Un zar para el siglo XXI

Los rusos ven en Putin a un ruso de verdad, que sabe defender los intereses de la patria, que planta cara a Occidente. Pero el presidente tiene en su debe algo que le puede pasar factura: ha devuelto el país a la primera línea, pero no lo ha reformado

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PELAYO CORELLA. PROFESOR DE ESCI-UPF

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Vladimir Putin se ha convertido, con la reelección del pasado 18 de marzo, en el dirigente que, junto a Stalin, más tiempo ha gobernado un país, Rusia, antaño imperio y hoy país emergente que reivindica su lugar de tronío en el liderazgo mundial.

País colosal en su extensión continental, inabordable e inconquistable, ha sufrido a lo largo de la historia los embates de mongoles, franceses o alemanes. Esa inmensidad geográfica comporta en sí misma su mayor debilidad. Rusia no goza de fronteras naturales que contengan las hordas extranjeras. Por consiguiente, ese país ha estado al albur de las veleidades belicosas de terceros, fueran estos Napoleón o Hitler. Así pues, tal y como remarcó el diplomático estadounidense George F. Kennan en su famoso 'long telegram', Rusia quiere y busca su particular glacis defensivo, un colchón de seguridad que le garantice su existencia sin los sobresaltos a los que ha sido sometida durante siglos.

La victoria en la II guerra mundial ofreció a Stalin esa oportunidad: creó un cinturón de seguridad ante la amenaza occidental con la instauración de países satélites sometidos al férreo control de Moscú. Pero la caída del muro y el desplome soviético acabaron con ese proyecto. De ahí el significado de las palabras de Putin cuando dijo que «la desaparición de la URSS es la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX».

Con el fin de la guerra fría y la posterior ampliación de la OTAN hasta la mismísima frontera rusa, Putin y buena parte de la sociedad rusa interpretaron esa política occidental como agresiva y humillante. Con ella, se violentaba el espacio de seguridad ruso y se quería maniatar en el futuro el resurgir del país.

En paralelo, la transición económica del comunismo al capitalismo fue un despropósito político y económico, que causó un roto social descomunal. El presidente Boris Yeltsin, protagonista de aquella azarosa reforma, intentó establecer una 'entente cordiale' con Occidente, pero esa política fracasó estrepitosamente. El orgullo herido ruso volvió a sangrar cuando fue Ucrania la que, alentada por Occidente, quiso mirar más a Bruselas y Washington que a Moscú. Fue entonces cuando Putin dio un puñetazo en la mesa y demostró que Rusia estaba de vuelta.

Esperar su momento

Desde entonces hasta ahora, ha conseguido varias cosas ante la estupefacción y desconcierto de los países occidentales: ha dinamitado Ucrania, se ha anexionado Crimea, ha reforzado su posición en Abjasia y Osetia del Sur en Georgia y, en Oriente Medio, frente a los miedos y dudas de Washington y de la UE, ha tomado claro partido por Asad en el avispero sirio, consolidando sus bases militares en el país árabe.

Putin, un exespía, que creció a la sombra de la KGB (ahora FSB) y que, tras reciclarse políticamente a la sombra del alcalde de San Petersburgo, Anatoli Sobchack, dio el salto a Moscú, tiene esa visión realista que le he permitido esperar su momento.

Se consolidó rápidamente en el poder tras la sorprendente renuncia de Yeltsin con un golpe de autoridad en Chechenia y por el espectacular aumento del precio del petróleo. El oro negro aportó las divisas necesarias para cicatrizar las heridas del desaguisado de los 90: canceló deudasmejoró salarios, aumentó pensiones y, en general, el país vivió unos años en los que se consolidaron las clases medias urbanas con un tirón del consumo.

Políticamente, ha seguido la misma política de sus antecesores: ya fuese en la época zarista o la comunista, la mentalidad rusa es eminentemente vertical y ciertamente autoritaria. Él, en eso, ha sido poco novedoso. Y sí tremendamente pragmático. Ha sabido rodearse de una guardia pretoriana, deshacerse de los molestos oligarcas y laminar a una oposición que apenas le ha hecho sombra en todos estos años. Controla con mano férrea los medios de comunicación y no hay apenas espacio para la disidencia.

Recuperar el orgullo perdido

Con la nueva aventura imperial quiere recuperar el orgullo perdido en los 90. Tiene un alto coste, pero, de momento, goza de una gran popularidad. Otra cosa no, pero los rusos, más allá de la falta de pluralidad, ven en él a un ruso de verdad, que sabe defender los intereses de la patria, que planta cara a Occidente. Ya no sienten vergüenza como en la época de su etílico antecesor.

Occidente, por su parte, está desbordada y algo noqueada. Impuso sanciones por su política para con Ucrania, pero éstas no han hecho la mella esperada. Además, en WashingtonParís Berlín (no digamos en Londres, tras los nuevos casos de envenenamiento), contemplan atónitos cómo Putin manipula sentimientos y da alas a los extremismos en las democracias occidentales gracias a un uso torticero de las redes sociales. Por todo ello, hoy, Rusia está más lejos.

Aunque Putin tiene en su debe algo que tarde o temprano le puede pasar factura: ha devuelto el país a la primera línea, pero no lo ha reformado. Económicamente, Rusia dista mucho de lo que podría ser. Tiene, aún hoy, una excesiva dependencia del sector energético y eso, a largo plazo, es un riesgo. Si bien hace unos años capeó el impacto de las sanciones y la devaluación del rublo, la base industrial no se ha modernizado ni ampliado.

La duda, ahora que inicia su último mandato, es quién será su delfín. Rusia espera respuesta.