De la bohemia al punk: la contracultura y el consumo 'de calle'

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De la bohemia francesa al punk y de la generación 'beat' al cine quinqui, las clases medias siempre han tenido una relación problemática con el margen que ha basculado entre la fascinación y la apropiación. Con motivo del ciclón del trap, repasamos algunos de estos 'tangos'. 

La bohemia francesa y el pueblo gitano

En nombre del arte y de la impugnación al orden burgués, los primeros bohemios empezaron a dejarse las ropas rahídas y a refugiarse en tabernas, cabarets y buhardillas en el París de la primera mitad del siglo XIX. El tutorial para la nueva vida itinerante, libre y a menudo miserable, la encontraron en los gitanos, a los que en Francia llamaban precisamente bohemios porque un grueso de ellos procedían de esa región de la actual República Checa. Sobra decir que esa fascinación que sentían artistas e intelectuales del ‘underground’ decimonónico fue meramente simbólico. «No tenían contacto alguno con ellos y los admiraban desde la distancia», apunta el antropólogo y ensayista Iñaki Domínguez, autor del libro ‘Sociología del moderneo’. El enorme éxito de la obra de teatro ‘Escenas de la vida bohemia’, de Henry Murger, y más tarde la ópera ‘La bohème’, de Puccini, pusieron un gran amplificador a la vida de aquella escena en la que los papeles estaban claros: los hombres eran los genios, a menudo atormentados, que anteponían la libertad creativa al fracaso ante el público, y las mujeres –muchas de ellas gitanas y prostitutas (como las de Toulouse Lautrec)– eran musas y pasaporte al misterio y el malditismo.

La generación beat: jazz, carretera y drogas

Había una vez unos muchachos que, después de la segunda guerra mundial, se apearon del sueño americano –y con él, del traje de oficinista, la familia y la casa adosada– y se pusieron a merodear por las barriadas negras para empaparse, decían, de su personalidad y de su cultura. En aquellos momentos, la segregación racial en las ciudades del norte de EEUU era muy acentuada –en Harlem,  sede del mítico club Minton’s, residían el 70% de los afroamericanos de Nueva York–. Sin embargo, el asunto racial apenas era un eco más en el paisaje vital de los chicos malos de la generación ‘beat’, quienes dedicaron más esfuerzos (o al menos tiempo) a fumar hierba, a destilar codeína si no había otra cosa a mano, a escuchar jazz y a documentar los viajes físicos y psicotrópicos, como fue el caso de Jack Kerouac y William Burroughs. Décadas más tarde, la recuperación de la escritora Lucia Berlin ha servido para dar voz al margen del margen de aquellos años: las mujeres ‘beatniks’, cuyo destino a menudo osciló entre el olvido y los electrochoques del frenopático. «En los 50 si eras hombre podrías ser un rebelde, pero si eras mujer tu familia te encerraba», aseguró en 1994 el poeta Gregory Corso.

Hippies y punks, contracultura en la sociedad de masas

Podría decirse que la contracultura se estrenó en la sociedad de masas en los años 60 con la edad hippy, una impugnación al statu quo que ‘concilió’ festivales, música y aventuras psicotrópicas con el pacifismo, el feminismo, el ecologismo, el antiautoritarismo, los derechos civiles y una revolución sexual que, según las mujeres que participaron, nunca acabó de ser suya.

Una década más tarde, aquel movimiento infeccioso y global no solo era historia, sino que ya era motivo de mofa entre la chavalada londinense que alternaba en la tienda que una exmaestra llamada Vivienne Westwood y su novio Malcolm McLaren (foto) tenían en el número 430 de King’s Road, en el barrio de Chelsea. Cuenta la leyenda que la primera vez que por allí se asomó John Lydon –antes de que McLaren le convenciera para montar los Sex Pistols– llevaba una camiseta de los Pink Floyd en la que había escrito «odio». El resto ya es historia: la banda, hermanada con la escena garajera de Nueva York, hizo correr el punk como la influenza entre polémicas y provocaciones diseñadas por McLaren, quizá el primer especialista en ‘branding’ contracultural. La dualidad entre el márketing y la política siempre acompañó al movimiento. Mientras The Clash ponían la banda sonora al antithatcherismo, Westwood desfilaba en París. 

La generación perdida del cine quinqui

Documentales ('Navajeros, censores y nuevos realizadores’), películas ('Quinqui star’), libros ('Lejos de aquí’) y guiños constantes de la nueva aristocracia urbana que representan de Rosalía a C Tangana andan excavando (cada uno a su manera) el legado del cine quinqui, el subgénero que, desde finales de los años 70 hasta mediados de los 80, llevó a las pantallas historias de amor, honor y delincuencia situadas en la marginalidad del extrarradio español.

Hasta hace bien poco, un velo de desinterés había cubierto la historia negra que arrojan los títulos de crédito de estas películas, convertidas en el retrato literal de una generación perdida. De José Antonio Valdelomar a Lali Espinet  y de José Luis Manzano a Ángel Fernández Franco (foto), gran parte de sus estrellas –actores no profesionales reclutados por la calle– acabaron muertos, la mayoría a causa de las drogas y de enfermedades derivadas de ellas, antes de cumplir los 35, después de años desastrados, intentos de rehabilitación y pequeña delincuencia. «Fueron explotados por el sistema industrial y desechados cuando dejaron de ser útiles», denunciaba Eduardo Fuembuena, autor de ‘Lejos de aquí’, en la revista ‘Icon’.