NOVEDAD EDITORIAL

Amor entre alambradas

La periodista y escritora Mónica G. Álvarez ha reunido en un libro siete historias románticas surgidas en los alrededores de las cámaras de gas de la segunda guerra mundial o bajo el yugo nazi

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Juan Fernández

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Más de 70 años después de que ocurrieran los hechos que relata en su último libro, la escritora y periodista Mónica González Álvarez (Valladolid, 1979) reconoce que ha llorado como una magdalena escribiéndolo. Lloró cuando supo los detalles de los romances que brotaron en los campos de exterminio de la segunda guerra mundial, siete de los cuales relata en 'Amor y horror nazi' (Luciérnaga), y volvió a hacerlo cuando indagó en sus historias menores y descubrió, con tanto asombro como consuelo, hasta qué punto el deseo de amar de aquellas víctimas pudo con la ignominia de sus agresores y cómo el afecto logró derrotar a la barbarie. Lloró con respeto y admiración cuando se entrevistó con algunos de los protagonistas de estas insólitas epopeyas y las lágrimas volvieron a sus ojos oyendo a sus hijos contar cómo a veces el amor, por increíble que parezca, es capaz de vencer al horror.

Un campo de concentración no es mejor sitio para creer en el ser humano, pero fue tras las alambradas del macabro Auschwitz donde brotaron los romances que ponen el contrapunto feliz al sombrío relato del Holocausto. La cruda supervivencia tampoco es el estado anímico más aconsejable para dar rienda suelta al deseo, pero fue al calor de la muerte cercana cuando Howard Nancy Kleinberg, y también Manya y Meyer Korenblit, sintieron la necesidad de vivir juntos para siempre. 

Algunos, como Paula y Klaus Stern, contarían años después que sobrevivieron al espanto gracias a la esperanza de volver a rencontrarse. Otros, como Jerzy Bielecki y Cyla Cybulska, recordarían durante el resto de sus vidas aquellos lances como retazos de un sentimiento de afecto imposible. Pero todos coinciden en la cruel paradoja que entrañan sus testimonios: «Resulta agridulce, pero el mismo nazismo que estuvo a punto de acabar con ellos, les brindó la oportunidad de enamorarse. En lo más profundo del horror logró florecer lo mejor del ser humano», resume la autora.

Un romance paradógico

De las siete historias que reúne en su libro, la que protagonizan el oficial nazi austríaco Franz Wunsch y la judía eslovaca Helena Citrónová es, por las circunstancias personales de cada uno, la más paradójica. Él, cabo primero de las SS al mando del departamento de Auschwitz donde se requisaban las pertenencias de los reclusos; ella, interna en el campo de exterminio desde la primavera de 1942 con muchas papeletas para acabar en la cámara de gas. El azar quiso que el día que cruzaron sus pasos coincidiera con el aniversario del oficial. A Helena la obligaron a cantarle el cumpleaños feliz, y su belleza y el encanto musical de su voz enamoraron rápidamente al homenajeado, quien desde ese momento se dedicó a protegerla.

Regalos, privilegios, notas cariñosas… En los meses siguientes, el trato del alto mando nazi hacia la judía no solo fue de deferencia y cercanía, sino que incluso llegó a salvar de la muerte a su hermana, también presa en Auschwitz. «Con el paso del tiempo, lo amé. Arriesgó su vida por mí más de una vez», contaría Helena años más tarde. 

«No sé si realmente llegó a quererle o solo sintió agradecimiento», duda González Álvarez basándose en todo lo que ocurrió después. Ante la inminente llegada de las tropas rusas, Franz le dio a su amada la dirección de su madre en Viena ofreciéndole protección, pero Helena hizo añicos aquella nota. En 1972, a petición de la esposa del oficial, la eslovaca accedió a participar en el juicio que se celebró contra su antiguo captor y reconoció ante el tribunal el buen trato que le había dado. Franz resultaría absuelto, pero él y su antigua musa no volverían a encontrarse jamás. «Lo llamativo de esta historia es que el afecto pudiera situarse por encima de la tajante prohibición que regía sobre los nazis de mantener relaciones con los judíos. En esta ocasión, el amor venció al racismo», señala la autora. 

«Los nazis acabaron con muchas vidas, pero no pudieron con el deseo de amar», afirma la escritora

¿Cómo es posible enamorarse cuando el aire solo trae olor a muerte? Howard y Nancy Kleinberg, a quienes Mónica González Álvarez ha localizado en Toronto (Canadá), responden a esta cruel pregunta con sus testimonios. Originarios de la misma zona de Polonia, los dos sufrieron la persecución, el gueto y el traslado a diversos campos de concentración hasta que coincidieron en el campamento de Bergen Belsen, donde él se dedicaba a apilar cadáveres mientras arrastraba sus huesos como podía. Un día, buscando a su hermano entre los montones de fallecidos, Nancy dio con Howard, quien al borde de la extenuación se había dejado morir junto al resto de cuerpos. Al descubrir que seguía vivo, la joven, que entonces tenía 16 años, decidió llevarlo al pabellón de mujeres para que se recuperara.

Un ramo de flores

Después de salvarle la vida, Nancy le perdió la pista y no volvió a saber de él hasta que dos años después de que acabara la guerra apareció por la puerta de su casa de Toronto con un ramo de flores. Tres años más tarde se casaron. «No hay ningún secreto en lo nuestro. El amor significa respeto y querer estar cerca de esa persona», le contaron a González Álvarez entre lágrimas cuando los entrevistó por Skype para recoger en su libro su milagrosa historia de amor y supervivencia entre penurias. 

Si Nancy solo necesitó ver un hilo de vida en los moribundos ojos de Howard para desear salvarle y luego unirse a él para siempre, a Jerzy Bielecki le bastó un agujerito en el tablón que separaba a hombres y mujeres en el granero de Auschwitz para descubrir la figura de Cyla Cybulska y enamorarse perdidamente de ella. El miedo suele ser paralizante, pero a él pareció importarle poco que la macabra ruleta de la muerte nazi enviara cada día a las cámaras de gas a centenares de presos como ellos. Obsesionado con la única idea de librar a su amada del fatal destino que le aguardaba, trazó un sofisticado plan para escapar con ella del campo de exterminio, que incluyó la confección de un traje de oficial nazi de pega, hecho a base de retales, y el diseño de un falso salvoconducto que les permitió cruzar la alambrada. 

Una vez fuera, el destino los separó. Jerzy se unió a los partisanos para seguir luchando contra los nazis y Cyla no volvió a tener noticias suyas hasta 1982, cuando una limpiadora le contó que había visto en la tele a un superviviente de Auschwitz relatando su misma historia. Tras localizarle en Cracovia, Cyla voló desde su casa de Estados Unidos hasta Polonia para reunirse con él, que la estaba esperando con 39 rosas rojas, una por cada año que habían estado separados. «Entre lágrimas, la hija de Jerzy me confesó que él nunca la había olvidado, aunque tampoco se arrepentía de haber seguido luchando contra los nazis. El precio fue perder la pista de su amada durante casi cuarenta años», cuenta González Álvarez.

A primera vista

David y Perla Szumiraj se conocieron a través de la alambrada que les separaba en Auschwitz, pero hallarse en el lugar más horrible de la Tierra no les impidió sentir amor a primera vista, como contarían años más tarde, tras sobrevivir a las marchas de la muerte que siguieron a la llegada de las tropas rusas a Polonia y después de casarse y marcharse a vivir a Argentina. 

Elisabeth Wust y Felice Schragenheim les distanciaba la raza y el estigma social –una, casada con un oficial nazi y profundamente antisemita; la otra, periodista judía colaboradora de la resistencia– pero esto no fue impedimento para que pudieran vivir una historia de amor lésbico que contradecía todos los principios morales del nazismo. «Lo que todos estos testimonios cuentan es que al final, en las peores circunstancias, necesitamos querer y que nos quieran. Los nazis acabaron con la vida de muchos, pero no pudieron con el deseo de amar del ser humano», concluye González Álvarez.