma no es más que uno de los muchos ejemplos lamentables de agricultura perniciosa).

Destruimos selvas tropicales para plantar cosechas en suelos que no pueden sostenerlas. Sin pensar en los tesoros que los bosques contenían, llevamos la flora y la fauna a situaciones críticas e incluso a la extinción. Durante la exploración y la expansión coloniales, introdujimos cabras en islas donde, como era de esperar, se comieron la singular y delicada flora autóctona hasta que no quedó nada o solo poblaciones hechas jirones, eliminando el «pegamento verde» que estabilizaba el suelo y provocando problemas de erosión que acabaron con los ecosistemas de islas enteras. Introdujimos malas hierbas invasoras, una muerte asfixiante e insidiosa que ahogó a la flora local en una siniestra forma de colonialismo botánico. Aun hoy construimos casas en suelo agrícola y cubrimos de interminables kilómetros de asfalto acotado por líneas blancas lo que habían sido praderas silvestres de flores, negándonos a ver las consecuencias. Es una exhibición de «ceguera vegetal» de proporciones epidémicas. La destrucción de las plantas lleva aparejada la de la fauna. Especies de aves, mamíferos e insectos... a menudo extintas para siempre. Pocas veces llegamos a pensar siquiera en lo que estamos haciendo, y, cuando lo hacemos, no alcanzamos a comprender todos sus efectos.

Nos hemos apartado de milenios de contacto directo con las plantas; desde la revolución industrial, la mayoría de la población de los países desarrollados nunca ha trabajado con la flora y rara vez se ha sentido vinculado a ella. En el paso del campo a la ciudad, hemos perdido nuestro nexo directo con las plantas y su entorno.

Gran parte del problema es que, con independencia de lo mal que las tratemos, las plantas no hablan, y no pueden defenderse, advertirnos de la locura de su destrucción o recordarnos su importancia en voz alta o con un puñetazo en la mesa. Las plantas no sangran cuando se les da un machetazo ni gritan cuando se les quema. No pueden escribir un mensaje en un libro y necesitan que alguien lo haga en su lugar.

"Las plantas son la clave del futuro del planeta —para nosotros y para nuestros hijos—; sin embargo, cada día, miles de millones de personas las dan por supuestas y con frecuencia desprecian sus beneficios. Su ignorancia e indiferencia me frustran y a veces me indignan."

Carlos Magdalena

— El mesías de las plantas (Debate, 2018)

Si no pueden producir semillas para asegurar su supervivencia, porque sus poblaciones están muy fragmentadas o esquilmadas o las supervivientes apenas tienen un hilo de vida, necesitan que alguien alce la voz por ellas. Necesitan que alguien diga: «No voy a tolerar la extinción». Alguien que comprenda la ciencia de las plantas y que defienda apasionadamente su causa, utilizando todos los medios posibles para garantizar su supervivencia.

Muchos de los grandes jardines botánicos del mundo, como Kew, no solo están ahí para educar y entretener al público. Reúnen y conservan especies raras, tanto en cultivo como en la naturaleza, salvándolas del olvido y poniéndolas a disposición de la ciencia, y así lo han hecho durante generaciones. El genio colectivo, tanto académico como hortícola, de quienes trabajan en ellos no tiene parangón, y sus colecciones son imprescindibles a escala global. Pese a su entrega y pasión, necesitan gente que transmita su mensaje a los habitantes de todo el planeta.

Yo quiero ser esa persona.

Quiero dar a conocer al mundo lo que las plantas hacen por nosotros. Quiero que las valoremos y que apreciemos lo que hacen. Quiero que comprendamos su importancia para nuestra su- pervivencia y la de nuestras familias (la de nuestros hijos, nuestros abuelos y las generaciones futuras). Quiero que nos demos cuenta de que sin ellas moriríamos y de que la mayor parte de lo que vive en la tierra, el mar y el aire perecería también junto con ellas... Quiero que nos apasione la importancia de la conservación, que nos anime la determinación de no tirar nunca la toalla, aun cuando solo quedara el último espécimen de una especie en el mundo. Quiero que seamos conscientes de la importancia de las plantas hasta el punto de que sintamos la necesidad de hacer algo al respecto.

Un mesías no puede transformar las actitudes sin partidarios que difundan el evangelio. Cuando se trata de la conservación, necesitamos entusiasmo, motivación y acción. Ha llegado el momento de cambiar.

Quiero que este libro dé comienzo a ese cambio. Las personas necesitamos a las plantas y las plantas necesitan a las personas, y difundir ese mensaje comienza contigo y conmigo.

Génesis

Para comprender qué motiva a un mesías de las plantas, hay que empezar por los orígenes.

Nací en 1972 en Asturias, en la ciudad de Gijón para ser precisos. Debo de haber heredado el gusto por trabajar en el campo y el amor a las flores de mi madre, Edilia, que era florista.

Aunque a mi hermana y mis hermanos también les interesa el mundo natural, yo soy el único que se gana la vida con él. Mi hermana, Claudia, la mayor de todos, trabaja en unos grandes almacenes. Mi hermano mayor, Falo, que era viajante, por desgracia murió en 2010. Otro hermano, Miguel, es conductor de camiones, y el cuarto, Javi, es músico y fotógrafo. Yo soy el menor. Como todas las familias grandes, tenemos talentos muy distintos; están el deportista, el artista, el músico, el naturalista. Siempre he podido aprender algo de cada uno de ellos, así como de mis tíos, mis tías y mis primos. Ciertamente, los intereses, pasiones y temores de nuestra «tribu» me han formado y transformado.

Mi madre tenía nueve años al comienzo de la Guerra Civil, y su familia, como la gran mayoría, padeció mucho. No eran las circunstancias ideales para que creciera una muchacha o un niño.

En esa época, la gran mayoría de la gente, sobre todo en las zonas rurales, tenía que ser autosuficiente, pero no en el sentido moderno que ahora está bastante de moda; entonces era un asunto muy serio. Era la única forma que tenían de sobrevivir.

El régimen franquista tenía una actitud bastante simplista y explotadora hacia la naturaleza. Quería homogeneizar el país y erradicar todo lo que amenazara a la productividad. En siglos pasados, se habían talado grandes extensiones de antiguos robledos en Asturias y en otras regiones del norte de España, algunos de los lugares con mayor biodiversidad de Europa. Buena parte de esta madera se empleó para construir los galeones que primero llegaron a América y después integraron la «armada invencible». Franco siguió talando esos valiosos bosques y empeoró el problema sustituyendo especies autóctonas por hileras e hileras de eucaliptos y pinos. También es cierto que muchos propietarios de terrenos se dieron cuenta de que este tipo de plantaciones eran una forma rápida (o mucho más rápida) de hacer dinero y no necesitaron mucho estímulo por parte del Estado.

Una de las consecuencias es que hoy en día, sin muchos cambios en lo que a política forestal se refiere y con más pinos y eucaliptos que nunca, España se incendia todos los veranos (y últimamente también todos los otoños). El Estado y los medios de comunicación a menudo acusan a la gente que hace barbacoas o arroja cigarrillos encendidos desde el coche, pero ¿es realmente toda la culpa de ellos o lo es de la política forestal? La destrucción de una flora y una fauna de gran diversidad y su reemplazo por plantaciones de una sola especie, en densidades elevadas y extremadamente inflamables, tienen claramente una gran responsabilidad en todo este asunto. Desde hace décadas, existe la necesidad de sustituir los eucaliptos por especies autóctonas, pero esto resulta extremadamente caro y hay que matar todos los tocones de eucalipto porque este árbol vuelve a crecer vigorosamente cuando es talado.

Muchos pueblos, como San Esteban de Dóriga, donde vivía mi madre, estaban rodeados de bosques que llevaban allí desde la Edad de Hierro. En ellos la gente podía practicar la apicultura, re- coger bayas y setas, y llevar a pastar las vacas y otros tipos de ganado.

Toda la comunidad se beneficiaba de aquellos bosques autóctonos, año tras año. No se podía «talar y quemar» toda la zona, pero cada uno podía cortar un árbol y llevarlo al pueblo para su propio uso. Era una forma bastante «sostenible» de gestionar el monte, mucho antes de que esta palabra fuese acuñada.

Las sucesivas revoluciones industriales acabaron con buena parte de la biodiversidad europea, y aunque el efecto quizá fuese menor en la península que en otras zonas del continente, no debemos olvidar la persecución continua a la que Franco sometió al mundo natural. Cualquier animal que no produjera un beneficio era una alimaña y había que acabar con él. La gente salía de caza al bosque, metía los «improductivos» osos y lobos muertos en el maletero y después se dirigía al centro del pueblo para reclamar la recompensa del gobierno. Los datos para toda España registrados por las llamadas Juntas de Extinción de Animales Dañinos muestran que, solo en 1969, se acabó con la vida de 150 osos. En los años ochenta, cuando yo era niño, apenas quedaban ochenta en toda la península.

Estas cifras dan que pensar. Se calcula que, de 1944 a 1961, se cazaron en España un total de 655.010 aves, mamíferos y reptiles. Entre ellos había 1.206 águilas reales, 11.105 milanos negros, 47.739 cuervos, 2.278 chovas, 103.322 urracas, 1.961 lobos y 10.896 serpientes.

El veneno era con diferencia el método más destructivo. Los buitres también resultaban afectados porque se ponía carne envenenada con estricnina como cebo para otros animales, y sus cadáveres, que servían de alimento a aquellos, también quedaban contaminados. La gente olvidó que los buitres impedían que muchas enfermedades se propagaran (si una vaca muere de una enferme- dad contagiosa como la tuberculosis bovina, por ejemplo, los buitres dejan los huesos limpios impidiendo que pase a otros anima- les). Es posible que esas personas pensaran que Dios creó el campo y las alimañas para que pudiéramos matarlas por puro entretenimiento.

Aunque las políticas de Franco redujeron drásticamente las poblaciones de animales salvajes, afortunadamente, la península Ibérica todavía conserva una biodiversidad envidiada por muchos países centroeuropeos.

Sin embargo, no hemos aprendido de nuestros errores. Todavía hoy, los ganaderos exigen a las autoridades que sigan matando lobos, aunque, cuando esto se hace de forma aleatoria, a menudo es contraproducente para la ganadería. Desestructurar las manadas de lobos provoca más perjuicios a los ganaderos, pues los lobos solitarios son más propensos a atacar al ganado, que es una presa fácil. Además, un buen porcentaje de los daños atribuidos a los lobos son en realidad causados por perros asilvestrados, que, a su vez, son una de las presas favoritas de los lobos. Quién lo hubiera pensado...

oír todas estas historias cuando era niño me concienció sobre la importancia de los ecosistemas y de hasta qué punto es vital conservar a los animales y las plantas. Empecé a interesarme por la política y en especial por cómo esta afecta al medioambiente, y rápidamente me di cuenta de que la destrucción gratuita de la naturaleza es parte de la estupidez humana.

"El régimen franquista tenía una actitud bastante simplista y explotadora hacia la naturaleza. Quería homogeneizar el país y erradicar todo lo que amenazara a la productividad. En siglos pasados, se habían talado grandes extensiones de antiguos robledos en Asturias y en otras regiones del norte de España, algunos de los lugares con mayor biodiversidad de Europa. […] Franco siguió talando esos valiosos bosques y empeoró el problema sustituyendo especies autóctonas por hileras e hileras de eucaliptos y pinos. […] Una de las consecuencias es que hoy en día, sin muchos cambios en lo que a política forestal se refiere y con más pinos y eucaliptos que nunca, España se incendia todos los veranos (y últimamente también todos los otoños)."

Carlos Magdalena

— El mesías de las plantas (Debate, 2018)

Encajada entre los Picos de Europa y el mar, Asturias es uno de los lugares más gratificantes de la Tierra... sobre todo si te interesa la historia natural. Tiene cincuenta kilómetros de ancho en un extremo y unos veinte en el otro, y la topografía es accidentada. Los ríos se precipitan directamente desde las montañas al mar. Puedes estar a 2.500 metros de altitud, contemplando el abrupto paisaje montañoso, y al mismo tiempo encontrarte a solo treinta kilómetros del Cantábrico. Entre los picos hay cascadas y varios lagos glaciares. Es uno de los mejores lugares para apreciar la historia geológica sin tener que excavar mucho, puesto que en distancias cortas se pueden apreciar formaciones geológicas de prácticamente todas las edades de la Tierra. Caminado por Asturias te puedes encontrar sin mucha dificultad en lugares con huellas de dinosaurio, fósiles de arrecifes de coral o fósiles de helechos en depósitos de carbón.

Asturias es un lugar increíble para la vida salvaje, el lugar perfecto para que un niño aprenda sobre la naturaleza. Tiene unas setenta zonas protegidas (paisajes, reservas naturales y monumentos nacionales naturales) y el primer parque nacional que se declaró en España, el de los Picos de Europa. Las dentadas montañas calizas de este macizo definen la parte oriental de la región. Son intrincadas, con valles y desfiladeros angostos y escarpados que a veces van de norte a sur y, de repente, de este a oeste. Es como una huella dactilar bastante corrugada de valles, de forma que uno que se encuentre a cuatro kilómetros de distancia en línea recta puede estar a diez o más kilómetros por carretera. Por otro lado, Asturias cuenta con los mayores robledales de España y quizá de Europa, la última población viable de osos pardos y la mayor población de lobos de Europa occidental, por no mencionar las mayores densidades de nutrias y rebecos de todo el continente.

Cerca de donde pasé mi infancia están el río Nalón y su principal afluente, el Narcea. La cuenca de este último discurre desde las montañas por el bosque prístino y está llena de salmones y vida acuática (a veces pienso que soy como un salmón, que nace en los ríos del norte de España y emigra a Inglaterra). Yo llamo a esta cuenca fluvial el Amazonas de Asturias, pues, al igual que este, también tiene su río Negro; cuando era niño, las aguas del curso medio-bajo del Nalón eran como chocolate negro porque en él se lavaba el carbón extraído en la minería, pero, gracias al programa que se ha implantado para restablecer la calidad del agua, la situación ha mejorado mucho en la actualidad.

La aldea donde creció mi madre, San Esteban de Dóriga, situada cerca del río Narcea, no tenía más que unos treinta habitantes cuando ella era una niña. Está rodeada de bosques, setos vivos y manzanares, y aunque se encuentra en España no es una región soleada; Asturias tiene casi el doble de precipitaciones anuales que Londres.

Asturias era un lugar donde las personas cooperaban en aras de la comunidad (un trabajo comunal denominado localmente sestaferia). Si había que construir un camino o aclarar el bosque para frenar los incendios forestales, todo el mundo arrimaba el hombro y contribuía sin ser remunerado con dinero. Las tradiciones y el paisaje de Asturias, con sus rincones de tierra casi virgen, influyeron profundamente en mi actitud hacia los hábitats salvajes y su conservación.

A unos treinta kilómetros de donde yo vivía se encuentra Avilés, una ciudad industrial que estaba —y sigue estando, aunque quizá en menor medida— muy contaminada. De hecho, hace poco se la consideró la ciudad más contaminada de España. Cuando yo era un niño, ya notabas el olor a ocho kilómetros de distancia, y si tenías la desgracia de no poder evitar ir allí, siempre acababas con los ojos llorosos o con tos seca. En 1980, según un artículo publicado en El País, seis de cada diez pacientes que acudieron a urgencias fueron atendidos por problemas respiratorios tales como bronquitis crónica.

Parecía increíble que esos dos escenarios se encontraran a treinta kilómetros de distancia. Por una parte, riqueza en biodiversidad, vida salvaje y un paisaje escabroso, y, por otra, una contaminante pesadilla industrial que asfixiaba a toda la vida que la rodeaba. Todo lo que de bueno y malo hay en la Tierra estaba allí. Después de haber visto ambos lados de cerca, sabía cuál quería elegir.