Casa Marcial: 13 vecinos, 19 vacas y 2 estrellas Michelin

El restaurante de Nacho Manzano cumple 25 años en la aldea de La Salgar

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PAU ARENÓS

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En la aldea asturiana de La Salgar hay 13 vecinos, 19 vacas y un restaurante con dos estrellas Michelin, Casa Marcial. Se trata de un hecho insólito en la hostelería: si la totalidad de los pobladores se reuniera para comer, solo llenarían la parte de abajo del establecimiento.

Ni siquiera es posible afirmar que haya 13 habitantes de forma permanente: Nacho Manzano Sánchez (1971), cocinero y propietario con sus hermanas (Esther, Sandra y Olga) de Casa Marcial, dispone de vivienda completa en el edificio, si bien alterna las pernoctaciones con las del piso de Oviedo, a 74 kilómetros, donde residen Dulce y Julia, mujer e hija.

 «No sé dónde vivo. Tengo un neceser en casa sitio», explica Nacho. Quiere poner fin –aún no sabe cómo– a ese nomadismo, que añade viajes a Gran Bretaña para impulsar los restaurantes Ibérica. Marcial, el padre, se preocupa por la trashumancia: «Lo veo muy atareado. Quisiera que cortara algo». Las dos casas de comidas Gloria (en honor a la abuela), los banquetes y el cátering y La Salgar, en Gijón, con una estrella y que rige Esther, una cocinera formidable  que se escuda en la timidez.  

Marcial Manzano y Olga Sánchez, fundadores de la saga de hosteleros, se trasladaron hace años a Arriondas, población de la que depende La Salgar, aunque su presencia en el restaurante es habitual: la costumbre, y el sentido de la responsabilidad. La última luz que se apaga cada madrugada en la aldea es la de Casa Marcial.

Hace 25 años, en noviembre de 1993, Nacho y Esther abrieron el restaurante en la misma casa de 1898 en la que nacieron y a la que se llega tras una experiencia mareante por una carretera de montaña acechada por la niebla y las rumiantes, que ocupan la calzada para demostrar que ellas son las que gobiernan esta tierra.

El latigazo del Cantábrico

La telaraña de bruma se disipa al coronar el Mirador del Fitu, un hito en la vida de Nacho. Sube a este punto cuando necesita airearse («estoy confuso, salgo a caminar, me doy una zurra y veo las cosas distintas») o busca el latigazo del Cantábrico en la playa de Vega, con una bajamar que deja al descubierto las intimidades de la costa.

Esta es la historia de un éxito que debería haber sido contada como un fracaso. ¿A quién se le ocurre mantener un restaurante de alta cocina durante dos décadas donde hay más vacas que personas? «Hace tres o cuatro años estuve en un tris de llevarlo a Gijón».

Disipada esa boira –la condensación de miedo y angustia– sabe que en ningún otro lugar tendría sentido: «Fuera de aquí, Casa Marcial no se entendería. La dificultad mayor es que avanzas más lento». Cerca de los montes, de los pastizales, de la esmeralda que mancha los ojos, de la niebla que separa los mundos, el del suelo y el de las alturas, donde el sol quema de manera distinta. 

"Hace tres o cuatro años estuve en un tris de llevar Casa Marcial a Gijón" 

En esta casa siempre se ha comido pero solo fue restaurante a partir de 1993. Marcial admite un error: «Me equivoqué. Tendría que habernos dedicado más a la cocina. Las vacas no saben ni de domingo ni de lunes». Porque Olga, la esposa, era una cocinera apreciada por los clientes motorizados, que aceptaban el precio de las curvas a cambio de una fabada celestial o del arroz con 'pitu', mito alado que todavía ocupa su lugar en la carta. Sigue Marcial: «Nosotros teníamos una tienda mixta, en la que igual vendíamos botas de goma que aspirinas. Dábamos comidas por encargo». 

Atarearse con el ganado, los manzanos para la sidra y los campeonatos de brisca: barajó esa idea que resultó refrescante para la economía familiar. La existencia con cuatro criaturas era dura. Nacho recuerda la Navidad en la que le regalaron un Scalextric «que no era Scalextric» y cómo los dineros que le dieron por la comunión acabaron en la caja común.

Chef sofisticado, quiso ser pastor de cabras porque su ambición era la vida al aire libre, lejos de la obediencia escolar. Bicicleta y bocadillo de chorizo: esas era las alas. Aún hoy se considera poco disciplinado, un cocinero intuitivo y relámpago, constructor de platos mentales («me lo imagino y sé que voy a conseguir antes de hacerlo») y necesitado, para avanzar, de un método: «No soy concienzudo. Tengo que tener una rutina». Dedicar tiempo a pensar e imaginar, abrir un taller, sistematizar la inventiva. Se siente enlentecido. «Tengo que ordenarme». 

Y a pesar de la diseminación y de no saber dónde vive y de ir todo el día arriba y abajo, lanza a la mesa platos geniales como la cresta de quicos con hígado de 'pitu', la ensalada templada de 'fabes' (aguacate, tomate, esferificación de piparra); las setas enoki, calamares con piel de leche y tinta de tierra (champiñones); la ventresca de bonito a la brasa, crema de anchoas y piel de sardina; la yema de gallina con jugo de salazón y 'tortos' de maíz y los colágenos (cerdo y anguila) con nabo encurtido y berros.

Proceden de la tierra y de los trabajos de la tierra y del mar y de los trabajos del mar, porque el Cantábrico está a solo seis kilómetros en línea recta. La aldea huele a musgo y sal, y recogimiento.

A los 14 años, Nacho intentó imponerse a una docena de cabras en la Sierra del Sueve, de las que se desprendió para ser aprendiz a los 15 en el restaurante Casa Víctor, en Gijón («aprendí a cocinar mirando, no me contaban los secretos»).

Desde pequeño sentía atracción por los restaurantes, comedores sencillos que la familia ocupaba de manera excepcional con la excusa de un aniversario. En las marisquerías ovetenses, veía rodaballos con limones en la boca y pensaba: «Aquí se tiene que pasar bien».

Recuerda el chef una improvisación en La Salgar a los 13 años que le facilitó el primer triunfo: unos traumatólogos habían decidido quedarse a cenar en aquella tienda con chigre (taberna donde se sirve sidra) y, escasos de víveres, dieron salida a lo que quedaba. Cogió unos 'tortos' de la madre y los cubrió con cebolla confitada y queso cabrales. Aquel golpe de suerte es hoy un plato que reproducen muchos restaurantes asturianos –el privilegio de ser autor de algo que permanece– y que, evolucionado, es un aperitivo en Casa Marcial. «Ya entonces era un poco inventor»,  dice Marcial satisfecho.

El padre explica que Nacho prefirió la cazuela a la bala: «Andó siempre detrás de la madre y de los pucheros antes que conmigo de caza». El niño lo intentó y tras abatir un gorrión con una escopeta de perdigones, dejó el gatillo para siempre: «Cogí el pájaro y estaba caliente». El último pálpito en la mano trémula, el anuncio de la muerte. Sin embargo, disfruta guisando la caza y se relame con el otoño.

El ‘pitu’, la oveja y el ‘gochu’

Mientras aún se adiestraba en Casa Víctor, planeó con Esther la creación del restaurante. La 'croquetocracia' le debe a ella la croqueta más influyente y copiada, de la escuela cógela-con-cuidado-que-se-rompe. «Al principio salía así, más líquida, por las prisa. Luego, de forma consciente, le quitamos harina», desvela Nacho. Forma parte de levedad que siempre han buscado, a veces de manera involuntaria. «La leche frita o los 'tortos' de mi madre, con un agujero en el centro, siempre fueron más ligeros».

Esther arrancó el restaurante, que pudieron abrir gracias al préstamo de cuatro millones de pesetas de un primo. Habla de la ella con admiración («es muy valiente: dejó la plaza en el ayuntamiento en 1993 por algo que comenzaba») e insiste que lo suyo es un triunfo colectivo y a contracorriente gracias a las hermanas, a Esther, claro; a Sandra, que dirige el establecimiento, y a Olga.

«Fidelizar aquí un equipo es durísimo». Y lo ha conseguido con Matteo Pierazzoli, jefe de cocina, y con Juan Luis García, sumiller especializado en jereces y que abre botellas de genuflexión como el oloroso Tradición 1975 o el palo cortado González Byass 1982.

"El futuro pasa por logros mayores. Si quiero ir más lejos, es obligado el reposo y el estudio"

Desde el Mirador del Fitu, frente al verde próximo y al azul lejano, los prados y las olas, Nacho medita su mañana y piensa en cuántos necesers precisará de ahora en adelante: «El futuro de Casa Marcial pasa por logros mayores. Si quiero ir más lejos, es obligado el reposo y el estudio». 

El lugar nebuloso que ningún estratega del márketing habría recomendado como idóneo para un restaurante de altos vuelos ha resultado ser insuperable, con productos que brotan en la humedad como el 'pitu de caleya', la oveja xalda, el 'gochu' asturcelta o la vaca conquistadora.

Ayer, la niebla impedía ver el horizonte y hoy se presenta amplio y claro. Nacho, la estrella de la aldea, se siente impulsado desde lo alto.