Llegué a Woodstock 25 años tarde

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zentauroepp49119081 fans sitting on top of a painted bus at the woodstock music 190719114543 / GETTY IMAGES

Ramón de España

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Yo estuve en el festival de Woodstock, amigos, pero llegué 25 años tarde, en 1994, cuando se celebró un 'remake' más o menos digno del acontecimiento musical que puso fin a los años 60 a mediados de agosto del 69 en la población de Saugerties, situada a unos 160 kilómetros de la ciudad de Nueva York. De hecho, el festival original tampoco se celebró en Woodstock, donde por aquellos tiempos vivía Bob Dylan, que estaba hasta las narices de los fans que se le presentaban en casa a darle la chapa como si fuese un precedente de Carles Puigdemont.

Dylan no participó en la primera edición de Woodstock –celebrada en una granja de Bethel, también en el Upstate New York, propiedad de un tal Max Yasgur– por culpa de las visitas indeseadas, pero sí en la del 94. De hecho, la suya era una de las pocas actuaciones que me interesaban. El diario para el que entonces escribía tuvo el detalle de enviarme al festival de marras y, tras recoger en Manhattan al corresponsal, Juan Cavestany (que luego se pasaría al cine), alquilamos un coche y nos dirigimos, poniendo cara de responsabilidad histórica, hacia Saugerties.

Nación Woodstock

Como ninguno de los dos se veía con ánimos para plantar la tienda de campaña en la campa elegida para la ocasión, optamos por un motel cercano, lo cual nos permitió llegar cada mañana a la zona de combate frescos como lechugas y chorreando colonia. La primera impresión que tuve de Woodstock 94 fue que aquello era, inevitablemente, un remake tal vez innecesario del original de 1969. Recuerdo a un chico y a una chica, más feos que Picio ambos, deambulando desnudos porque habían visto que eso se estilaba mucho en 1969, pero sin que nadie les prestase la más mínima atención.

El público era mayoritariamente juvenil, pero quedaban algunos carcamales que habían sobrevivido al festival original y que habían plantado sus tiendas en los mejores sitios del terreno: también en el rock la veteranía es un grado. Cuando la cosa se puso fea–llovió dos días seguidos y muchos miembros del colectivo juvenil se dieron a la fuga, por el tiempo o porque no había manera de que le sirvieran a uno un latte como los de Starbucks–, los más provectos aguantaron como lo que eran, miembros de la orgullosa Nación de Woodstock. Empapados y cubiertos de barro, daba pena verlos, pero resistieron las inclemencias climáticas como auténticos héroes mientras unos chavales de la edad de sus hijos se quejaban de todo y salían pitando de allí para ver si aún podían pillar unos días de paz y tranquilidad en la mansión de papá en los Hamptons.

Lluvia, barro y mierda

Pese a lo del motel, Juan Cavestany y yo también acabamos hechos un asco, pues la lluvia y el barro no respetaban a nadie. Algunos optimistas, fieles al espíritu del 69, organizaban deslizamientos por el lodo, como esos niños que se divierten enguarrándose y sacando de quicio a sus pobres padres. De día hacía un calor infernal. De noche, te pelabas de frío. Ya les está entrando envidia, ¿verdad? Pero la cosa aún podía empeorar y lo hizo: el segundo o tercer día, ahora no lo recuerdo con exactitud, los retretes móviles instalados en la campa explotaron prácticamente al unísono. Si no todos, sí un número significativo de ellos. Ahora, además de lluvia y barro, teníamos mierda a granel. Y en ese ambiente caótico, el amigo Cavestany y un servidor íbamos enviando nuestras crónicas a Madrid de manera un tanto rupestre. Yo las acabé dictando por teléfono porque la zona con wifi estaba siempre abarrotada de gringos. 

Cuando llegabas de noche al motel, lo hacías ciscándote en la Nación de Woodstock y en el imbécil que había escogido aquel terreno para montar la charlotada pop. Tras la ducha, recuperabas un poco el buen humor y llegaba la hora de cenar algo y pimplarse, cosas que llevábamos a cabo en diversas tabernas para gañanes de esas que si no ponías en el jukebox algo de country & western tenías muchas papeletas para el sorteo de un linchamiento: una de las cosas más sorprendentes de Nueva York es lo rápido que empieza la burricie humana en cuanto sales de la ciudad y te internas por ese Upstate New York del que antes les hablaba. La diferencia entre el neoyorquino medio y el garrulo que vive a 100 kilómetros es mucho más notable que la que pueda haber entre un barcelonés y uno de Figueres. Allí, es abandonar la urbe y entrar en el territorio moral de la película Deliverance. O, por lo menos, así era en aquel ya lejano verano de 1994.

Tres muertos

En cualquier caso, se logró el objetivo de llegar a Woodstock con un cuarto de siglo de retraso, que era lo previsto. Que yo sepa, no la diñó nadie, cosa que no puede decirse del festival original, en el que hubo tres muertos: a uno le reventó el apéndice, a otro se lo cargó una sobredosis de heroína y el tercero debía ir tan colocado que se echó a dormir debajo de un vehículo de limpieza que lo atropelló al ponerse en marcha. De todos modos, tres bajas entre un total de 400.000 asistentes de pago y otros 100.000 que entraron por la patilla, ya que la seguridad dejaba mucho que desear, tampoco es para poner el grito en el cielo.

Yo tenía 13 años en 1969 y veraneaba en Canet de Mar, donde vimos por la tele la llegada del hombre a la luna, imágenes de Woodstock comentadas con un sarcasmo despreciable por los locutores del régimen franquista y alguna que otra referencia a los asesinatos de Sharon Tate y el matrimonio Labianca a manos de unos esbirros de Charles Manson: creo recordar que mi padre dijo que lo de los 'hippies' no podía acabar de otra manera (a mi padre le daban mucho asco los 'hippies' y los peludos en general; su descripción de un grupo de rock era «cuatro rascatripas que hacen como que tocan un instrumento y un marica que canta»).

De la luna a Manson

En el verano de 1969, Estados Unidos dio lo mejor y lo peor de sí mismo: se llegaba a la luna, se celebraban tres días de paz, amor y música y un tarado como Manson se cepillaba el sueño 'hippy', tontorrón pero bienintencionado, asesinando por error a la mujer de Roman Polanski y a algunos de sus amigos (en esa casa había vivido el productor musical Terry Melcher, hijo de Doris Day, quien se había negado a producirle un disco a Don Helter Skelter y habría acabado muerto de no haber cambiado de domicilio unos meses antes).

Woodstock ha tenido más 'remakes' que el del 94, pero mucho menos lucidos: en 1979 adoptó el aspecto de un concierto en el Madison Square Garden; en 1989 se volvió al lugar original; en 1999, la juerga se trasladó a Rome, Nueva York; en el 2009, no me pregunten por qué, la cosa se celebró en Kostrzyn, Polonia; y en el 2019 se suponía que Michael Lang, uno de los padres del invento, iba a montar el evento del cincuentenario en Walking Glen, Nueva York, pero la cosa está siendo tan caótica que aún no se sabe si a mediados de este mes de agosto habrá o no habrá Woodstock 50. 

Nostalgia y negocio

A falta de un organizador potente como Live Aid, que pasó de Lang como de la peste, hay problemas de falta de efectivo, los grupos previstos han exigido cobrar su tarifa por adelantado, el de la granja de Walking Glen se ha echado para atrás y hasta el Departamento de Sanidad de la zona le ha retirado la licencia al sufrido organizador.

Por mí, se lo pueden ahorrar, la verdad. Todos los festivales de conmemoración se han basado en la nostalgia y en el deseo de ganar dinero, así que con el Woodstock de 1969 –solo unos pocos artistas repitieron en el del 94: The Band, Santana, Country Joe McDonald, John Sebastian, Crosby, Stills & Nash y alguno más– vamos todos que chutamos. Por cierto, ahora me entero de que uno de mis grupos favoritos de todos los tiempos, The Incredible String Band, actuó en la edición original del festival. Concretamente, el sábado 16 de agosto de 1969 entre las seis y media y las siete y cuarto de la tarde. Pero el grupo se disolvió hace años y Jimi Hendrix está más muerto que carracuca: el pobre Michael Lang empieza a parecer una de esas personas que un día tuvieron una buena idea y creyeron que les iba a dar de comer toda la vida.