UN CONFLICTO ENQUISTADO

Hatay: la frontera entre la guerra y la pobreza

En el sur de Turquía, a pocos kilómetros de distancia de sus casas, malviven desde hace años cientos de miles de refugiados sirios

zentauroepp47795034 mas periodico siria foto  adria rocha190430124424

zentauroepp47795034 mas periodico siria foto adria rocha190430124424 / periodico

Adrià Rocha Cutiller

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hace años que la vida de Ahmet es un esperar eterno. Como muchos, se levanta, siempre, antes de que salga el sol. Pero Ahmet, como pocos, no va ni a su oficina, ni a su tienda, ni su fábrica, ni a su escuela. Va, siempre, cada día todos los días desde hace seis años, a un puente bajo la autopista. Y allí espera.

A veces tiene suerte: algunos días algún coche para a su lado y le recoge sin que hayan pasado muchas horas. Ese día podrá comer. Otros, sin embargo, las cosas no le salen tan bien: la competencia, allí, bajo la carretera, es feroz, y las manos disponibles son tantas que muchas veces debe volver a casa por la tarde sin haber conseguido nada más que una jornada de trabajo varado bajo el puente. Su dieta, ese día, será de pan y agua.

Hay algunas veces –demasiado pocas–, en las que Ahmet tiene suerte de verdad: en los días en los que le ofrecen trabajo de granjero, lo que él era antes de que todo pasase. Pero ocurre muy raramente, dice, y lo que sobre todo consigue son trabajos de albañilería, construcción, transportes y mudanzas. Y que, por supuesto, le pagan tan mal.

Ahmet es uno de millones. Concretamente, uno de 3,6 millones: la cifra de refugiados sirios que, en la actualidad, viven en Turquía, el país del mundo que más número acoge. Él escapó de la guerra en el 2013; su mujer y sus cinco hijos –el dinero necesario para cruzar la frontera no alcanzó para todos– quedaron atrás. Ahora espera poder rescatarlos y reunirse con ellos; pero la frontera, desde el 2016, está cerrada y amurallada por completo: cruzarla es posible, pero la ruta para hacerlo es cada vez más larga, cara y, cómo no, peligrosa.

En la frontera

«Turquía lleva siendo un eje para las corrientes migratorias desde los años 90, básicamente por los múltiples conflictos constantes en la región —explica Didem Danis, académica de la universidad de Galatasaray—. Además, Turquía también atrae por su modelo social de un cierto bienestar; sobre todo si se la compara con los demás países de la zona, de los que la gente escapa».

Los refugiados sirios no están repartidos por toda Turquía de forma homogénea. Al llegar y cruzar al otro lado de la frontera, algo más de la mitad, por proximidad o facilidad, se quedó en las regiones más cercanas a Siria: Urfa, Gaziantep, Adana, Kilis y Hatay.

«Turquía es un
eje para la
migración desde
los 90, por los
conflictos de la
zona», explica
la experta
Didem Danis

Aquí, en Hatay, estos días de primavera, el cielo está completamente cerrado por unas nubes que se resisten a escampar. Cada tanto, el cielo escupe una llovizna fangosa que lo impregna todo. A esta hora de la mañana los coches pasan por la autopista a la carrera –sus ruedas centrifugando agua y barro hacia todos los puntos cardinales posibles–. Ahmet y los demás migrantes –varias decenas– los miran pasar y esperan de pie a un lado de la calzada. El puente que tienen encima, por suerte, les protege la cabeza y la espalda de la lluvia.

Ahora son las ocho de la mañana y Ahmet lleva aquí tres horas. Aún hay esperanza, dice, porque aún es temprano, pero normalmente, en los días que consigue trabajo, a esta hora ya lo tiene. Ahmet es de los más madrugadores precisamente por este motivo: porque cuanto más tarde sea, más competencia hay bajo el puente.

Mientras habla, una furgoneta gris para a su lado. Muchos –entre ellos, Ahmet– se acercan. El conductor baja la ventanilla y gesticula fuerte: intenta demostrar que tiene prisa pero no paciencia. Los que se han acercado contestan, se miran, se interpelan, se buscan, se señalan. Ahmet, que en un principio parecía activo en la conversación frente la ventanilla del coche, se va retrasando en el grupo. Al final, cuatro chavales sirios entran en el coche y se marchan a trabajar. La masa se deshace.

Cuatro euros por día

«Querían a jóvenes para ir a recoger escombros en una construcción por aquí cerca», explica Ahmet al volver, y se lamenta: ojalá sus padres le hubiesen concebido más tarde. Ahmet tiene 37 años, y viste impoluto como lo hacen pocos aquí: pelo corto echado hacia atrás, cejas, barba y bigote negro como la noche pero bien recortado, camisa interior blanca con cuadros de colores y un chaleco azul oscuro que contiene su barriga, implorando desde dentro que la dejen en libertad.

«Siempre hacen lo mismo: vienen, se paran y regatean el precio por la jornada de trabajo, que normalmente es de 12 horas. Por lo general, pagan entre 25 y 30 liras [cuatro euros] por día, aunque algunas veces me han abandonado de noche en la carretera sin pagarme nada», relata Ahmet, y que le ha pasado muy pocas veces. Poquísimas, dice, pero que pasa.

El reparto de
los refugiados
sirios no es
homogéneo.
Más de la mitad
están asentados
en las regiones
fronterizas

De media, Ahmet consigue trabajo cuatro días a la semana. Eso significa que, si todo va según lo previsto, Ahmet gana 64 euros al mes: 2,13 al día. Con eso debe vivir y, si puede, mandar dinero a su familia. «Mi mayor problema es que no tengo ni permiso de residencia ni permiso de trabajo, y sin eso no puedo conseguir faenas mejores. Tampoco puedo abandonar esta provincia, porque no tengo la documentación y la policía me detendría. Por esto me veo obligado a estar aquí y hacer esto», se queja Ahmet, casi excusándose, mientras señala a un chico que se acerca a escuchar nuestra conversación: lleva unas chancletas que, de tan deshechas, se aguantan unidas de puro milagro. «Son las únicas que tiene y con ellas va a trabajar. El chico solo tiene 15 años. Tendría que ir a la escuela, pero aquí está», dice el campesino sirio.

Economía sumergida

Ahmet y su compañero mal calzado no son los únicos con este problema. De los 3,6 millones de refugiados sirios en Turquía, solo un 1% –32.000–, tiene permiso de trabajo. El 99% restante se ve abocado a la economía sumergida.

El trabajo informal no es solo cuestión de la comunidad siria: en Turquía, el 40% del trabajo se paga en negro –en España, por ejemplo, las estimaciones no oficiales cifran la media en cerca del 9%–.

Los más afectados por este fenómeno son, siempre, los que están más abajo en la pirámide social; y en Turquía, por supuesto, los últimos son los refugiados. «Los sirios no consiguen permisos de trabajo porque alguien debe darles un contrato –explica Deniz Sert, experta en migraciones y profesora de la Universidad de Özyegin–. Y pocos están dispuestos a dárselos. Antes de que los refugiados llegasen a Turquía en masa, los trabajadores no cualificados eran básicamente kurdos. Ahora son sirios».

De vuelta

Y esto crea tensión. Los turcos –la gran mayoría– quieren mandar a los refugiados sirios de vuelta: probablemente este sea el único tema en el que la sociedad turca se pondría de acuerdo. La cuestión fue estrella en las elecciones generales del verano pasado: el principal candidato opositor propuso enviarlos todos a su país y cerrar la puerta con llave al salir. La idea no cuajó, pero tampoco disgustó. «Absolutamente todos los partidos políticos han usado a los sirios para atacarse y criticarse. A nadie le importa la situación de los refugiados. Todos los usan como arma arrojadiza», sostiene la socióloga Didem Danis.

«Mi mayor 
problema es
que no tengo
ni permiso de
residencia, ni
de trabajo»,
se lamenta
Ahmet

En Hatay, además, todo es más complicado. Aquí, casi el 30% de la población de la provincia es refugiada y siria; el paro entre los turcos dobla la media de todo el país y las oportunidades de encontrar un trabajo digno son escasas. «Los sirios tienen un impacto en el mercado laboral turco, por supuesto, pero solo en la parte no cualificada, y mucho menos de lo que la gente cree –dice Mehmet Duruel, sociólogo de la universidad de Hatay–. Según mis investigaciones, siete sirios le quitan el trabajo a un turco. Y esto es porque los sirios cogen trabajos y reciben salarios que los turcos nunca aceptarían».

Ahmet y los demás bajo la autopista dan fe. «Comparto habitación con otros cinco sirios, que también están por aquí. No tenemos ni baño ni cocina: hacemos nuestras necesidades en la mezquita. No podemos pagarnos nada más», explica. Sus compañeros asienten.

El estatus y el idioma

Aunque lleven años viviendo en Turquía, nadie bajo el puente habla una palabra de turco. El idioma –su conocimiento– se ha convertido una marca de distinción social entre sirios. Es una evidencia: solo lo aprenden los que pueden permitírselo.

Hay, sin embargo, algunas excepciones. «Aprender turco me da una libertad infinita porque antes era muy complicado hacer cualquier trámite, ir al hospital o al supermercado», dice Ribet, 21 años, la única de cuatro hermanos y, en realidad, de toda su familia que habla turco, pese a que llegaron a Hatay desde Alepo hace ya más de cinco años. Lo estudia porque, algo que consigue muy poca gente, fue aceptada en un programa de ayuda de refugiados de la Unión Europea.

«Poder hablar el idioma me da muchísima tranquilidad. Pero bueno, aún sigo aprendiendo. Sigo yendo a clase y me queda mucho», comenta Ribet en un turco impecable.

Su profesor, Mehmet, la escucha y niega con la cabeza: «¡No mientas, Ribet! Eres de las mejores alumnas que tengo. Con mucha diferencia. Y hace solo tres meses que empezaste a recibir clases». Ribet contesta que bueno, que no sabe, que se le da bien, pero que tampoco diría que más que a los demás, que le gusta y que se esfuerza mucho, eso sí, muchísimo, porque el aprender turco le ha cambiado la vida a ella y a su familia, pero que no diría que habla mejor que sus compañeros de clase. Mehmet insiste: Ribet es demasiado modesta.

«Antes de que
llegasen los
sirios, los
trabajadores no
cualificados
eran los kurdos»,
informa la
profesora
Deniz Sert

«La verdad es que estamos todos aquí muy contentos –continúa el profesor–. No solo con ella sino con todos los estudiantes, porque, a medida que va pasando el tiempo y van aprendiendo, se les nota más felices. El ambiente en la clase se vuelve más alegre. Consiguen ser más libres: poder enfrentarse a problemas diarios que antes les eran imposibles. Ver y poder participar en este proceso me llena muchísimo».

Pero Ribet y sus colegas no son la norma sino la excepción: la mayoría de los sirios en Turquía –el 50% vive bajo el umbral de la pobreza– no pueden permitirse ir a clase; y los programas de ayuda nunca llegan a todos.

Casas improvisadas

Ya es mediodía y la capa de nubes que cubría el cielo parece darle una oportunidad al sol, que se cuela por donde puede o le permiten. La lluvia ha parado desde hace rato, y, ahora, los niños aprovechan para correr y cansarse y compensar, así, las horas que durante la mañana se han tenido que quedar encerrados en casa. Por las calles del barrio solo hay mujeres y niños: los hombres, entre ellos Ahmet, han ido a buscar trabajo.

El barrio, Sofular, de casas improvisadas por sus inquilinos, colocadas una encima de la otra, es de los más pobres de Hatay y está, casi enteramente, poblado por sirios: aquí no se escucha una palabra de turco. Solo los niños –y, de ellos, únicamente los más pequeños (los que van a la escuela)– lo hablan. La pelota, en Sofular, se pasa en árabe y se recibe en turco. Se vuelve a chutar en turco, pero los golazos por la ventana se marcan siempre en árabe porque este es el idioma en el que las madres se enfadan con sus hijos. Las reglas y los cánones están para seguirlos.

«Los partidos
políticos usan
a los refugiados
como arma
arrojadiza»,
sostiene la
socióloga Didem Danis

En Turquía reina un equilibrio frágil. Hasta la fecha, la convivencia entre sirios y turcos no ha sido dramática. Ha habido disturbios pero, aunque haya una cierta tensión, nunca se han vuelto masivos. Aunque todo puede cambiar: «Me preocupa que, si la situación económica empeora, los casos de violencia entre sirios y turcos se multipliquen —dice la académica Didem Danis—. Y ya está empeorando. Si la situación sigue así, con la economía turca cayendo, me temo que la convivencia entre comunidades se verá muy afectada».

Existe, además, otro gran riesgo: una nueva crisis de refugiados amenaza a Turquía. Y Hatay está en su epicentro: esta provincia hace justo frontera con la región siria de Idleb, la última, en la guerra civil, bajo control de la oposición a Bashar el Asad. El presidente sirio planea, desde hace meses, recuperarla por la fuerza.

De momento, le han frenado, pero Idleb es una bomba de relojería que acabará por explotar tarde o temprano. Y, cuando lo haga, mandará hacia Turquía a muchos de sus tres millones y medio de habitantes –la mitad de los cuales ya son desplazados de guerra–. Hatay, con más de 400.000 sirios y sin infraestructuras para mantenerlos, tendrá que acoger a varios cientos de miles más. Y, entre ellos, la familia de Ahmet: cuando él cruzó la frontera, su mujer e hijos se quedaron atrapados en Idleb. Ahora viven separados por unos escasos 50 kilómetros y un muro, la frontera que levantó Turquía, que les es infranqueable.

Callejón sin salida

Él, mientras, sigue esperando cada mañana bajo el puente de la autopista. Lleva años haciéndolo y parece que le quedan aún unos cuantos más: ganando lo suficiente para apenas subsistir pero no como para poder prosperar. Ahmet está atrapado en callejón sin salida.

«Me preocupa 
que la crisis
empeore la
situación, y
aumente la
violencia entre
comunidades»,
apunta la
académica

«Sé que en Alemania ya es imposible, pero ¿en España aún aceptan refugiados?»,  me pregunta sin muchas esperanzas.

Allí también están las puertas cerradas, le contesto.

Ahmet dice que ah, que qué pena, que pensaba que aún habría posibilidades, pero, se le nota, ya intuía la respuesta antes de formular pregunta. Baja la mirada y piensa, pero no tiene mucho tiempo para lamentarse porque se acerca otro coche. Puede que, con suerte, pueda comer algo hoy.