Moda vegana: ropa sin piel, lana ni sangre

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Núria Marrón

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Alguna costura se está rompiendo en esa industria depredadora que es la moda. De un tiempo a esta parte, una pregunta nada retórica –«¿nos podemos vestir sin despellejar a nadie?», como disparan desde la firma La Bella Solera– empieza a sobrevolar uno de los sectores con más cuentas pendientes con los derechos laborales y el cuidado del planeta y los animales. Y síntoma, quizá, de esta nueva conciencia es la 'fashion week' vegana –esto es, con artículos libres de pieles y materiales derivados de animales como la lana o la seda– que empieza este fin de semana en Los Ángeles, lugar que, por cierto, está a un paso de prohibir el comercio del pelo animal.

La impulsora de la cita, la activista Emmanuelle Rienda, se apunta a ese eslogan cada vez más sonoro que dice que «la no-crueldad es el nuevo lujo» y confía en que esta semana de la moda, con firmas como Enda, Vegan Club y Taylor & Thomas, contribuya a hacer cuña y «abra un debate sobre la explotación animal en la industria de la moda y conciencie sobre los problemas éticos, sociales y medioambientales que supone».

Lo que viene a decir Rienda es que, de la misma manera que en los años 90 surgió el movimiento antimoda que desolló desde el glamur hasta la construcción de la feminidad, ahora una nueva contracorriente se abre paso, solo que con otras balas en el disparadero. ¿En serio –vienen a preguntarse– vamos a seguir hablando de la deconstrucción del dobladillo cuando se estima que solo entre un 1% y un 2% del coste de una prenda llega a quien la ha producido; cuando el sector concentra el 10% de las emisiones de CO2 de todo el planeta, y cuando se calcula que más de 50 millones de animales son sacrificados solo para ser despellejados? Vamos, que para la nueva disidencia, el armario de Kim Kardashian, más que una fantasía aspiracional, es un inmundo y apocalíptico estercolero.  

Zorros electrocutados

En su 'Manifiesto animalista', la filósofa Corine Pelluchon ya se preguntaba el año pasado en qué momento los países desarrollados habíamos decidido desvalijar nuestro entorno de la misma forma depredadora con la que Trump se jactaba de arramblar con el sexo de las mujeres. Y daba algunos detalles vinculados a la industria de la moda que, efectivamente, dejan nuestra compasión por el subsuelo. Ahí los tienen: zorros encerrados en jaulas de 0,6 metros que dan vueltas sobre sí mismos y se arrancan la piel antes de ser abrasados colocándoles un electrodo por el ano y otro por el morro; o conejos de Angora a los que se les depila cada 100 días porque ¿saben? el proceso es más rápido y el pelo, arrancado de raíz, tiene mayor calidad.

Firmas como Calvin Klein, Stella McCartney –vegana 'avant la lettre'– y más recientemente Gucci, Armani,  Ralph Lauren, Tommy Hilfiger y Versace («no quiero matar animales para hacer moda, no me hace sentir bien», dijo Donatella el año pasado) han dejado atrás el pelo animal, por eso de que, donde antes se veía estilo y lujo, cada vez más gente entrevé bestias aullando de dolor. Sin embargo, la cuestión, incluso por el lado animal, está lejos resolverse. «La gente cree que el cuero es un producto residual, pero es un error», enmienda Christian Vagedes, de la Sociedad Vegana Alemana, quien recuerda que una parte sustancial de los sacrificios van destinados al cuero, no a la carne.

Zapatos hechos con fibra de piña

En este sentido, se han redoblado los esfuerzos por encontrar materiales alternativos. Hace ya 15 años, la asturiana afincada en Londres Carmen Hinojosa cambió las curtidoras (y su contaminación de las aguas) por las fibras de las hojas de piña que sobran de las cosechas, con las que se confeccionan de zapatos a componentes para automóvil. McCartney, por ejemplo, también se ha asociado con la fundación Parley of the Oceans para convertir los plásticos del mar en un sucedáneo del cuero, una industria que, según la consultora Grand View Research, alcanzará los 85.000 millones de dólares en el 2025.

Pero, como suelen repetir los impulsores de la llamada moda sostenible –asociados en Barcelona desde el 2013–, no todas las alternativas son respetuosas con el medioambiente. Ahí está, por ejemplo, el poliéster, compuesto por petróleo, un producto no biodegradable que vuelve a la naturaleza y a los mares. «En la moda pasa igual que con la alimentación: puedes ser vegano y atiborrarte a Oreo: no hay rastro animal, pero no es saludable», apunta Álvaro Sánchez, de la firma la Bella Solera, que no entiende el buen trato animal sin derechos laborales y sostenibilidad, aunque la etiqueta 'vegana', per se, no implica necesariamente asumir estos dos últimos preceptos.   

¿Quién paga el precio del 'low cost'?

Y el desafío es gordo, porque en el camino hacia el colapso climático –enlazado con la explotación humana– topamos con un fabuloso acelerador: la industria de la moda rápida y masiva, que conlleva «realidades sociales y medioambientales inimaginables»,  escribe la consultora Elena Salcedo en el libro 'Moda ética para un futuro sostenible' (Gustavo Gili). Los artículos –con precios bajos y reposición constante– tienen plazos de entrega despiadados de 18 días que a menudo implican subcontrataciones, horarios de esclavitud (en el 2016 se denunció que en la India se llegaba a trabajar 80 horas semanales por 100 euros al mes) y condiciones insalubres. Luego está la cantidad de agua empleada (una camiseta de algodón de 250 gramos requiere 2.900 litros), las sustancias tóxicas desprendidas tanto en la producción como en la gestión de residuos (sobre el 25 % de la producción de compuestos químicos se utilizan en la industria del acabado textil), y el CO2 que supone transportar las prendas de las fábricas asiáticas a las tiendas. Y todo para que el 60% de los artículos, como repiten con insidia los estudios, acaben en el vertedero en su primer año de vida.

«Nuestro sector está empezando, pero la buena noticia es que es imparable, porque a peor ya no podemos ir –añade Álvaro Sánchez–. Los seres humanos hemos llegado a un punto de máxima desconexión con nuestro entorno, y el 'boom' del 'low cost' es un reflejo». El problema, subraya, es que una camiseta de 5 euros nos parece un chollo, cuando en realidad es cara y el precio lo están pagando otros: «los trabajadores, el planeta y al final todos», debido, por ejemplo, a los largos transportes. Además, ahí está el impacto de los vertidos y los pesticidas sobre la salud pública y el hecho de que los países en desarrollo acaban recibiendo el 40% de los residuos. «El reto es que cada cual se haga responsable de su consumo», dice Sánchez, quien reclama una mayor trazabilidad de las prendas y, dicho de paso, lanza un anuncio tranquilizador: no, no es obligatorio que toda la ropa sostenible tenga el 'look' «de profesor de yoga».