Beauvoir y Sartre: una relación conflictiva y 'fuera pistas'

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Cuando Beauvoir conoció a Sartre, ella tenía 21 años, él 24, y se presentaban al examen final de Filosofía. Él quedó primero. Ella, segunda. Y aunque el tribunal determinó que la «verdadera» filósofa era ella, la pensadora siempre se sintió en un lugar subsidiario ante aquel tipo bajito, egolátrico y miope al que veneró seguramente por encima de sus merecimientos y con el que mantuvo durante más de cinco décadas una relación intelectual y 'fuera pistas': se hablaban de usted, nunca vivieron juntos, por supuesto ni se casaron ni tuvieron hijos, y ensayaron una trama afectiva abierta en la que llegaron a compartir amantes y confidencias, muchas de ellas crueles hasta la miseria.

Como pareja, se corregían los textos, se prestaban ideas, exprimieron el Montparnasse de la contracultura – el filósofo se inyectó mescalina en 1935 y durante un par de años creía que le perseguía una langosta por la calle–, y se interesaron por las revoluciones marxistas, la guerra de la independencia de Argelia y el Mayo francés. Sin duda, la unión habría pasado a la historia como el compromiso honesto de dos intelectuales que discernían entre «amores contingentes» y verdaderos, si no hubiera sido por la publicación póstuma de sus cartas y diarios íntimos, que han ido emergiendo como «espuma sucia», escribía Rosa Montero, y revelan que, en realidad, la transparencia y el respeto se los reservaron para ellos. De una amante decían que tenía el cerebro de un mosquito. De otra, que olía hasta la náusea. La joven Olga Kosakiewicz, intoxicada por los dos años que duró el triángulo, acabó apagándose cigarrillos en las manos. 

Acabaron sus vidas alejados el uno del otro, junto a mujeres 30 años más jóvenes, a las que adoptaron legalmente. No se sabe bien por qué la hija adoptiva de Beauvoir, Sylvie, convirtió la vida de la pensadora en un impúdico cotilleo al editar íntegramente sus cartas personales. Sí, en cambio, se conocen sus consecuencias. «Ahora su imagen es más compleja y humana –escribe Montero–. Y al final, entre tanta gloria y miseria, lo que queda es la magnífica proeza de haber sido una mujer libre y responsable de su destino».