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Triple salto (generacional)

Los escritores Luna Miguel, Kiko Amat y Ramón de España explican las generaciones 'millennial', 'X', y 'baby boomer' desde dentro

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Los Z son la nueva camada de un inventario generacional que, antes que a ellos, saludó a los ‘millennial’ (1980-1994), la generación X (1965-1980) y los ‘baby boomers’ (1945-1965). Tres notarios no oficiales pasan aquí revista a los jolgorios, las miserias y los iconos que han marcado a los de su quinta.

DESPUÉS DE LA Z, ¿QUÉ?

LUNA MIGUEL, poeta. Alcalá de Henares, 1990

Una generación no es real hasta que los miembros que la componen dan a luz a otra generación. De eso me he dado cuenta en el torbellino de los últimos tres meses, cuando salgo a la calle acompañada de un recién nacido que, según dicen las abuelas, tiene mis mismos ojos.

No sé si es frustrante, o si más bien me reconforta la idea de que ya comience a haber en el mundo población suficiente como para sustituirnos a nosotros, los que hasta hace bien poco éramos vistos como el principio del fin –el principio del fin de algunas cosas más certeras, como puede ser el siglo XX,  la intimidad o lo analógico, y el principio del fin de otras más utópicas, como la desigualdad, el machismo, la corrupción o la homofobia–.

Se nos denominó millennials porque éramos la cola de la estrella fugaz que supuso nuestro milenio. Suficientemente preparados para afrontar el ajetreo de los años 2000, o suficientemente listos como para saber que detrás de nosotros, los gustos de una generación denominada Z aún se parecían demasiado a los nuestros –Snapchat, Vine, Instagram, el idioma Emoji–. 

¿Cómo iba a hacernos sombra esa nueva ola de narcisistas adictos a la pantalla táctil, si tan solo suponían una versión más joven de lo que fuimos los maravillosos chicos del fin del milenio?

Pero igual que tras el acantilado acecha la sombra y la caída, tras la última letra del abecedario generacional, acecha la incertidumbre.

Y mientras todos nosotros nos encontrábamos distraídos, tratando de sintetizar el mundo en 140 caracteres y pagando nuestros sueños a golpe de PayPal, lo desconocido se gestaba despacio, silenciosamente, preparándose para nacer.

Porque, pensadlo bien, nuestra generación comienza a dar a luz a otra generación, y los niños que van a quitarnos el puesto ya no son nuestros hermanos pequeños de la G-Z, sino nuestros preciosos y enigmáticos descendientes, esos que empiezan a asomar la cabeza al tembloroso mundo que les estamos construyendo, y esos que todavía son ficción en la mayoría de los vientres generacionales.

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Si nosotros somos el principio del fin, ¿quiénes serán ellos entonces? ¿Qué nombre o qué nuevo alfabeto les daremos?

Si a nosotros se nos dijo que seríamos eternamente jóvenes y modernos –Lena Dunham, Tao Lin, las listas LOL de Buzzfeed, los vídeos comprometidos de PlayGround, Xavier Dolan, Tavi Gevinson, las sonrisas de la nueva política, 89plus, Darío Eme Hache, las Kardashian–, ¿cuándo les concederemos a ellos el derecho a ser eternamente jóvenes y decisivos?

Si a nosotros se nos dejó sin trabajo, sin ahorros, sin derechos, ¿tendrán ellos trabajo, un poco de ahorros, algún derecho?

Si nuestras malas decisiones y la de nuestros mayores provocaron el Brexit, trajeron a los líderes de extrema derecha a la Europa menos fraternal y tentaron a que un homófobo racista conquistara la Casa Blanca, ¿qué escenario desolador les dejamos a ellos? ¿Corregirán esta herencia con decisiones más valientes que las nuestras?

Miro al bebé de casi tres meses y mis mismos ojos, y trato de responder a todas estas preguntas, imaginando que en los próximos 25 años –exactamente esos que separan nuestras fechas de nacimiento– la vida cambiará veloz, y los chicos del fin del milenio ya habremos dejado de ser eternas promesa.

Nuestro deber, entonces, consistirá en ser más solidarios de lo que fueron con nosotros. Entender la novedad y la arrogancia de quienes nos suceden. Amarles porque, quizá, ellos al fin puedan salvarnos. 

LOS CHICOS DE LOS 70

KIKO AMAT, escritor. Sant Boi, 1971

La tentación de dramatizar el propio pasado es irresistible: si nos dan un copazo y una audiencia, todos los exniños de los 70 nos lanzaremos a un monólogo delirante sobre las penurias de nuestro bagaje, mitad Édith Piaf (cantando tísica en un charco tifoideo desde los 5 años) y mitad chiste de los hombres de negocios de Monty Python («vivíamos en un periódico enrollado dentro de una fosa séptica»). 

Vaya esto por delante: los 70 eran un país extraño. El tejido social era asaz monocromático (en mi pueblo, lo del «crisol de culturas» quería decir que habían llegado muchas familias extremeñas y algún murciano), el paisaje parecía estar compuesto exclusivamente por descampados y/o solares, y un porcentaje elevado de la clase docente se entregaba con deleite poco disimulado a la corrección física. Y la televisión era inmunda, claro; aunque por motivos distintos a los actuales. En aquella época la tele era un despojo senil perdiendo el hilo de sus propias batallitas; ahora es una jauría de adolescentes pasados de crack pegándole fuego a un homeless. Sabes que vives en un país inmundo cuando has salido de 'La clave' para caer en 'El hormiguero'.

Los chicos de los 70, por añadidura, acarreamos la urticante sensación de habernos perdido los fastos. Bill Hicks decía que se pasó la pubertad rezando para acceder al jolgorio de los 70, sexo-drogas-rock’n’roll, y solo abrir la puerta de los 80 se encontró con sida, Reagan y MC Hammer. Muchos lo vivimos igual. Aparentemente, la Barcelona de 1976 a 1980 fue el cáguense-todos-aquí, cosa que los rockeros pelmas de la época jamás permitirán que olvidemos. Una arcadia ácrata de drogas baratas y jóvenes liberadas con parruses selváticos que terminó en el preciso segundo en que asomamos nuestras granujientas narizotas a la puerta del baile. Adiós Zeleste, mescalina, Movida y asueto genital. Hola pujolismo, casco obligatorio para moto y jerséis con hombreras, Dire Straits y Mecano. 'Look' jesuita y segregación sexual: los chicos con las chicas nada de bailar (ni, desde luego, follar). Para los que lo conseguían, premio: sida (esto no me quitaba el sueño porque no me comía un rosco). Gracias a Dios aún existía el 'speed' para mantenerse despierto el máximo de tiempo posible en mitad del horror.

Pero los 70 también tuvieron un perfil agraciado. La gente vivía de cara a la calle, pero de verdad ('envelats' a destajo, sillas al fresco con la excusa más nimia), no porque el Primavera Sound hubiese cercado una plaza. Nadie tenía un duro, pero todo estaba tirado. La clase obrera seguía nadando crol en el excremento, su lugar histórico, pero por un segundo parecía que íbamos a gozar de algunas flamantes oportunidades estilo New Deal (que yo las desperdiciara como un perfecto haragán es otro asunto). Las izquierdas llegaban por fin al gobierno (aunque luego defecarían en nuestra proletaria boca). Había un único turista en Las Ramblas, y solo porque se había liado en el desvío de Portbou. Explotaban bombas a menudo, pero se atribuía más a la tradicional tosquedad vascuence que a un cercano armagedón. Y no existía internet. Éramos gilipollas –eso es innegable– pero de un modo menos indolente. 

En medio de todo eso la ciudadanía vislumbraba un futuro casi deseable, y aquel sueño produjo monstruos: la generación posterior –adolescentes en los 90–, que (generalizaré a lo bestia) creían ser descendientes de nobleza terrateniente y aspiraban a trabajar en las artes de forma universal. Estaban al caer los quiero-mi-chupachús cuando se desvaneció el espejismo emprendedor.com y el mundo seguía siendo una hez clasista y arbitraria. Mostraré mi sesgo ahora: los de los 70, al menos, no lloriqueamos.

Me da en la nariz que esa es la distinción más patente entre los malcriados chicos de los 90 y los gudaris del nuevo milenio: estos últimos van arremangados a un futuro aciago, como soldados aliados en 1916, tras la catástrofe del Somme: quizá les apiolen igual, pero ya no entrarán al matadero por su propio pie, timados por la propaganda. Que su visión fatalista desemboque en nihilismo perro-come-perro del que le pirra al poder o en zipizape social depende de ellos. 

NOSOTROS, LOS ANODINOS

RAMÓN DE ESPAÑA, periodista. Barcelona,1956

Siempre me ha gustado pensar que los de mi quinta (nací en 1956) somos la primera generación de posfranquista. La última fue la de nuestros hermanos mayores, la que protagonizó la Transición democrática y, en muchos casos, supo sacarle provecho social y económico. Esa gente es la que nos perdonaba la vida a sus menores porque actuábamos como si Franco ya se hubiera muerto y como si estuviésemos de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Nuestra Transición fue diferente a la suya, pero su versión de los hechos es la canónica porque, a fin de cuentas, nosotros solo éramos unos frívolos americanizados unidos por el lema «'sex and drugs and rock and roll'». 

Llegamos tarde a la década prodigiosa de los 60, que nos pilló hechos unos críos pero nos marcó. Entramos en la adolescencia en los 70 y tampoco nos podemos quejar de una década que nos dejó películas como 'Taxi driver' o discos como 'The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars', 'Transformer' o el primer álbum de Roxy Music (publicados los tres el mismo año, por cierto, el glorioso 1972). La seriedad didáctica de nuestros hermanos mayores nos hizo descreídos y proclives a la ironía y el sarcasmo. Y bastante individualistas, cosa que dificulta la supervivencia en un país basado en la tribu y la camarilla. Fuimos a alguna manifestación antifranquista, no lo negaré, pero más por la adrenalina que por fe en el nuevo mundo. Podríamos ser unos resentidos porque el Mayo del 68 y Woodstock nos pillaron siendo unos enanos, pero como carecíamos de orgullo generacional, pudimos mirar hacia atrás cuánto quisimos, optando por Fiztgerald antes que Jack Kerouac.

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Como nunca se nos ha tomado en serio –ni falta que nos hace–, hemos tirado adelante como hemos podido y sin compromiso alguno, más allá de los estrictamente humanos. A diferencia de nuestros predecesores, que tanto gustan de embellecer su pasado, explicamos nuestras batallitas sin ningún sentido de la épica y con dosis abundantes de auto-irrisión, cosa siempre peligrosa en España porque aquí, a diferencia de los países anglosajones, la 'self deprecation' equivale a confesar que eres un majadero.

Nuestra generación produce tantos seres despreciables como la anterior, pero hay que reconocer que los suyos son más famosos y tienen la cara mucho más dura; a ella pertenecen esos justicieros sociales reciclados en émulos del tío Gilito que se presentan como solución cuando son el problema: ya saben, periodistas que se lucran con la empresa que van hundiendo a diario, magnates audiovisuales que dicen que militan en pro de la revolución, políticos que calientan un escaño en el Senado para seguir cobrando y demás saldos de la era de Acuario.

Lo mejor de una generación anodina como la mía es que te permite hacer de tu capa un sayo, ir a tu bola y no seguir consignas. Hagas lo que hagas, tus mayores siempre te considerarán un merluzo que, para colmo, no les muestra el menor respeto. Los que vienen detrás de ti te meterán en el mismo saco que a los héroes del 68 y te considerarán un tapón que les impide progresar en la vida. Pero te hiciste adulto en la espantosa década de los 80 y sobreviviste a ella. La crisis económica te ha pillado mayor y eso te ha impedido tragarte las patrañas de Pablo Iglesias.Cada día estás más solo, pero has conseguido llegar a los 60 sin lucrarte, sin morir de hambre y sin darte una grima excesiva. ¿Qué más quieres, maldito baby boomer español?