Viaje al kilómetro cero de la destrucción de la Amazonía

La reserva de Jamanxim es una de las áreas más azotada por la 'criminalidad' medioambiental

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Heriberto Araújo

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(EL PERIÓDICO inicia con este reportaje –coincidiendo con la clausura del Sínodo de los Obispos para la Amazonía y casi tres meses después de los terribles incendios en la región – una serie de artículos (a partir del lunes 28, en la sección Internacional) sobre este tesoro de la biodiversidad amenazado)

«¡Vuelve, entrégate! ¡Tenemos tu documentación! ¡Si te entregas podrás recuperar la excavadora por medio de abogados; si no lo haces, lo quemaremos todo!». La voz del guardabosques se expande por la selva brasileña y se impone al ruido de pájaros y monos en la reserva natural de Jamanxim, pero nadie responde. Al cabo de media hora, el grupo de 16 personas –compuesto por guardabosques y policías militares armados con fusiles y pistolas automáticas– acomete la amenaza: rocían con gasolina la excavadora todavía con el motor caliente que acaban de hallar escondida en la jungla y le pegan fuego. Pocos minutos después, las llamas se apoderan del chasis y de los enormes neumáticos, cuya combustión emite un humo negro que se alza sobre la vegetación. Nadie ha sido detenido, pero han ardido unos 80.000 euros de maquinaria.

La destrucción 'in situ' de los equipamientos usados por madereros ilegales y por buscadores de oro clandestinos que contaminan ríos enteros con mercurio es una de las estrategias centrales en el combate de la criminalidad organizada en la Amazonía. Sobre todo en lugares como en la reserva de Jamanxim, una de las áreas más azotadas por las mafias que se lucran con el pillaje de los recursos naturales. Destruyendo camiones, campamentos y motosierras, las autoridades imponen pérdidas económicas con el objetivo de asfixiar la economía criminal y desincentivar la ilegalidad.

Las multas e imputaciones, dicen los guardabosques, no sirven para nada, pues los verdaderos criminales se sirven de intermediarios y testaferros –por lo general, empleados humildes sin bienes– para evitar que las autoridades les echen el guante.

«Aquí vamos no uno, sino varios pasos por detrás de los infractores. Ellos usan datos de satélites y tienen informantes dentro de la reserva que les avisan por radio cuando llegamos. Nosotros carecemos de apoyo aéreo y tecnología», explica a EL PERIÓDICO la jefa de la misión, que prefiere que su nombre no sea citado por los riesgos para su integridad en esta violenta zona de la Amazonía.

Taladores y jaguares

La percepción de peligro es constante. En el 2016 fue asesinado en la Jamanxim un policía que, en una acción destinada a cohibir y punir el crimen ambiental, fue tiroteado por taladores que acababan de ser descubiertos. Todo el grupo al que acompañamos viste ropa militar y chalecos antibalas, a pesar de los más de 35 grados a la sombra y la elevada humedad. Cada vez que el convoy de cinco todoterrenos debe cruzar un puente –nada más que algunos troncos dispuestos de modo que se pueda pasar–, los policías militares inspeccionan que la madera no haya sido serrada por debajo con el fin de que colapse por el peso cuando los vehículos pasan. Este tipo de trampas es común por parte de unos criminales que, espoleados por las grandes posibilidades de lucro, no dudan en enfrentarse a los entes del Estado. Al caer la noche, a todos estos riesgos se suma el del jaguar, que ya ha atacado a más de un guardabosques.

La de Jamanxim es una de las 15 reservas –naturales o indígenas– situadas a lo largo de la carretera BR-163, una vía de un carril por sentido que cruza más de 700 kilómetros de selva en el estado brasileño de Pará y llega hasta el río Tapajós, uno de los afluentes más caudalosos del majestuoso río Amazonas. Construida durante la dictadura militar brasileña (1964-1985), cuando la Amazonía fue abierta al capitalismo por medio de la creación de infraestructuras de gran porte que fomentaron la migración, la BR-163 fue asfaltada bajo el gobierno de Luiz Inacio Lula da Silva para mejorar su transitabilidad y, de esta forma, promover la exportación de soja y ganado a través de los ríos amazónicos. 

Consciente, sin embargo, de que ello tendría un impacto humano (más migración) y, por lo tanto, ecológico, Lula da Silva creó estas reservas con el fin de vetar cualquier actividad humana y, así, taponar la deforestación en los bosques colindantes a la BR-163. Una estrategia que funcionó durante años, pero que ahora ha echado por tierra Jair Bolsonaro desmantelando paulatinamente los órganos que combaten la criminalidad medioambiental.

Una tierra sin ley

Mayor productor mundial de café, azúcar, zumo de naranja y carne bovina, además de serio aspirante a superar a Estados Unidos como número uno en la producción global de soja, Brasil es un coloso agroindustrial. Con todo, uno de los mayores desafíos del país –que exportó nada menos que 100.000 millones de dólares de productos agrícolas en el 2018– es mejorar su deficiente malla logística. La carencia de carreteras y líneas férreas es uno de los talones de Aquiles de este gigante de tamaño continental que ambiciona ser un país estratégico en el desafío de alimentar a una población creciente en un planeta de recursos limitados y cambio climático.

En este contexto, la BR-163 es una infraestructura crucial para afianzarse como una superpotencia agrícola exportadora. La carretera une el estado de Mato Grosso, del tamaño de Francia y Alemania juntas pero con apenas 3,4 millones de habitantes, con el río Tapajós y, a su vez, con el río Amazonas, navegable por buques de gran porte. 

Así, los grandes ganaderos y agricultores de Mato Grosso –estado que produce el 10% del total de la soja mundial y cuenta un rebaño bovino pastando en sus dehesas de nada menos que 30 millones de vacas– tienen en los puertos fluviales del Tapajós y del Amazonas una alternativa al puerto atlántico de Santos, en Sao Paulo, muy saturado y distante en más de 2.000 kilómetros, para vender su producción a países como China, Irán o Rusia.

Este dinamismo económico regional es perceptible a lo largo de la BR-163, en la que es constante el trasiego de camiones cargados con soja, maíz y vacas. Cada 50 o 60 kilómetros, un modesto pueblo enclavado en medio de la selva o una pequeña ciudad con aspecto de Lejano Oeste americano ofrece servicios a los camioneros: recambios, gasolina, pensiones baratas, restaurantes de carne a la brasa, prostitución...

Armas y sicarios

Una de esas ciudades es la de Nuevo Progreso, una urbe de casas bajas edificada en torno a la BR-163 –y a pocos kilómetros al este de la reserva de Jamanxim– que ha sido considerada por la fiscalía brasileña como el kilómetro cero de la criminalidad ambiental en esta área de la Amazonía. Esta ciudad en la que los locales advierten de que «todo el mundo va armado» –y donde los sicarios a sueldo asesinan a plena luz del día por apenas 300 dólares– es la base de operaciones no solo de madereros ilegales y grupos de buscadores de oro que penetran clandestinamente en las cercanas reservas de los indígenas de etnia kayapó. Aquí, el negocio pujante –y verdadero vector de los incendios que han causado estupor e indignación este verano– es el robo de tierras públicas por medio de la deforestación y del fuego. El objetivo no es otro que expandir las fronteras agrícolas al mismo ritmo que aumenta el precio de la tierra, en un negocio basado en la especulación y la destrucción ecológica que ha sido incentivado por el discurso de 'laissez faire' de Bolsonaro.

No es casual que Bolsonaro, quien prometió «no demarcar ni un centímetro más» de tierras indígenas, obtuviera en Nuevo Progreso, con unos 25.000 habitantes, el 78% de los votos en las elecciones. «El problema de esta región es solo uno: es una tierra sin ley», describe un exalto funcionario del Instituto Brasileño de Medioambiente (Ibama), ente federal que vela por la preservación ecológica. «Este es un lugar en el que, como casi toda la región de la BR-163 a su paso por el estado de Pará, se mueve en torno a la economía ilegal. Y el frente principal del crimen es la apropiación ilegal de tierras públicas», explica la fuente, que ha comandado varias operaciones armadas en la región.

El pasado agosto,
animada por el
discurso de
Bolsonaro, la
élite de Nuevo
Progreso le
pegó fuego
a la selva

Así, Nuevo Progreso está en el punto de mira de la policía federal brasileña –la más preparada y menos permeable a la corrupción– después de que un periodista local, hoy amenazado de muerte, revelara que un grupo de 70 ganaderos, políticos y madereros locales se habían confabulado para organizar el 10 de agosto pasado el 'Día del Fuego'. Aupados por el discurso de Bolsonaro, la élite de la ciudad le pegó fuego a la selva. Datos de los satélites confirman que lo lograron: la región registró más de 130 incendios ese día y hasta 200 el día siguiente. 

Los indígenas kayapó

La reserva de Jamanxim es una de las áreas que más ha sufrido el azote de los criminales. En los últimos 12 meses han sido talados o quemados dentro de la reserva nada menos que 135 kilómetros cuadrados, es decir, un área superior al área metropolitana de Barcelona.

El Ibama —la punta de lanza contra la deforestación en Brasil— dispone de una base permanente en la ciudad y la usaba para combatir los incendios criminales durante la estación seca, sobre todo durante sus meses de auge (agosto y septiembre). A pesar de que la base –cercada por alambres de espino y protegida por guardias armados– había sido atacada por la población local en varias ocasiones por considerar que el Ibama destruye empleos con su «rigidez medioambiental», las operaciones eran constantes gracias al apoyo de la policía militar. Ahora, sin embargo, hace meses que se han detenido las misiones por falta de recursos económicos y, sobre todo, por la ausencia de apoyo por parte de la policía, como consecuencia de las nuevas directrices del Gobierno de Bolsonaro, que se opone a la quema de equipamientos y prometió acabar con «la industria de la multa» medioambiental.

Ante la ausencia de los organismos que garantizan el cumplimiento de la ley, los indígenas kayapó, que viven en sus reservas al este de Nuevo Progreso, son los últimos guardianes de esta área de selva. Más ahora que Bolsonaro ha declarado que su prioridad será construir aquí una línea de ferrocarril de más de 2.000 kilómetros para transportar soja.

Los kayapó viven en 11 aldeas esparcidas en dos reservas indígenas –Baú y Mekragnoti–, y desde allí llevan a cabo la vigilancia de sus tierras con GPS, todoterrenos, canoas y, eventualmente, sobrevuelos para identificar la presencia de los invasores. «Las operaciones de fiscalización son momentos de tensión, pero la mayoría de veces los operadores de las motosierras tienen miedo y escapan o colaboran con los indios. El maderero aún tiene miedo del indio en el bosque, aunque vaya armado, porque nadie conoce tan bien la selva como nosotros», explica una fuente del Instituto Kabú, creada por los propios indígenas.

La preocupación, ahora, es que el discurso de Bolsonaro –que ha instado a los indígenas a abrir sus tierras a la explotación de los recursos naturales para dejar de vivir «en un zoológico humano»– acabe calando. «Los jóvenes tienen menos apego a la tradición, incluso ya no saben hacer algunos ritos tradicionales, y se vuelven maleables, porque quieren un ordenador, un móvil o un coche. Los madereros y los buscadores de oro perciben esa debilidad y fomentan las divisiones en la comunidad con dinero».

Grillos para falsificar escrituras

A los invasores de tierra pública se les llama en Brasil 'grileiros', palabra que deriva de 'grilo' o grillo, en español, porque estos insectos se usan desde hace décadas para falsificar documentos. Las escrituras contrahechas se colocan en una caja junto a grillos y, por el efecto de los mordiscos y excrementos de éstos, adquieren con el tiempo un aspecto amarillento y vetusto.