Cinco años no es nada

DAVID FERNÀNDEZ

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Plazas, cacharros, repique de cacerolas, ágoras y asambleas. Y porrazos y recortes. Espejo retrovisor, debemos preguntarnos dónde está el 15-M, 1.825 días después. Contra fatalistas e ilusos, nunca desapareció: se recompuso dispersándose y germinando. Ciertas cosas han cambiado -sobre todo nosotros mismos, que ya no somos iguales cuando ya nada es lo mismo-, otras siguen igual y muchas han empeorado. Entonces la consigna era Islandia, Tahrir, Palestina. Hoy podría ser Idomeni, Kobane, Lampedusa. La pregunta indignada retumba y ya no pide si otro mundo es posible, sino cómo es posible este.

Batalla entre el miedo y la esperanza, la mayor aportación tangible del 15-M es aún cultural: la deslegitimación de un sistema en fallida, la desautorización de un régimen impugnado y una renovada conciencia social contra un capitalismo senil que todo lo revienta. Aquella aportación ético-política arraigó, desvelando un triple final de ciclo: de régimen, fraude y relato. De relato porque la generación más preparada según el discurso oficial es ya la más precaria. De fraude, con todas las burbujas estallando. De régimen, con el teatro de cartón-piedra y todas las vergüenzas al descubierto.

En medio de la pesadilla neoliberal, la herencia fértil del 15-M es que vale la pena resistir y que, si no nos dejan soñar, no les dejaremos dormir. Sabia pancarta: qué larguísima se está haciendo la transición a la democracia. Resistiendo desde la lección indignada: el camino es largo y nunca se acaba, sí, pero se debe hacer todo, entre todas y todos, y reconstruyendo desde las cenizas, los escombros y las dudas en una crisis que aún nos indigna. Por ello la plaza -que cierra la calle pero abre el camino- nos sigue esperando aún. La calle: allí donde todo empieza y todo acaba. Y todo vuelve a empezar.