LA CULTURA DE LA VIOLACIÓN

¿Cerraste las piernas?

La agresión en grupo a una menor en la Mercè y la denuncia de la concejala Maria Rovira ponen bajo el foco un asunto enquistado: los ataques sexuales contra las mujeres. En el Día Mundial de la No Violencia, nos planteamos por qué persisten.

Campaña de Miley Cyrus para Marc Jacobs, en la que aparecía junto a un cadáver.

Campaña de Miley Cyrus para Marc Jacobs, en la que aparecía junto a un cadáver. / periodico

NÚRIA MARRÓN

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Shonali había ido a una boda y había estado hablando con un invitado. Tras unas copas, se lo llevó a casa. Y tras unas caricias, quiso parar. Algo no le gustaba. ¿Y si dormían? Durmieron. Pero a las cuatro de la mañana, se despertó con su invitado «encima y dentro». «Quería chillar. Empujarlo. Pero no podía. Estaba paralizada. Y el tiempo no pasaba, era un bucle sin fin». La eternidad acabó, pero ella siguió en shock. ¿Pero qué has hecho? ¿Estás loco?, le chilló. Él dijo que lo sentía, que pensaba que ella quería, que estaba teniendo problemas. Shonali tardó un rato en darse cuenta de que no había usado preservativo -«yo, que siempre lo he utilizado»- y aún más en admitir que había sufrido una violación. «¿Entiendes qué te ha pasado?», le dijo la enfermera cuando fue a hacerse pruebas médicas y explicó que había tenido una relación sin condón ni consentimiento.

La pregunta abrió las compuertas de una realidad que entró en tromba y que ella, aún conmocionada, se negaba a mirar. «Durante horas no pude parar de llorar. Y del llanto pasé al pánico, la vergüenza, la culpa. La sentía hasta en los huesos. Durante mucho tiempo, repasaba los hechos y pensaba en qué momento erré; decidir qué me ponía era un mundo, y hacer planes o coger el metro, como subir el Everest. No dormí durante tres años. Cada noche me despertaba, agarrotada, a las cuatro de la mañana». La policía no investigó el caso; de hecho, la responsabilizaron. Y ella, sola, asumió su recuperación. Hoy, seis años después, está bien: vive tranquila y es capaz de decir que aquella madrugada, sobre su cama, no hubo más culpable que su agresor.

INCIDENTES AISLADOS

Shonali vive en Londres y forma parte de esa estadística que escupe que cuatro millones de mujeres han sido violadas en Europa. A pesar de ello, hay una inercia a tratar cada caso como un incidente aislado. Como la acción de un perturbado. Fin de la discusión. Sin embargo, la casuística, tozuda, insiste en que apenas el 5% de los agresores sexuales sufre trastornos mentales. Las violencias sexistas, cuya espiral empieza en la desacreditación o el acoso callejero o laboral y llega hasta la violación y el asesinato en sus remolinos más extremos, han de dejar de verse «como anomalías que no tienen nada que ver con la cultura o incluso que son antitéticas a sus valores», asegura la ensayista Rebecca Solnit. «Las raíces del odio y la violencia contra la mujer están en la cultura en su conjunto», añade.

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Y lo cierto es que si solo fueran 'anomalías'los Mossos d'Esquadra no registrarían una denuncia por agresiones y abusos cada seis horas; y las denunciantes tampoco sentirían que su palabra se pone en entredicho cuando llegan a la justicia ni que el runrún les responsabiliza del abuso («¿cómo ibas vestida? ¿dijiste claramente que no? ¿cerraste las piernas? ¿denunciaste?»). Si la violencia no estuviera tan enraizada y naturalizada, aseguran en la Assocació d'Assistència a Dones Agredides, también se podría hablar de ella abiertamente «sin recibir paladas de odio» y se pondrían todos los medios, desde educativos hasta jurídicos, para erradicar este pozo ciego inconmensurable de miseria y silencio. No es una forma de hablar: este colectivo estima que el circuito oficial funciona razonablemente cuando la agresión la perpetra un desconocido, pero la mayoría de agresiones desmienten el mito y no ocurren de noche en un callejón: el 80% de casos se dan en el entorno de confianza. Y de estos, apenas salen a la luz el 20%.

EL ACOSO CALLEJERO

Así que el ataque que denunció Maria Rovira, la violación de San Fermín o la agresión en grupo que una menor denunció en la Mercè solo son, desgraciadamente, una partícula de un agujero negro global. Se agrede y se viola en la guerra y en las fiestas; de día y de noche; a desconocidas y conocidas; solos o en grupo, ricos y pobres; en Nueva Delhi, en Colonia y en Barcelona.

Y eso inocula miedo. Que el espacio público, el transporte y la noche se viven de forma diferente según el género y la orientación sexual –al igual que la clase y la raza– es algo que, como un puñetazo, irrumpe en los talleres que imparte la politóloga Mireia Ferrer. «A los hombres les sorprende mucho escuchar los miedos que sentimos y las precauciones que tomamos: si caminamos con las llaves en la mano por la noche o intentamos localizar la puerta cuando se nos acerca un desconocido en un bar –dice esta técnica en género– . Hemos crecido en una cultura que a ellos no les dice que no violen y, en cambio, a nosotras nos hace responsables de nuestra seguridad y protección, y nos envía el mensaje de que el espacio público no es nuestro lugar».

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    Según Ferrer, en el núcleo de la cultura de la violación, laten la impunidad –¿recuerdan que el 80% de las violencias las cometen conocidos y que, por miedos y presiones, apenas se denuncian?–; la representación del cuerpo femenino como accesible y siempre disponible; y la dominación, ejercida ya sea sobre mujeres, menores o personas con diversidad funcional. Un estudio del 2013 concluía que, muchas veces, el motivo de la violación es la idea de que un hombre tiene «derecho sexual» sobre una mujer sin importarle sus deseos. Y eso incluye desde darse permiso para echar las babas sobre adolescentes de 13 años hasta violencias extremas. La sensación de que el sexo es algo que debemos a los hombres, dice Solnit, está en todas partes. «A muchas se nos ha dicho que por algo que hicimos, por cómo vestíamos o por nuestro aspecto, habíamos provocado el deseo y que, contractualmente, estábamos obligadas a satisfacerlo. Se lo debíamos. Ellos tenían ese derecho. Derecho a nosotras».

FICCIÓN Y MODA

Y luego está la banalización. La moda y el lujo, cuyas imágenes apelan a lo irracional, entran rompiendo la pista en esta fiesta de la miseria. La artista Yolanda Domínguez lleva al día el inventario de campañas que «glamurizan y naturalizan» el feminicidio y las violaciones. Echen, si no, un vistazo a las imágenes de esta página. ¿Cómo son posibles a estas alturas? Pues lo son. «El lujo es dominación y nos permea con estereotipos que hablan de señores poderosos y mujeres sumisas». En este sentido, la periodista británica Kira Cochrane escribió que, aunque la contestación es cada vez mayor, si estas imágenes persisten es porque «el cliché sexualizado de la mujer se representa de forma pasiva y vulnerable, y la industria se ha dado cuenta de que, llevando esta lógica al extremo, no hay nada más atrayente que una mujer muerta». Además de señalar la perversidad, Dominguez, hacker de esta imaginería, ha impulsado un change.org para pedir a Vogue que deje de retratar a mujeres violentadas y, tras los Sanfermines, lanzó una campaña que se ha hecho viral con camisetas que gritan: «No tocar, no violar, no matar».

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    En frivolidad, la ficción también viene cargada. «Es innegable que hay series que abusan de la violación como excusa argumental, entre ellas 'Juego de tronos'. Me resulta problemático que se haga para convertir a la mujer que la sufre en más agradable, más merecedora de empatía. Eso nunca sucedería con un personaje masculino –afirma la crítica cultural Begoña Gómez–. Otra forma insultante de usar la violación es cuando solo sirve para activar algo en el personaje masculino, por ejemplo, deshonor, rabia o vergüenza en su pareja, como en la primera temporada de 'True detective'. No creo que todas las series que ‘tiran de violación’ sean de patrón sexista, pero cuando vemos que una de las cuatro cosas que le pueden pasar a una mujer, junto a embarazarse o seducir al héroe, es que la violen, hay que preguntarse por qué».

     Mireia Ferrer daría un montón de respuestas, y ninguna sería inocente. Sin embargo, hay luces que se van  encendiendo en este cuarto oscuro. Ella es una de las impulsoras de la web Hollaback Barcelona, un proyecto que incluye 82 ciudades de todo el mundo, con el objetivo de documentar los lugares y relatos del acoso callejero –el cual, por cierto, ocurre en todas partes: por la mañana, en el súper, en el metro, con gente y sin ella–, darse apoyo mutuo y «contribuir a generar un clima de no tolerancia, que no se pueda mirar hacia otro lado».

MARCHAS DE MUJERES

El mismo objetivo –esto es: quitar la responsabilidad de las violencias sobre las mujeres y alimentar el rechazo y el compromiso colectivo– despunta como uno de los puntales de la comunicación del Ayuntamiento de Barcelona. La concejala de Feminismes, Cicle de la vida y LGTB, Laura Pérez, es consciente de que la «percepción de la inseguridad tiene género: los hombres temen por su propiedad, y las mujeres, por su cuerpo». Para construir, pues, una ciudad segura para todos, están haciendo un diagnóstico de qué pasa en las calles, dado que las denuncias son insuficientes para completar la cartografía. También sopesan llevar carpas antimachistas de información –como la que se levantó en la plaza de Espanya durante la Mercè– a otros lugares de ocio nocturno; intensificarán la educación en los espacios de jóvenes, e impulsarán marchas de mujeres como las que ya se han hecho en el barrio de la Marina, donde las vecinas recorren las calles señalando carencias urbanísticas y de seguridad. «Queda mucho trabajo, pero todos deberíamos vivir la ciudad con la misma libertad», asegura Pérez, que mantendrá el eslogan #BCNantimasclista.

MÁS DENUNCIAS

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Mientras, el cómputo de agresiones aumenta: el 45% en la última década en Barcelona. No está claro –porque no se ha estudiado– si lo hacen porque hay más conciencia o más casos, como reacción a los avances de las mujeres. En lo que sí hay consenso entre denunciantes, psicólogos y juristas es en calificar de frustrante el proceso judicial, por lo que muchas mujeres desisten tirar adelante. «No se sienten apoyadas y se sienten cuestionadas. Los interrogatorios no suelen tomar en consideración su estado emocional y parten de ideas estereotipadas sobre la agresión sexual, el agresor y la víctima, a la que se exige que sea comedida. ‘¿Dijo que no? ¿Dijo que no? ¿Por qué no salió corriendo?’, inquieren a menudo jueces y fiscales», explica la abogada Laia Serra, cuando uno de los patrones más comunes es que la agredida se quede bloqueada.

    Según la letrada, queda mucho camino conceptual por recorrer: «Se sigue interpretando que la violencia de género solo se da  en el ámbito de la pareja, cuando la violencia sexual es una de las vías de subyugación de la mujer más habituales fuera de la intimidad. Hay resistencias ideológicas en concebirla como acto machista y de discriminación. Tampoco hay condenas con el agravante de género. Cuando una agresión es racista, nadie duda de ello, pero en cambio eso no ocurre con los delitos por misoginia. Y no concebirlos como delitos de odio frena la respuesta social de rechazo y la activación de los mecanismos del Estado para combatirlos».

¿Y QUÉ PASA CON LOS HOMBRES?

Ante las dimensiones de la cloaca, especialistas y afectadas exigen atención pública, cambios jurídicos, mayor formación de policías y juristas, y esfuerzos educativos, teniendo en cuenta que ya no existe ni la asignatura Educación para la Ciudadanía, donde podían trabajarse estos temas, y que las políticas de igualdad se han recortado –atención– casi el 20%. «Si los hombres que gobiernan y que dirigen empresas sufrieran toda esta violencia, ya se habría cambiado de la escuela al código penal –apunta el psicólogo Rubén Sánchez, especializado en delitos violentos contra la mujer–. Es cierto que el rechazo social aumenta, pero a menudo los hombres dedicamos más tiempo a recalcar que nosotros no agredimos que a abordar el tema. Si iniciáramos esta conversación, tendríamos que hablar de desigualdad, de los puntos oscuros de la masculinidad tradicional, de los privilegios que otorga, de cómo legitima la violencia. Y también deberíamos hablar de que nuestras sociedades no son tan democráticas como aparentan, de que hay ciudadanos de segunda. Por tanto, nos resulta más cómodo minimizar el asunto, pensar que es cosa de locos y que, por tanto, no hay nada que hacer».