La clase turista: viajar no es lo que creen

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Núria Navarro

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Hacer turismo es una compulsión poco estudiada que consiste en el deseo imperioso de escabullirse de la propia vida, convencidos de que en 'otra parte' recobraremos el estado adánico perdido. Rizando una idea de Baudelaire, se podría comparar con aquellos enfermos de hospital poseídos por el anhelo de cambiar de cama: esté querría sufrir delante de la estufa y el otro cree que sanará junto a la ventana. 

Y el capitalismo avanzado, que nunca duerme, ha encontrado en ese apremio 'la' mina–1,4 billones de euros al año de facturación global–, con el orgásmico valor añadido de que la demanda crece a una velocidad metanfetamínica (en 1950 circulaban unos 25 millones de viajeros al año y en el 2018, 1.400 millones, la séptima parte de la humanidad).

"La séptima parte de la humanidad hace turismo, alimentando un negocio que mueve 1,4 billones de euros al año

No entraremos –y no por falta de ganas– en el impacto de las 5.500 millones de toneladas métricas de CO² que excreta la actividad turística, la modificación del paisaje, el escaso retorno a los autóctonos –ejemplo: Lloret y Salou figuran entre los 10 municipios con la renta más baja de Catalunya–, la gentrificación o las condiciones precarias de los empleados del sector. Solo echaremos un vistazo al código fuente de la clase turista, a la que pertenece(mos) el 20% de la población mundial.

Otra clase de tortura

Para entender cómo hemos llegado al frenesí viajero no está demás poner un instante el retrovisor. El término 'travel' (viaje), que se remonta a 1375, deriva del verbo 'travailler' (trabajar), que a su vez viene del latín 'tripalium' (un feo instrumento de tortura). Venía a definir los tormentos propios del peregrinaje, aunque siete siglos después, si pensamos en el riesgo de trombosis de permanecer ocho horas encajado en un vuelo 'low cost' o en las lipotimias derivadas del intento de sacar un selfi en la Fontana de Trevi, parece recobrar su sentido original.

Como sea, la dimensión de placer no apareció hasta el siglo XIX, cuando los cachorros de la aristocracia británica se enrolaban en el 'Gran Tour', un paseo 'educativo', mayormente por Venecia y Roma, que incluía arte y burdeles y del que volvían más cosmopolitas y respirando gases de mercurio para aplacar la sífilis. "El 'Grand Tour' cimentó la idea de que el mero hecho de desplazarse a países extranjeros contribuye a la formación del carácter", sitúa el escritor de viajes Lawrence Osborne en el origen del estímulo turístico.

Luego, el avispado Thomas Cook –con el respaldo de la armada imperial británica– amplió el target organizando cruceros por el Nilo a precios menos prohibitivos; las luchas obreras del siglo XX conquistaron el derecho a las vacaciones pagadas y el paso de la sociedad industrial a la de servicios disparó el cultivo de recursos simbólicos.

Muévete sin cesar

Pero la globalización ha dejado atrás esa pantalla. La hipermodernidad es –apunten el neologismo, que viene al galope– dromomaníaca; es decir, desesperada por trasladarse de un lugar a otro. Gestores, jefes de personal y hasta terapeutas nos animan a movernos sin cesar. "La movilidad se ha vuelto un modelo de conducta que coloniza masivamente el imaginario social", observa el sociólogo Rodolph Christin en 'Mundo en venta. Crítica de la sinrazón turística' (Ediciones El Salmón).

"La movilidad se ha vuelto un modelo de conducta que coloniza masivamente el imaginario social", observa el sociólogo Rodolph Christin

"No es ya la libertad de ir y venir –prosigue Christin–, más bien es una orden dictada por el funcionamiento del sistema que los poco lúcidos considerarán como un aumento de la iniciativa individual". Menos faltón y más a pie de obra, Gaspar Maza, profesor del departamento de Antropología de la Universitat Rovira i Virgili, constata que "todo el mundo tiene la sensación de que si no se mueve, se pierde algo".

Pero el turista, que en sus primeros pasos fue un experimentador, un 'flâneur', se ha convertido en un 'consumidor geográfico'. Y no está dispuesto a enfrentarse a la adversidad. "Quiere una experiencia transformadora del tipo que sea, pero la quiere mercantilizada", considera Osborne.

Así que los lugares son tasados por su valor de cambio y confeccionados para ser objeto de consumo. Deben garantizar unos circuitos seguros, con cuatro elementos patrimoniales claros y abrevaderos reconocibles. El flujo de personas, como el de mercancías, no puede encontrar diques.

Matrix

Total, que "los turistas no acceden a la narrativa real de las ciudades, se les propone una especie de Matrix, que es lo que mejor funciona si solo se dispone de un día y medio para una visita", explica Francesc Muñoz, profesor de Geografía Urbana de la UAB. "La ciudad se simplifica, y el visitante se queda con la imagen artificial que se le coloca delante. Es lo que llamo 'urbanalización'", describe. 

En ese sentido, el antropólogo Gaspar Maza, vecino de la Barceloneta, confiesa que, acodado en su balcón, no puede evitar mirar la riada y preguntarse cómo demonios el sistema les convence de que esa playa es ideal para hacer surf, cuando hay una olita cada no sé cuánto. "Tienen todos la misma fotografía en la cabeza y buscan la misma experiencia, para luego subir las fotos y asegurar que se lo están pasando cojonudamente", subraya. "El problema –se suma Osborne– es que el mundo entero es una instalación turística y un desagradable sabor a simulacro se eterniza en la boca".

Parte del pastel

Venecia, la misma ciudad en la que los aristócratas británicos del XIX se hacían hombrecitos, es el ejemplo más sangrante de la turistificación en Europa. 66.000 visitantes al día –600 por cada autóctono– circulan encantados de que el municipio proyecte focos sobre los mosaicos de la basílica de San Marcos para obtener fotos molonas. Los venecianos hace tiempo que han dimitido de la ciudad (desde 1950 hasta hoy han huido 100.000 habitantes). "Han ingresado en el sistema –explica Muñoz–. Alquilan sus casas a los turistas y viven la mar de bien en las afueras. Son parte del pastel".

Capacidad de carga

Venecia muestra, alerta el geógrafo urbano, lo que puede caerle encima a Barcelona, que ya aguanta su cruz. Tras analizar el impacto de los 15 cruceros que más frecuentan el puerto, Muñoz explica que solo el 'Costa Fascinosa', que atraca 53 veces al año, suelta a 3.500 pasajeros durante cuatro horas y media. "No pueden ir mucho más allá de Ciutat Vella", donde compiten por el metro cuadrado con el resto de turistas, los abonados a las ferias y congresos y los 9.000 estudiantes extranjeros que 18 centros académicos traen cada cuatrimestre. Eso pone a prueba la capacidad de carga del territorio e irrita (con razón) a los vecinos que sufren el trasiego.

Todos somos turistas

La paradoja es que muchos de los que se indignan, planean una visita a las mujeres jirafa de Tailandia, a la comunidad mapuche de Patagonia o a la zona de exclusión de Chernóbil. De algún modo, somos lo que condenamos. "En lugar de aprovechar la posición de sumisión en que nos deja el turismo para atacar al sistema que lo genera –acusa el colectivo Antipersona desde el libro 'Jodidos turistas'–, preferimos convertirnos en ellos; ser colonos antes que acabar con el colonialismo".

"Preferimos convertirnos en colonos antes que acabar con el colonialismo", objeta el colectivo Antipersona

Al margen de esa verdad aguafiestas, lo objetivo es que en la era global ha variado (definitivamente) la concepción del espacio público. "Tendremos que entender las dinámicas de cambio –achucha Maza–, porque no podemos querer un móvil y detestar a un turista". Ambos vienen en el 'pack de la hipermodernidad'.

Para ejemplificar la naturaleza de la irritación de los autóctonos en estos tiempos, Maza acude a la parábola de Enzensberger del compartimento de un tren. A saber, dos pasajeros se instalan en él, acaparando mesitas y portaequipajes, y la llegada de dos pasajeros en la siguiente parada les provoca una virulenta reacción de rechazo.

Nostalgia vecinal

En este sentido, opina el antropólogo, es un error seguir percibiendo las ciudades por distritos –"los barrios explicaban las urbes en el siglo XX, pero no en el XXI, cuando los barrios están en Facebook y en Twitter"–; considera que los brotes de turismofobia "tiene un nexo de unión con el rechazo al hortera o al quillo", y anima, si acaso, a reapropiarse de los espacios ocupados por los visitantes. "¿Quién de nosotros se baña en la Barceloneta y come en el Port Olímpic? ¡Nadie!".

Menos provocador, aunque alineado con la idea de que no es tiempo de nostalgia vecinal, Muñoz propone medidas como etiquetar pedazos de ciudad como 'zonas patrimoniales integradas al paisaje urbano' –como ha hecho Londres con Notting Hill–, de modo que cualquier transacción comercial deba respetar su personalidad, y "crear un nuevo contrato social del turismo que haga que las plusvalías colectivas de las que se apropia el lobi turístico tengan un retorno".

En estas horas en que muchos hacen maletas y se disponen a escabullirse de la vida ordinaria, a menudo insoportable, o de oír sus traqueteos por la acera, no está demás darle una vuelta al asunto.