Ser creyente y ser creíble

Francesc Escribano, el autor del documental 'Descalzo sobre la tierra roja', traza el elogio de su compromiso

Francesc Escribano

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Pere Casaldàliga siempre ha dicho que no basta con ser creyente, que también hay que ser creíble. Como tantas otras cosas que dice y que ha dicho, en este caso concreto tampoco las dice por decirlas. Más que una frase bonita, este pensamiento es todo un programa de vida. A lo largo de estos 90 años, que cumplirá el 16 de febrero, Casaldàliga se ha caracterizado por una coherencia extrema. Lo que dice es lo que piensa y lo que hace no lo contradice. En lógica y consonancia con otra frase que también acostumbra a repetir: "Quien no es ético en todo, no es ético en nada". Otro compromiso difícil de cumplir para la mayoría de los mortales, también para él, y más teniendo en cuenta el entorno en el que ha tenido que vivir en estos últimos 50 años. En este caso, la coherencia se ha tenido que aliar con la radicalidad y con la tozuda voluntad de vivir y defender la vida que siempre ha sido el motor que le ha dado la fuerza para luchas en las circunstancias más adversas.

Casaldàliga llegó a Brasil en 1968. Un año de revoluciones y de cambios, en el mundo y también en la Iglesia. Tenía 40 años. Una edad demasiado avanzada para comenzar una vida de misionero y demasiado poco prudente para dejar atrás una carrera prometedora en la Iglesia. Pero es lo que siempre había querido hacer, lo que siempre había soñado desde pequeño. Por eso lo dejó todo, para ir a fundar una misión que habían encargado a los claretianos en el corazón de Brasil. En Sao Félix do Araguaia, en el Mato Grosso.

Cuando Casaldàliga, después de un viaje largo y penoso, pisó por primera vez la tierra roja de la que había de ser su prelatura, se dio cuenta muy pronto de que aquella tierra era roja también por la sangre que se vertía en ella cada día. Nunca podría haber imaginado, ni en la peor de sus pesadillas, un mundo tan salvaje y tan violento como el que encontró en Sao Félix. Las cartas que enviaba durante aquellos primeros meses a la familia y a los amigos describen el lugar como un auténtico 'far west' donde imperaba la ley del más fuerte. El poder en la región estaba en manos de un puñado de terrateniente que, amparados por el Gobierno que en aquellos momentos había en Brasil, una dictadura militar cruel y despiadada, imponían su ley gracias a un ejército de pistoleros. Los indios, los peones de las haciendas y los pequeños campesinos solo tenían dos salidas: agachar la cabeza o morir.

A pesar de ser quien era, de venir de donde venía y de representar a quien representaba tampoco podemos decir que Casaldàliga tuviese muchas más opciones. O se iba, o se quedaba –y en el caso de quedarse, o bien se ponía al lado del poder, como tantas veces ha hecho la Iglesia–, o miraba hacia otro lado ignorando una realidad imposible de ignorar, o se enfrentaba a ella. No tardó demasiado en decidirse. No tuvo alternativa. Su conciencia se lo impedía.

Un contraste insoportable

Fue cuando hacía pocos meses que había llegado, después de un churrasco en casa de un terrateniente, donde le habían invitado a decir misa. Fue cuando vio que los propietarios, los militares y sus amigos exhibían impúdicamente su opulencia en los salones de la hacienda, mientras los peones se amontonaban como animales en un granero insalubre. El contraste le resultó insoportable. A partir de aquel día, descubrió que en aquel mundo las posiciones tibias no tienen ningún sentido y la neutralidad era imposible.

No podía tomar café en casa de los ricos y después ayudar a los pobres. Si no quería ser incoherente, tenía que ser radical. Y eso significaba tomar partido radical por los pobres. Ponerse al lado de los indios, de los peones y de los campesinos sin tierra suponía enfrentarse a los ricos, a los terratenientes y a los militares. No había término medio. Suponía quemar las naves, echar raíces en aquella tierra salvaje y abandonada y estar dispuesto a jugarse la vida cada día.

Y esto es lo que Casaldàliga ha hecho, a partir de aquel día, todos y cada uno de los días de su vida. Ha sufrido privaciones, enfermedades, amenazas y más de un intento de asesinato, pero él siempre ha estado allí. Al lado de su gente. Luchando por la dignidad en un mundo donde, hasta hace muy poco, la gente nacía y moría, pero no vivía. Gracias a él y a mucha gente que ha estado a su lado, Sao Félix ya no es aquel pueblo del 'far west', violento y abandonado de la mano de Dios. Gracias a él y a mucha gente como él, la tierra roja del Araguaia ya no lo es por la sangre vertida y se ha convertido en un espejo y en un ejemplo para muchos otros pueblos de la América latina.

Hoy, cuando Casaldàliga está a punto de cumplir 90 años, cuando su lucha de cada día ya no es la defensa de los desheredados de la tierra, cuando su lucha se reduce, simplemente, a poder respirar, moverse y poder hablar. Cuando el párkinson, su viejo amigo Párkinson, como dice él con sorna, lo tiene clavado en una silla. Continúa siendo un ejemplo de coherencia y de radicalidad. Continúa viviendo en su casa austera de Sao Félix. Continúa ofreciendo una imagen de lucha y continúa repitiendo, cuando los labios y la voz le responden, que no olvidemos nunca las causas por las que ha luchado y por las que quiere seguir luchando, porque sus causas valen más que su vida.

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