EL ARTÍCULO Y LA ARTÍCULA
Los hijos de nuestros hijos
Este verano he tenido tiempo libre y he ideado un argumento que prueba que, si queremos a nuestros hijos, hemos de desear el bien de los que vivirán dentro de varios miles de años.
Juan Carlos Ortega
JUAN CARLOS ORTEGA
Nuestra alegría
está conectada,
de manera invisible,
a la alegría futura
Todos solemos decir que queremos un futuro magnífico para nuestros hijos. Muchos dan un paso más y afirman desearlo también para sus nietos. Sin embargo, cuando llegamos a los bisnietos, la cosa empieza a diluirse. Esos descendientes se nos antojan demasiado remotos y su felicidad parece importarnos un poquito menos. Y si hablamos del mundo de dentro de, pongamos por caso, mil años, nuestra empatía con sus habitantes disminuye sustancialmente, casi hasta llegar a cero.
Este verano he tenido mucho tiempo libre y he ideado un argumento incontestable que demuestra que, si queremos a nuestros hijos, hemos de desear el bien de los que vivirán dentro de varios milenios. Seré muy frío en mi demostración, como conviene a cualquier razonamiento científico. Me explicaré lo mejor que pueda. Veamos:
Imagine una persona, a la que llamaremos "A", que tiene un hijo, al que llamaremos "B". Por supuesto, "A" quiere que "B" sea feliz siempre. A su vez, "B", para ser feliz, necesitará saber que su hijo "C" también lo va a ser. Tenemos, por tanto:
PREMISA 1: Para que "A" sea feliz, ha de saber que "B" va a serlo.
PREMISA 2: Para que "B" sea feliz, ha de saber que "C" va a serlo.
CONCLUSIÓN: Para que "A" sea feliz, ha de saber que "C" va a serlo.
Como a los seres humanos nos gusta bastante reproducirnos, "C" tendrá a su vez un hijo, al que llamaremos "D". Eso nos lleva a decir que:
PREMISA 1 (CONCLUSIÓN ANTERIOR): Para que "A" sea feliz, ha de saber que "C" va a serlo.
PREMISA 2: Para que "C" sea feliz, ha de saber que "D" lo será.
CONCLUSIÓN: Para que "A" sea feliz, necesita saber que "D" va a ser feliz.
¿Se dan cuenta, no? No hace falta ser un lince del razonamiento deductivo para ver con claridad que podemos ir alargando la cadena de descendientes hasta donde nos dé la gana. Por ejemplo, "D" tendrá un hijo, llamado "E". Como "D" no podrá ser totalmente feliz si no lo es "E", y como "A" necesita de la felicidad de "D", deducimos que, para que "A" sea feliz, ha de serlo también "E".
Y por supuesto "F" y "G" y H", y todas las letras del abecedario. ¿Qué demuestra todo esto? Muy sencillo. Su felicidad, querido lector, depende, aunque usted no lo sepa, de la alegría de vivir de un niño que nacerá dentro de siete mil años. O de cincuenta mil. El razonamiento, como hemos visto, no tiene límite temporal. Nuestra felicidad, la suya, la mía, la de todos, depende de la felicidad futura.
Ya sé que esta argumentación fría y lógica parece no cuadrar muy bien con el mundo de los sentimientos, pero no se me ha ocurrido otro modo de demostrar lo que tantas personas con poder (o sin él) no tienen demasiado en cuenta; que nuestra alegría está conectada, de manera invisible, a la alegría futura, con un hilo delgado y transparente.
Ah, y si usted no tiene hijos, no se preocupe ni se sienta excluido de este artículo, porque estoy convencido de que usted, amable lector de El Periódico, querrá a los hijos de alguien.
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