Ana Ros: la chef que inventó la (alta) cocina en Eslovenia

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PAU ARENÓS

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Fue durante el desayuno en el paraíso cuando la cocinera Ana Roš (1972) se refirió al infierno. Sujetaba en brazos al perro Princ y no andaba lejos la gata Berta. En Kobarid, Eslovenia, entre las fronteras de Italia y Austria, rodeados de montañas con picos de acero y de bosques de un verde en el que desaparecer y de un río, el Soča, de un azul más intenso que los ojos de una estrella de Hollywood, cuando Hollywood aún era Hollywood y las estrellas tenían los ojos azules, Ana Roš habló de osos y de lobos, de venados y de linces, pero el abismo era otro.

Algunas veces, había dicho el colombiano Leonardo Fonseca, jefe de cocina de Hiša Franko, escuchaban a los plantígrados. En la mesa, un salami de oso, que al estar mezclado con cerdo imposibilitaba saber cuál era el auténtico sabor del animal salvaje. Ana dirigía un equipo multinacional en un restaurante singular. Por la ubicación, por la historia y por la personalidad de la propietaria.

La chef había hecho prosperar la alta cocina en un país sin raíces en la materia de lo finolis, en un Estado que ni siquiera existía antes de 1991. ¿Era posible que un solo restaurante hubiera situado aquel territorio de garras y hayas en el mapamundi que manejaban los gurmets internacionales? El documental de 'Chef’s Table' en el 2016 (Netflix) y el reconocimiento como mejor cocinera del mundo en el 2017 (The World’s Best Restaurants) eran más que chinchetas en el atlas: habían atraído a los viajeros de la saciedad como la miel engolosinaba a los osos pardos.

Enamoramiento del edén

Precisamente, Leonardo, Leo, había descubierto este lugar gracias a 'Chef’s Table'. El verde del paisaje se le clavó en las pupilas, antes de pinchar el corazón: "No sabía ni donde estaba". Después de trabajar en Copenhague, Leo huía de la ciudad y se imaginaba fundido con las cordilleras. Y ese era el peligro del que hablaba Ana, "el periodo romántico", el enamoramiento del edén, el imaginarse en caminatas por la floresta y en la escalada y en el 'rafting' y en el esquí y en los pulmones estallando en oxígeno. "Pero esto es cerrado, entre montañas, muchas veces en sombra, en la oscuridad. A veces, el clima es muy duro. Y cambiante", alertaba la chef.

Por eso destinaban un tiempo a aclimatar a los nuevos antes de contratarlos: "Queremos estar seguros de que quieren vivir aquí". El invierno podía ser una losa. Kobarid solo tenía mil habitantes. El cine más cercano estaba a 52 kilómetros, en Italia.

Y sin embargo, los platos de Ana, los platos de la cena, horas antes de este desayuno con embutido de oso y queso tolminc, hablaban de la luz, la de otoñoaún de jalea real, pero intuyendo el hielo: la patata para untar con queso y chocolate ahumado (basado en el sustento de los pastores), el buñuelo con sesos de cordero (inspirados en el pan chino del restaurante barcelonés Disfrutar), la tartaleta de centeno con queso y rebozuelos, el higo con café, yogur y fuagrás; la trucha con maíz, suero de leche y flores salvajes; la calabaza con erizo, la berenjena con verdolaga o el corzo con rábano picante.

Leo admiraba de su jefa el "don para la combinación de sabores". En el río Soča había una potente oferta de deportes de aventura y ese riesgo también estaba presente en la conjugación de ingredientes. Proximidad, defendía Ana, entorno, defendía Ana, y enviaba a un joven llamado Mija, que también era entrenador infantil de baloncesto, a buscar setas y hierbas salvajes.

Fuimos después con Mija a pasear por la fronda e identificó el plantago, que habíamos comido en la cena con flor de saúco. Entre otros hallazgos, la hierba de ajo fue una sorpresa punzante. "Ana dice: ‘Quiero cinco kilos de trompetas de la muerte’, y yo le respondo: ‘Cada día da lo que da’", filosofaba Mija antes de mostrar cascadas y cabañas secretas.

Con el menú, Ana contaba su vida y la de sus vecinos: los veranos infantiles en Istria, los trabajos en las praderas alpinas con las vacas (los lácteos eran recurrentes; la ricotta fue, durante años, sustento principal de la comunidad), la pesca de la trucha en el Soča (aún consumían la arcoíris, introducida de forma ilegal y que casi había extinguido la autóctona, la marmorata, en proceso de recuperación) y la caza mayor, que abundaba en aquellas pendientes impenetrables, y sus carnes duras e intensas, musculadas.

Ana corría por los mismos espacios indómitos para recordar a su cuerpo que había sido una deportista de élite, miembro del equipo nacional de esquí de Yugoslavia hasta los 18 años: "Este es un valle pequeño con oportunidades de vida muy pequeñas. Iba a la escuela hasta las 10 de la mañana y después entrenaba".

El cambio climático había acobardado a la nieve. Entonces, la estación de esquí estaba cerca de Kobarid, donde hoy se alza la casa de los padres –Bojan, que fue médico, y Katja, que fue periodista– y cuatro viviendas llamadas Nebesa que administran como complejo hotelero. Ana dejó el eslalon porque temió que se fundieran las ilusiones: "Recibíamos todo el material que necesitábamos, pero si ganábamos algo, el dinero no era para nosotros".

El plátano de la libertad

Los rigores comunistas eran menos en zona fronteriza. La vecindad unía más que la patria. La cocinera recordaba sin ira los tiempos del mariscal Tito y de la República Federal Socialista de Yugoslavia, tal vez por la ilusión –o el ilusionismo– de la niñez. "No había plátanos, por ejemplo, pero pasábamos a Italia sin problemas". El plátano como emblema de la libertad. Después se dedicó con intensidad al baile clásico, pero una lesión la dejó en el suelo. Fue el momento de ir a la universidad y de estudiar relaciones internacionales dada su facilidad para los idiomas y el interés por la geografía y la historia.

Con un contrato y a punto de irse a Bélgica, el amor la hizo –de una forma impredecible– cocinera autodidacta. Conoció a Valter Kramar, el padre de sus hijos, Svit y Eva Klara, y el restaurante Hiša Franko.

Exdeportista, exbailarina y diplomática en formación, entró de golpe en la cocina hace casi 20 años cuando los padres de Valter les cedieron el local. Los de Ana se tomaron esa decisión como un fracaso y dejaron de hablarle. Recordaba poco de aquel tiempo confuso en el que aprendió un oficio, aplastada por un trabajo que le impedía respirar: "Durante un tiempo solo fui madre y cocinera. A veces, los niños dormían en la cocina".

Ahora, los niños eran mayores y Eva Klara, además de estudiar, cumplía algún servicio como camarera. La residencia de la familia seguía siendo Hiša Franko, un edificio pintado de rosa.

En la parte de atrás, donde verdeaba el huerto antes de languidecer por el invierno, Franko Kramar, padre de Valter, troceaba la broza con una motosierra. Franko dio nombre al negocio y a un rosbif fechado en 1973 que hizo famoso al comedor de carretera.

Aún vendían el rosbif en una taberna, Hiša Polonka, junto a contundencias que ayudaban a atenuar el frío, como la 'frika', un pastel con patata y queso. Queso, mucho queso en esta zona hecha de alturas blancas. Valter había sido un adelantado porque lo maduraba en una bodega en Hiša Franko, algo infrecuente en el territorio, donde se consumía fresco. Y junto al desafío lácteo, otra cava, la de los vinos, en un 90%, eslovenos.    

La casa rosa que luego fue Hiša Franko la construyó la familia Stagar en 1868 y hubo vacas y caballos y heridos (fue hospital) y muertos (fue morgue) en la primera guerra mundial y tal vez, solo tal vez, la habitó Hemingway. En 'Adiós a las armas', el escritor describe Kobarid y la masacre de los ejércitos enfrentados, el italiano y el austrohúngaro.

"Hemingway estuvo en el valle, seguro. Fue herido aquí y este sitio era un hospital. Hace tres meses volví a leer el libro", describía con firmeza la chef. Entre 1915 y 1917, en las batallas del Isonzo (el nombre italiano para el Soča), murieron unos 500.000 hombres y la sierra verde se empapó de rojo. Al contemplar las cumbres desde la casa de Bojan, el padre de la cocinera, era inevitable pensar que la belleza se había alimentado de cadáveres.

Al preguntar a Ana sobre si se sentía, al fin, embajadora, quiso saber si se trataba de una cuestión "engañosa". Había dos realidades, separó: cómo la veían dentro del país y cómo fuera. ¿En el exterior? "Probablemente me ven como embajadora de la cocina y del turismo. En el mundo, la gente relaciona a Eslovenia con Bled [un pueblo con un lago], Ana Roš, Melania Trump, el grupo de rock Laibach, el filósofo Slavoj Žižek o con un país verde".

Para explicar cómo la percibían dentro, recurrió a una historia "graciosa", término usado de una forma irónica.

"Hace unos años, el presidente de Eslovenia [Borut Pahor]  se encontraba en los alrededores y llamó para una mesa". Estaban completos, le dijeron que "no" y telefoneó de nuevo. Improvisaron una mesa junto a la chimenea. El presidente pidió "pasta con tomate", plato que no preparaban. Ana se negó. El presidente insistió en su capricho y fue satisfecho. Le gustó tanto que quiso ver a Ana. La cocinera se opuso por tercera vez. Valter le rogó que saliera y ella lo hizo. "El presidente me dijo: ‘Ana: es la mejor pasta con tomate que he comido’".

Poco después, Pahor le entregó la Manzana de la Inspiración, que premia a las personas ejemplares.

Ana enseñó el trofeo. La manzana estaba apagada. Necesitaba de un pulidor de metales para dar brillo a la decepción. 

Cenas en Madrid

Para acercar las montañas eslovenas y el azul hipnótico del río Soča, Ana Roš y su equipo cocinarán durante tres semanas en el NH Collection Madrid Eurobuilding, del 19 de noviembre al 7 de diciembre.