OPINIÓN

¿Han pasado 40 años?

En cuatro décadas de instituciones democráticas no se ha garantizado un derecho tan básico como el de tener un techo

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Enric Canat

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Hace poco hablaba con Jose, un antiguo educador nacido en el distrito de Ciutat Vella de Barcelona. Recordando su infancia, a finales de los 70 del siglo pasado, me comentaba la situación de compañeros suyos de la escuela que vivían en pensiones o en pisos compartidos, pagando una miseria por un cuchitril, con lavabo y cocina compartidos. Me hablaba de la miseria de un barrio sórdido, de espacios oscuros y sucios en los que los niños hacían mucha vida en la calle, dada la situación precaria de sus casas. Muchas viviendas no tenían agua corriente, lo que complicaba mucho la higiene y el bienestar.

Pienso mucho en esta conversación cuando hablo con Karim, un joven que vive en uno de los pisos del Casal. Su historia es corta pero intensa: nacido en el norte de Marruecos (bereber, afirma orgulloso), sin muchas posibilidades de futuro en su país, decide hacer la aventura del norte cuando todavía es menor. No explica mucho cómo hace la travesía, pero llega a Málaga. Allí lo ayuda una oenegé que le empieza a tramitar, como menor, la residencia. Lo envían a Cáceres a un centro donde se pasa la vida jugando. Pero él no ha venido a perder el tiempo y quiere trabajar, ganarse la vida, enviar dinero a su familia y tener un futuro más digno. Por eso, gracias a un préstamo de un amigo palestino, sigue el consejo de viajar a Barcelona, donde tendrá más oportunidades de trabajo y apoyo.

Después de carambolas mediante distintas entidades, acaba llegando al Casal, donde cursa formación en hostelería. Dada su situación y la posibilidad de poder construir un proyecto personal, le proponen ir a vivir a uno de los pisos compartidos para mayores de edad sin vivienda estable.

Es así como, siguiendo las carambolas, rebotando de lado a lado, se puede llegar a producir el primer gran milagro: gracias a las prácticas que ha hecho en un bar del Gòtic, el dueño le quiere tramitar una oferta de trabajo. Trabajaría mayoritariamente en turno de noche a cambio de un sueldo modesto. Pero es necesario que se materialice el milagro en la travesía del desierto, larga y compleja. Él, la educadora y la abogada seguirán perseverando, intentando no perder la paciencia. Esperan que los del bar puedan esperar un poco más, que no decidan contratar a otra persona porque no llega la resolución positiva del permiso de trabajo. Esperan que la Delegación del Gobierno se de prisa y garantice los derechos de Karim. Esperan el milagro, que no se ha manifestado. Pero hay esperanza…

Un único milagro, en el mundo que les toca vivir a los migrantes, no basta. Como mínimo se necesita otro: tener un lugar donde vivir. Ya no puede ni quiere seguir en el piso del Casal, Karim, ocupando una plaza que necesita otra persona. Si se confirma que lo contratan en el bar, se puede valer por sí mismo. Y no quiere regresar a la vida de calle, a dormir en la playa o en un parque, como ya hizo al llegar a la ciudad.

Este segundo milagro requiere el apoyo de todos los santos y santas del cielo. Y que sean blancos y con nombres europeos. Porque son muchas las veces que llamando a teléfonos de anuncios le cuelgan al saber que se llama Karim o que es del norte de África. Aunque intente hacer la trampa legítima de hacer llamar a alguien por él. Las puertas se le cierran.

Y qué puertas: las ofertas no bajan de 500€ por habitación, y cuando lo hacen es por 300€ en un piso de ocho habitaciones con dos baños. O 350€ por una habitación sin ventana. Se ha encontrado un caso de un colchón por 400€. Y así podría seguir, vomitando toda la cantidad de lugares a los que ha llamado o que ha ido a ver, por toda la ciudad. “¿Cómo puedo ir a vivir a L’Hospitalet si acabo muy tarde por la noche en el centro de Barcelona?”.

Vuelvo a constatar que no hemos mejorada en 40 años en el ámbito de la vivienda. Que los amigo de Jose, hijos de la inmigración andaluza, ya se encontraron con lo mismo. Que quizás antes eran pisos o habitaciones más baratas, pero algunas no tenían agua y quizás tampoco luz. Que a veces tampoco los admitían como inquilinos porque venían del sur. Que entonces el Raval ya se veía sometido a la exclusión residencial pero todavía le quedaba por sufrir el agravante de ser un barrio cotizado por la especulación. Que en esos tiempos el Parlament todavía no había aprobado la Ley por el derecho a la vivienda y que hoy, cuando hace más de diez años que este texto entró en vigor, seguimos esperando las “medidas efectivas para combatir la discriminación en el acceso a la vivienda” que prevé. Que en 40 años de instituciones democráticas no se ha garantizado un derecho tan básico como el de tener un techo.

Karim depende de un doble milagro: los papeles tras lograr un trabajo y conseguir un alquiler asequible en el Raval

¿De qué le sirve la historia anterior, a Karim, si ahora quien está a punto de desesperarse es él, mientras se bebe un zumo de naranja en el barrio donde hablamos? ¿De qué le sirven las esperadas y acertadas medidas que empiezan a llegar —el Govern que anuncia que limitará los precios de los alquileres y el Ayuntamiento que fortalece la vivienda social— si las agencias y los propietarios le seguirán colgando el teléfono y cuando todavía hay lista de espera para la vivienda de emergencia? Le garantizo que el Casal no lo dejará en la calle. Pero él, como todos, quiere hacer su vida con autonomía. Tener una maldita habitación donde vivir.

Está solo. Como muchos de los jóvenes que viven en los pisos que tenemos. Pese al acompañamiento del equipo educativo y los voluntarios. No ha podido hablar con su madre desde hace cuatro años. Es cierto que tiene amigos, pero está muy solo. Con pocas esperanzas de que la Delegación del Gobierno no le ponga algún obstáculo al tramitar los papeles. Que no falte un sello, un papel, un… Y ante esta soledad, poco podemos hacer. Callo y bebo agua. Le miro a los ojos y pienso: “Qué jugada, ser migrante y no tener más esperanza que la de los milagros o las ángeles del cielo”.

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