EL CENTENARIO DE UN GENIO DE LA PALABRA

Camilo José Cela: la mirada del lobo

Con motivo de la conmemoración del centenario del nacimiento del autor de 'La colmena' -se cumple el próximo 11 de mayo-, EL PERIÓDICO propuso a su hijo, Camilo José Cela Conde, que escribiera un retrato de su padre. Esta es la mirada desde la cercanía familiar a un creador libre, con carácter y polifacético.

Camilo José Cela: la mirada del lobo

Camilo José Cela: la mirada del lobo

CAMILO JOSÉ CELA CONDE

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La fotografía muestra un hombre aún joven, de barba oscura y poblada y con la mirada perdida a lo lejos. Lleva boina y está sentado en la escalinata que queda al pie del pórtico de una iglesia románica del Pallars Sobirà. Junto al mentón se yergue un cayado para atestiguar que el tránsito por los senderos de la montaña no es fácil, que es menester a menudo algún que otro sostén.

El hombre aún joven descansa, hace un alto en el camino que le habrá de llevar más tarde, paso tras paso, al Val d'Aran y al condado de Ribagorça en el Pirineo de Lleida. En la fotografía no se ve pero el hombre toma notas de su viaje, apuntes y mapas dibujados un tanto al desgaire, con la confesión anticipada de que no tienen por qué ser tomados al pie de la letra. No se responde más que de la buena voluntad, dice, y acierta. La buena voluntad es garantía suficiente y más aún si la enarbola un hombre aún joven y solitario como un lobo que se pierde en la nieve.

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El lobo no es mal espejo de caminantes, dice también el hombre joven y solitario. Acierta de nuevo.

El hombre de la fotografía -¿saben?- es mi padre; ese hombre verterá un día sus planos y sus notas en el manuscrito del libro cuyo título habla de aquellos montes. En el libro el hombre se llamará a sí mismo el viajero, siempre en tercera persona, sin apear jamás el artículo ni añadirle nunca al sustantivo coletilla alguna. Antes, en otras de sus caminatas por tierras de judíos, moros y cristianos, por las leguas andaluzas, por la Mancha entera, el hombre de la barba, la boina y el cayado tomaba el titulo de vagabundo. De eso tiene pinta en la fotografía, bien es cierto. El vagabundo. El bastón, la boina y la barba, los ojos que buscan el horizonte avalan tal condición. El cayado también, al alcance de la mano. El vagabundo de la Alcarria, del Guadarrama, de la sierra de Gredos. Del Pirineo, ahora mismo.

EL VAGABUNDO

¿Cuánto dura el alma de un vagabundo antes de convertirse en otra cosa? No se sabe. A veces dura tanto como las expediciones de los buques que, siglos atrás, iban en busca de nuevos continentes husmeando por las aguas del océano Pacífico: tanto como duraba la vida misma de la marinería. Otras veces el vagabundo cuelga la boina, se afeita, guarda el bastón y cierra los ojos mientras las ideas se le componen de otra forma. Pero, incluso barbilampiño y de chistera y guantes, sigue siendo el mismo que siempre porque en sus ojos arde todavía la luz aquella que iluminaba los peñascos.

La luz de la mirada lo es todo: sostén para el camino difícil, agudeza de pulso a la hora de ir anotando lo que sucede, memoria de los nombres de los lugares y de las gentes, ejemplo de lo que es un libro que habrá de servir de testimonio. Hay un vagabundo por debajo de cualquiera de los ropajes hasta que la mirada se apaga.

LA METAMORFOSIS

Con los años, la barba, la boina y el cayado del hombre -ya no tan joven, ni tan solitario- desaparecen. Algunos de los viajes de antes se harían de nuevo una última vez en la vida pero a bordo, ahora, de un automóvil, de un 'rolls royce' conducido por una choferesa negra, alta y bella a la que el antiguo vagabundo bautiza como Oteliña por razones evidentes.

Al vagabundo nunca le gustó demasiado conducir pero sí los automóviles deslumbrantes. Un 'jaguar', un 'morgan', un 'rolls royce', algo que no esté al alcance de un viajero cualquiera. En un automóvil así estorba el equipo necesario para caminar por la horqueta de Areu y, en consecuencia, se queda en tierra. Pero ¿es eso todo? ¿Podemos dar por liquidados ya los signos del vagabundo y pasar capítulo?

No. Nos falta por saber en qué queda la mirada.

¿Qué les sucede a los ojos penetrantes, al fogonazo capaz de entender de un solo golpe el alma del perrillo que le ladra al vagabundo al adentrarse por un caserío remoto de la borda del Lobezno?

Ahora ya no es posible decirlo; los ojos se han apagado para siempre. Lo que fue de aquel viajero que supo recoger una España en trance de quiebra hay que sacarlo de otras fuentes: de las fotografías, de los libros. De las cartas.

EL VIAJE

En el Val d'Aran el vagabundo perdió a su amigo don Felipe, artillero de oficio, y lo estuvo llamando a gritos hasta enronquecer mientras coronaba el puerto de la Bonaigua. El amigo del vagabundo iba también de boina y cayado; se conoce que o lo exige el terreno o lo dan las aficiones.

Pero don Felipe no contesta.

Probemos nosotros a llamar a gritos al vagabundo frente al Aneto, en la alfajía de Garona de Ruda, ante la Mujer Tumbada, en Jauja o Jajua, en la Ventana del Diablo. Lo mismo aparece de nuevo, boina, barba, bastón y mirada penetrante. Igual podemos mirarle a los ojos para convencernos de que no hemos soñado, de que existió una vez y, por tanto, existirá para siempre, de que sus libros son como son porque él fue como fue y nadie jamás podrá ni por asomo secuestrar su recuerdo de entonces.

Los tratados de literatura dicen que el primer libro de viajes que escribió el vagabundo hablaba de los caminos de la Alcarria, de Guadalajara a Zorita; pero quizá se equivocan. Tres años antes de que sucediese eso el vagabundo en ciernes publicó una gavilla de historias dedicadas a las nubes que pasan sobre la ciudad, altivas a veces, dice él, grises y taciturnas. En la cubierta del libro una goleta, o una fragata airosa, o quizá una bricbarca –dejémoslo así– se aleja del puerto con todo el velamen al aire. Las tejas de las casonas le dicen adiós en silencio, que es la única manera digna que hay de despedir a un barco de vela cuando larga amarras. 

De tal guisa comienza un viaje, o sigue, tal vez, un recorrido que habría de acabar 57 años más tarde en la misma ciudad, durante un invierno tenebroso, comido de nieblas, en el que las nubes taciturnas, grises y altivas tuvieron que pararse para derramar una lágrima.

Las bricbarcas, luego de que zarpan, desaparecen. Nadie sabe cuándo habrán de volver.

Entre sus historias acerca de las nubes de la ciudad el vagabundo cuela una dedicada, fíjense bien ustedes, a Camila Trulock de Cela, que así se llamó su madre. Es un cuento sobre la moza Catalinita, que tocaba el piano mientras esperaba que la bricbarca 'La Joven Marcela' volviese al puerto, y se murió entre tanto de tisis y de desesperanza.

Camila Trulock de Cela tocaba el piano pero no quiso morirse aguardando la vuelta de ningún velero, ni siquiera una bricbarca de tres palos gruesos y altos. Quizá por eso admitió un último apellido y tuvo un hijo vagabundo entre muchos otros. De los libros de su hijo el vagabundo, a Camila Trulock, de Cela por fin, le gustaban en especial los de viajes.

La bricbarca 'La Joven Marcela' –lo dice el escritor– parece una nubecilla que la brisa marina empujase hacia la tierra.

Un viaje es como cualquier otro episodio de la vida; es, en realidad, la vida misma puesta en fila india para que uno pueda vigilar con mucha atención sus pasos.

Camilo José Cela - A Fondo (1976) from Zariluz on Vimeo.

LA LOCURA

Poco a poco, sin apenas entender lo que sucede, el vagabundo ése de quien era difícil encontrar una foto fuera de los libros se convierte en personaje público, en carne de deseo de las crónicas de sociedad. Una mañana las noticias que vienen desde la Europa del norte desencadenan la locura. El premio de los premios llegado desde Estocolmo, el que solo obtienen los vagabundos muy cuidadosos en la tarea de verter sus recuerdos sobre el papel, ya es suyo.

La bricbarca se estremece. Cuando creía haber llegado a la isla de la fuente de la eterna juventud, una laja oculta le rasga la obra viva. ¿Será posible que el recodo más feliz del viaje sea también una trampa, la amenaza peor que existe para cualquier vagabundo que creía haber logrado convertirse en un lobo solitario? ¿Quedará tieso el dedo curvado sobre la pluma que iba desde el papel al tintero, de ida y de vuelta una vez y otra, con un ritmo que se antojaba invulnerable y eterno? ¿Será un recodo como cualquier otro del camino o, por el contrario, la etapa última y estéril, el final de las palabras escritas con una letra diminuta y las tachaduras tan cuidadosas como bellas?

Las nubes te habían murmurado al oído susurros que ahora parecen callar porque la bricbarca, con los fondos abiertos, ya no flota. Su madera es recia pero densísima, más que el agua, madera de guayacán, madera de boj, madera de mangle. Siempre que sucede eso hay que entornar los párpados, musitar una plegaria a los dioses que no existen y salir huyendo hacia dentro, hasta allí donde quedan la boina y el cayado, donde se refugiaron los mechones caídos cuando las tijeras se abrían paso a través de la barba. A veces hay que volver atrás.

El vagabundo certifica que es así sin necesidad de poner por testigo a dios alguno. Lo hace en las páginas finales de aquel primer viaje que fue luego el único, el permanente, el crucial, el admirable, mientras volvía de la Alcarria que nunca llegó a abandonar del todo. 

Allí lo dice: el vagabundo caminó por donde quiso y, por donde no quiso pasar, dio la vuelta…

Retirarse del camino por el que no se ha de pasar. Eso es lo que hay que hacer. Dar la vuelta. 

¿Serás todavía capaz de sacar fuerzas de la nada cuando lo cómodo es caer en la tentación de lo más fácil, de aquello que jamás tuviste cerca de ti cuando, bastón en mano, te adentrabas por el filo de la raya de Francia?

¿Sabrás dar la vuelta a tiempo sobre tus mismos pasos?

LA OSCURIDAD

La fotografía última estremece. Es la imagen del antiguo viajero que humilla la testuz ante un rey remoto en el mes de diciembre de 1989, cuando en la ciudad que queda muy arriba, Estocolmo, en medio de la mayor oscuridad de las nieves del invierno, se celebra el ceremonial de la corte. Reverencia, medalla, diploma. Concierto excelso. Un premio que no es uno más; es el premio de los premios, el que está muchos codos por encima de cualquier otro imaginable.

¿Qué debió pensar allí el viajero, aquél que en las faldas de los Pirineos nos decía que deseaba morir en el camino mismo como un viejo caballo y con las abarcas puestas?

No se sabe.

Las abarcas deslucen en el protocolo rígido y pomposo de la corona de Suecia. Frac, camisa blanca, chaleco y pajarita de color negro. Los demás galardonados llevan esta última prenda también blanca; el luto es un privilegio especial para los vagabundos capaces de alargar a los guardiaciviles una tarjeta de visita con letra del bulto que pone de la Real Academia Española. 

A partir de ahí la oscuridad del invierno se vuelve niebla negrísima de la mano de las nubes que pasan. Ya no llueve mansamente y sin parar, como cuando suena una mazurca; ahora nieva y la raya del monte termina borrada entre los copos que caen sin ganas. Las nieves son el mejor amigo de un lobo solitario pero, en esta ocasión, el vagabundo no supo darse a tiempo la vuelta. No tenía a mano ni la boina, ni el bastón, ni el aderezo hirsuto de la barba. 

La luz desapareció del iris del vagabundo años antes de que pudiera, por fin, cerrar los ojos. 

Su mirada se apagó mientras el lobo solitario huía nieve adentro. 

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