Se van a morir
Juan Carlos Ortega
JUAN CARLOS ORTEGA
Dentro de algunos años, ojalá muchísimos, el 'president' de la Generalitat, Carles Puigdemont, se morirá. Y Artur Mas. Y Albert Rivera. Y todos los de la CUP. Ustedes y yo también. Sé que lo saben, pero en ocasiones parece que a muchos se les olvida. Me refiero a los políticos que les he nombrado. Deben tener esa certeza enterrada en algún pliegue del cerebro y solo se asoman allí de vez en cuando; tal vez en un entierro, con esa lucidez pasajera, o al mirarse al espejo y pensar que los años pasan irremediablemente. Pero luego se les olvida. La mayor parte del tiempo no son conscientes, porque de lo contrario no se comportarían así.
¿Les han visto actuar? ¿Se ha fijado en cómo hablan, en sus caras, en la solemnidad con la que pronuncian sus discursos, en la importancia que confieren a todo lo que se les pasa por la cabeza?
Llegará un día, tan real como hoy, en el que saldrá el sol como siempre. Empezarán a su hora los informativos matinales de la radio, con sus ridículas sintonías hechas con sintetizador, todas iguales. Los comercios levantarán sus persianas, los coches circularán, pero esos políticos estarán muertos, y ustedes y yo. Todos tendremos una sábana que nos tapará la cara. Al día siguiente nos colocarán en un nicho, hasta que ya no quede nadie que recuerde quiénes fuimos. Ya sé que se trata de algo que sabemos desde niños, pero no termina de calar en nosotros.
Pongo la tele y oigo cómo unos hablan de lo perverso que es el estado español, de lo que nos roba y oprime. Y otros dicen que de eso nada. Aquí, en Catalunya, todo el día están así, a todas horas, llenando minutos de radio y páginas de periódico. Sus cerebros, con sus cien mil millones de neuronas, funcionan al unísono para este asunto. ¿Se les pasa por la cabeza, aunque sea una vez cada semana, que llegará un día en el que ya no estarán aquí? ¿Saben que esta es una estancia muy breve, que no volverán a ver un árbol, ni a sus hijos, ni la acera de su calle, ni sus propias manos, que no volverán a seguir jamás una serie divertida, ni a leer un libro, ni experimentarán la ilusión infantil de estrenar un piso? ¿Saben que esa cabeza que se peinan antes de las ruedas de prensa terminará, dentro de nada, quedándose hueca en el interior de una caja?
Lo saben, pero no lo sienten. Poseen de la muerte un conocimiento frío, abstracto, como el que da saber que dos y dos son cuatro o que la tierra es una esfera que flota. Tienen constancia intelectual, pero no lo notan en el pecho ni en la sangre.
A los que tenemos la desgracia de ser conscientes a todas horas de que esta vida es única, se nos hace difícil tomarles en serio. Todas esas palabras mayúsculas que emplean nos dan risa.
Así que, mortales políticos, déjenme en paz. Hagan lo que les dé la gana. No pienso volver a ocuparme de sus asuntos. ¿Que luego no podré quejarme? Pues, no me quejaré, ya ves tú. Apagaré la radio cuando hablen, porque solo tengo una vida y, aunque tal vez esté equivocado, creo que he llegado a saber qué es lo importante. Ya me enteraré por mis vecinos de cómo acaba esto. Ahora me voy a la piscina, a notar el sol en la cara y el agua en el pecho. Plastas, que son unos plastas.
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