MENORES CASTIGADOS

La escuela de los tumbados

La población nativa de Namibia, históricamente marginada, se recluye en el alcohol y abandona a su suerte a los más pequeños

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Judit Figueras

Judit Figueras

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Mientras observa la tumba de su madre, Flora aparta a los niños que, sin querer, caen y la pisan. “Se llamaba María Claudia”, dice la niña de 10 años justo después indicar las letras inscritas en la cruz. Los demás, con afán de protagonismo, ríen y, a la vez, señalan los otros nichos del cementerio. “Mira, aquí está mi padre”; “Y aquí mi hermano mayor”, se entorpecen unos y otros. Detrás de Flora, se oye una tímida carcajada provocada por un grupo que comenta la botella vacía que encabeza el sepulcro de la madre de la niña. 

María Claudia era una mujer alcohólica, como muchos de los adultos que viven en Gochas, un pueblo de sólo 500 habitantes, la mayoría de etnia nama, que pertenece a la región de Hardap, en el sudeste de Namibia. Hace pocos meses los padres de Flora murieron. Ahora, Flora y su hermana pequeña, Michelle, viven en el barracón de un matrimonio de 60 años, a quien llaman “abuelos”.

En su nuevo hogar, Flora es quien ordena, trae leña, cocina y limpia a Michelle y a los dos nietos de la pareja con quien vive. Algunos días, al salir del colegio, un candado no le permite entrar en casa. Lo pone su abuela adoptiva cuando va a una de las chabolas del barrio donde fabrican cerveza a un precio asequible. Hasta las nueve de la noche, Flora camina sin rumbo de la mano de su hermana a la espera de que la mujer vuelva y abra la puerta de la barraca. Estos días no cena. 

Flora es uno de tantos niños que esperan en la calle hasta que sus padres, tíos o abuelos llegan de la chabola que hace las funciones de destilería o, como la conocen los más pequeños, “la escuela de los tumbados”. Los fines de semana, la niña también cocina para los demás menores que viven en el barrio. A veces, debe salir a cazar pájaros, desollarlos y asarlos al fuego. “Doy de comer a los otros niños porque me dan pena. El fin de semana el colegio cierra y, en lugar de cuidarlos, los adultos prefieren pasar las horas bebiendo en la cervecería”. Sólo tiene 10 años, pero Flora tiene muy claro cuál es el principal problema en su comunidad. “Lo que menos me gusta de Gochas es el alcohol y la violencia que genera en los mayores. En mi casa, cuando los abuelos se emborrachan, me gritan y me golpean sin motivo alguno”. 

Castigados por la desigualdad social

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), Namibia es el sexto país en África donde más alcohol se consume por cápita. En pueblos como Gochas, aunque no hay datos oficiales, los casos de alcoholismo se disparan, sobre todo en la zona donde habita la comunidad nama. 

Como la mayoría de los pueblos en Namibia, Gochas está dividido en tres partes. En la zona más pobre, donde las condiciones de vida son más duras, vive la población negra, los namas. En las zonas más acomodadas, reside la población blanca. De hecho, según el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (UNDP, en sus siglas en inglés)Namibia es el segundo país del mundo con más desigualdad entre su población, solo superado por su vecina Sudáfrica. 

Una realidad social motivada por la segregación racial que impuso el 'apartheid' cuando el país formaba parte de Sudáfrica. Esta desigualdad ha estimulado el aumento de desempleo en las zonas donde viven las comunidades nativas. Según datos de la Oficina Central de Estadísticas de Namibia, en el 2018, la tasa de paro alcanzó el 34,49 % en la región de Hardap. En Gochas, los únicos nama que tienen un salario son aquellos que trabajan en las granjas que hay en los alrededores del pueblo. 

"Algunos deciden explotar a los menores para sacar un lucro económico"

“Los que no trabajan son los que más beben”, asegura la trabajadora social y directora de Servicios Sociales Ecuménicos de Namibia (Ecsos, en sus siglas en inglés), Amanda Krüge. “Muchos utilizan las subvenciones que da el Gobierno y algunos incluso deciden explotar a los menores para sacar un lucro económico”, sostiene Krüge. 

Acoso sexual

Es el caso de Sheline, una niña de 11 años que, hace solo seis meses, denunció a su tía por venderla sexualmente

“Era un sábado, no recuerdo exactamente el mes. Mi tía, con quién vivía entonces, me obligó a ir a casa de un vecino. Yo no quería, pero ella me forzó”. Después de que la tía se fuera, el hombre la empujó a su dormitorio y la violó. “Grité y lloré pero nadie me ayudó”, dice la menor con un semblante impasible. “Cuando mi tía volvió, vi cómo el hombre le daba cinco dólares namibios”. Esa pesadilla se repitió hasta seis veces. 

Treinta céntimos de euro es el precio que la mujer necesitaba para abastecer su dosis diaria de alcohol. Después de que la niña denunciara el delito, una de las profesoras de la escuela decidió asumir el coste necesario para que la niña vivera en el hostal infantil del pueblo. 

"En las áreas rurales, muchas niñas no denuncian porque no conocen sus derechos o por miedo a ser estigmatizadas"

“En las áreas rurales, muchas niñas no denuncian, o bien porque desconocen sus derechos, o bien por miedo a ser estigmatizadas” señala la coordinadora de programas del Foro para Mujeres Africanas Educadoras de Namibia (Fawena, en sus siglas en inglés), Happy Shapaka

Sheline lo denunció y ahora algunos de sus compañeros de clase la señalan y se burlan de ella. Tal y como lo ve Shapaka, “se trata de un problema cultural pero, además, la violencia de género y los casos de violaciones suelen tener el mismo punto de partida: el excesivo consumo de alcohol”. En el 2015, el Instituto de Investigación de Políticas Públicas del Gobierno de Namibia IPPR realizó un estudio titulado ‘Percepciones sobre igualdad, violencia de género, pobreza y libertades básicas’ en el que el 87 % de los ciudadanos encuestados consideraba el alcohol como el principal factor que contribuye a la violencia de género, seguido del paro, la pobreza y los valores culturales. 

Kooper, el hombre que violó a Sheline en repetidas ocasiones, vive a solo dos calles del hostal donde reside la niña. En su vivienda, una de las pocas construidas con ladrillos, el hombre de 67 años riega las plantas que tiene en su jardín, alimenta a sus gallinas y saluda a los vecinos que pasan por delante. Todos en Gochas saben lo que hizo, pero en el pueblo, Kooper sigue siendo un hombre respetado.