Gótico Llobregat
Nelson Algren solía decir que él estaba en la clase media, pero no era de clase media. Del mismo modo, yo 'estoy' en Barcelona, pero no 'soy' de aquí. Nunca lo he sido y nunca lo seré, por mucho que aparente saberme el callejero del Eixample (sigo confundiendo Còrsega y Rosselló cada vez).
Yo soy del Baix Llobregat. De Sant Boi. 100% extrarradio 'power'. Nací allí en 1971 y me marché por patas en 1993, para volver solo de forma fugaz. Por supuesto, fue una maniobra de evasión fútil, el equivalente de cavar un túnel chapuzas que termina en la celda inicial. Como afirmaba Harry Crews, nunca te vas de tu pueblo natal, por mucho que pongas tierra de por medio. A Michael Corleone le espetaban que llevaba Sicilia estampada en la jeta. Yo luzco el contorno del Baix.
Porque nacer en Sant Boi me 'hizo'. Tengo claro que nunca seré de otro lado, por mucho que me siga mudando compulsivamente. Soy como un mafioso octogenario, ya retirado en Florida por el clima, que vuelve a oler, ver, tocar, el Bronx de su niñez cada vez que cierra los ojos.
Hace poco regresé. Para visitar una fábrica de rejas, Mecatramex, que autogestionan unos amigos. Todo allí ha cambiado y nada ha cambiado. Ya no se ven tantos solares, llantas oxidadas, Xibecas rotas, condones pisoteados, hipodérmicas sucias o páginas del 'Lib' pringosas; ya no existen las subculturas de los ochenta, rockers-skins-mods-punks, cuando éramos cientos por cada uno de los suyos; es difícil topar con yonquis vieja escuela, quinquis de futbolín; los bares y las calles colgaron los harapos y ahora visten de charol; escasea la uralita. Quizás se haya extinguido lo que Daniel Ausente define como «Gótico Llobregat»: el paisaje post-'blitz' de aquel demencial y genuino Baix pre-olímpico.
Pero no. Si entrecierras los ojos sigue allí: las moreras, los zarzales, las espiguillas; los cañaverales meciéndose, llenos de polvo, al lado de un río inmundo (hoy menos); aquel tipo tan concreto de fealdad y desolación distópica que acabas amando; los colgaos, los tajas y friquis; las naves industriales, los invernaderos, los Ferrocatas, la ermita de Sant Ramon vigilando su parcela ruinosa desde allá arriba. Tan cerca de la Ciudad Condal y tan lejos; como si fuésemos de otro lugar, mucho más remoto y raro.
Y Barcelona está muy bien, claro: desde luego es más bonita y plácida. Tiene metro y los bares no cierran. Y asimismo, lo que todavía inflama mi corazón reumático es aquel país: mi juventud en el Baix Llobregat: 1988, agosto a las cinco de la tarde, el pueblo desierto, como si hubiese estallado una bomba H, y siete rapados bajando por la calle Jaume I, sin camiseta y sin estudios, berreando a los Specials con aquella euforia y mala leche tan típicas del mastuerzo santboiano.
No: nunca me he ido de allí. Sigo anclado en aquel momento. Jamás sabré qué va antes, Rosselló o Còrsega.
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