Brexit: ¿el principio del fin?

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Este mes de marzo de 2017 estamos viviendo dos acontecimientos de gran magnitud en el devenir de la integración europea: por un lado se cumplen 60 años de la adopción de los tratados de Roma, constitutivos de la Comunidad Económica Europea y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica y, por otro lado, esta semana, asistiremos a la notificación, por parte del Reino Unido, de su intención de retirarse de la Unión, en aplicación del artículo 50 del Tratado de la Unión Europea que regula el procedimiento de retirada de un Estado miembro.

A nadie se le escapa que nos encontramos, por tanto, en una encrucijada trascendental en el devenir de Europa, donde dos caminos parece que se cruzan, uno que recuerda el éxito, por todos los beneficios alcanzados en estos 60 años en materias económicas, jurídicas, sociales, culturales, etc, y otro que simboliza el fracaso y nos presenta ante los ojos, con el asombro de todos, la primera retirada que se produce en más seis décadas, pues la Unión siempre había crecido hasta ahora.

Cada uno de los ciudadanos europeos tendrá su propia opinión sobre cuál de estos dos acontecimientos pesa más en nuestros ánimos, pero tengo para mí que la situación en la que nos vemos inmersos presenta más sombras que luces. Hasta tal punto el cielo está nublado que, incluso, la hipótesis del final de la Unión Europea ha dejado de ser un tabú y se está planteando con normalidad y naturalidad, y no solo entre los profetas de catástrofes que surgen habitualmente cuando se produce una crisis en nuestro continente.

El lazo transatlántico

En efecto, la coyuntura actual es particularmente sombría por varios motivos. En primer lugar, porque el Estado que quiere abandonar el barco no es cualquiera, se trata de una de las grandes potencias europeas y mundiales, tanto por su potencial económico como por su protagonismo militar y cultural en todo el orbe. Con la marcha del Reino Unido, la Unión pierde un gran socio, pero además se priva de la implicación del mejor aliado histórico de los Estados Unidos de América, con lo que el lazo transatlántico probablemente se debilitará, precisamente en el instante en que el acercamiento a América era más necesario para contrarrestar el imparable ascenso del continente asiático.

En segundo lugar, pintan bastos porque el Brexit se ha planteado en un periodo en el cual en la Unión faltaba proyecto. Realmente, tras las grandes consecuciones del pasado, en la actualidad no se sabía muy bien hacía donde debería poner rumbo el buque de la integración europea. Se habían alcanzado tales cuotas de sinergia en tantas materias que las metas que quedaban por alcanzar se acercaban ya al federalismo, un mar incógnito cuya sola evocación producía zozobras y mareos a un buen número. Si ya antes el horizonte no era nítido, el desembarco del Reino Unido agudizará la sensación de confusión. Así, solo un gran liderazgo de alguno de los grandes estados miembros podría enderezar la situación y reanimar la mortecina marcha hacía la unidad europea con la que navegamos en el presente. Sin embargo, la situación política interna en algunos de los países llamados a ocupar ese liderazgo no despierta los mejores augurios, sino todo lo contrario. Piénsese en que en unas semanas se decidirá el futuro político de Francia, donde Marine Le Pen podría ser la Presidenta de la República, tras lo cual sin duda veríamos a Robert Schuman revolverse en su tumba, y entonces sí que la Unión tendría sus días contados. ¿Y qué hubiera pasado, de haber ganado Wilders, el holandés errante, en el país de los tulipanes? El panorama en Alemania es algo mejor, pues tanto Angela Merkel, que aspira seriamente a la reelección en las elecciones del otoño próximo, como el líder socialista, Martin Schultz, antiguo presidente del Parlamento Europeo, tienen sólidas posibilidades de victoria y sí que podrían convertirse en los líderes naturales de la integración europea posBrexit. Si bien un liderazgo de Merkel tampoco es que genere encendidos entusiasmos, al menos entre los ciudadanos de a pie.

La posverdad

En tercer lugar, el modo en que se ha producido la decisión del Brexit hace patente en nuestro mundo a la vez tanto la fuerza del populismo como la del fenómeno que recientemente se ha bautizado con el término de posverdad y que «denota circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal». Es triste que uno de los eventos históricos más relevantes desde la segunda guerra mundial haya tenido lugar, tal como han reconocido tras el referendo del 2016 alguno de los promotores de la retirada británica, sobre la base de afirmaciones incorrectas, imprecisas, cuando no sobre auténticas mentiras.

En definitiva, es razonable concluir que probablemente el Brexit no suponga el fin de la Unión Europea, pero también lo es que salvo que redescubramos los valores de la integración y encontremos a los líderes que puedan coger el timón con fuerza, el barco puede no escapar de la tormenta que atraviesa y que el Brexit devenga, entonces, el principio del fin.