desplazarse con niños: UNA PESADILLA

El vía crucis de una mamá en tren

"Viajar en Renfe con bebés es un infierno", me habían advertido varios amigos. Qué exagerados, pensé. Hasta que cogí a mi hijo, su sillita, su mochila, mi mochila, mi bolso y nuestra enorme maleta y me planté en la estación. Sola. Entonces empezó un 'show' en el que ni Superwoman hubiera salido airosa. Bienvenidos a bordo.

Una mujer con su bebé, en la estación de Atocha.

Una mujer con su bebé, en la estación de Atocha.

POR olga pereda

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La primera vez que viajé en tren sola con mi hijo tenía cuatro meses. El trayecto: Madrid-Málaga. Algo fácil. Un AVE de dos horas y media. Varios amigos me habían alertado del "infierno". Exagerados, pensé. Tengo poco de princesa y mucho de mula de carga, así que cogí a mi bebé y nuestro voluminoso equipaje y me presenté en Atocha. Cuando saqué 'on-line' el billete (los niños menores de cuatro años no pagan) me percaté de que Atendo [servicio de ayuda al viajero] tenía una pestaña específica de sillitas de bebé. Oh, fantástico. Marqué la casilla.

Como a previsora no me gana nadie, llegué con tres cuartos de hora de antelación y fui directamente a Atendo. Qué grave error. Maldita ingenuidad. El responsable comprobó mi nombre en el ordenador. Bien. Luego me miró y dijo "este servicio es para personas con movilidad reducida". Y puso cara de "qué haces tú aquí". Opté por callar y poner cara de "mis piernas funcionan perfectamente y mi bebé está sano. Pero con cuatro meses de vida no es que tenga movilidad reducida es que no tiene movilidad".

ANGUSTIA CRECIENTE

"Hoy tenemos muchas personas que sí necesitan nuestra ayuda. Lo mejor es que espere", continuó el empleado. Esperé. Y esperé. Y esperé. Se acercaba la hora de la salida y yo ahí, con cara de pato, aguardando no sé muy bien qué. El personal de Atendo iba y venía acompañando a gente mayor. Todo mi respeto, pero si no echan una mano a los que viajamos solos con un bebé ¿para qué lo incorporan entre sus opciones?

Mi angustia creció cuando me espetaron: "No podemos ayudarla, pero siga a este compañero". Y allá que fui, con una mano empujando el carrito y con otra, la maleta mientras, con los dientes, agarraba las dos mochilas y el bolso. Cuando desplegué mis poderes de supermujer y conseguí subir al vagón vi que no tenía espacio para dejar el carrito ni el equipaje. El empleado de Renfe me ordenó plegar el chasis . Y empecé a sudar sangre. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí fuera, grabando? ¿Es un programa de 'Inocente, Inocente'? ¿Cómo pliego el carrito en un minipasillo? ¿Dónde lo meto si no hay un milímetro en el espacio de las maletas? ¿Cómo lo doblo y sostengo a mi hijo al mismo tiempo?

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POR MIS NARICES

Histérica, llamé por teléfono a mi pareja (el padre de la criatura) y le dije que me bajaba, que no nos esperara en Málaga porque era imposible que pudiéramos viajar. Con su habitual cachaza, me instó a calmarme. Quise asesinarle. Pero, al final, me convenció. Por mis narices que viajaría. Varios compañeros de vagón me echaron mil manos. Uno cogió a mi loco bajito y otro se encargó del chasis. Por fin, me senté con el chiquitín en brazos. Y se me encendió una bombilla: asientos de minusválidos. Cuando pasó el revisor le pregunté si esas plazas estaban ocupadas. "Sí. No son minusválidos, pero se han puesto ahí. Ya sabe cómo es la gente", me soltó con sorna marca España. Me hice fuerte y rogué: "¿Podría decirles que estoy con un bebé y que nos dejen ocuparlas?". La respuesta me produjo estupor, temblores y urticaria: "Vaya y dígaselo usted". La airada negativa hizo que varios compañeros de viaje le afearan la conducta y al sobrado revisor no le quedó más remedio que ir él. Los 'okupas' se levantaron y conseguí viajar en paz.

Un par de meses más tarde, con más moral que el Alcoyano, emprendí un nuevo viaje sola con mi enano. Había aprendido varias lecciones. Una: no acudir a Atendo. Dos: viajar sin maleta. Y tres: ir directamente a las plazas de minusválidos (ojo, siempre y cuando no estuvieran ocupadas por personas con movilidad reducida). El trayecto era más duro: Madrid-Bilbao. 5 horas. Y no en AVE. Iba tan obsesionada por localizar las plazas de minusválidos que, pequeño detalle, me olvidé de comprobar en qué andén estaba. Volví a subir -a pulso- la sillita del bebé. Los revisores dominan la técnica de mirar para otro lado cada vez que ven a una mamá en la misma situación. Nadie les obliga, pero ¿qué tal un poco de cortesía?

INSUFRIBLEMENTE PEQUEÑAS

A diferencia del AVE, en los Alvia las plazas de minusválidos son insufriblemente pequeñas. Mi hijo y yo nos (mal) acoplamos como pudimos. Para un ser de meses (al menos, para el mío) es mucho mejor estar tumbado en su sillita. Tenerle en el regazo durante cinco horas implica tener unos brazos a prueba de bomba y un  portentoso suelo pélvico (¿qué haces con el pequeñajo si quieres ir al baño?)

En aquel vagón no había opción de ponerme al lado de su carrito. O bien me sentaba yo y le dejaba tirado o bien me pasaba con él las cinco horas de pie, vigilando su apacible sueño. Como una buena mala madre, opté por mezclar ambas opciones. El tren llegaba a su destino a las 21.00 horas. Pero pasaban ya unos minutos y aquello seguía en marcha. "¿Cuándo llegamos a Bilbao?", pregunté al personal de Renfe. "Este tren no va a Bilbao. Va a Hendaya".

Con tanta angustia y tanta prisa no me había percatado, imbécil de mí, del tren en el que me metía. ¿Había traído biberones suficientes o moriría de hambre mi hijo en el camino a Francia? Mi cabeza era una bomba, y estallé.

Con excepción del posparto, creo que no he llorado tanto en mi vida. Una vez más, el consuelo lo encontré en mis compañeros de vagón. El revisor me recordó que el tren paraba en San Sebastián y me vino a decir que más se perdió en la guerra de Cuba. Un caballero, sin embargo,  se apiadó de mí y me ofreció lo que necesitaba: un poco de humanidad. "Tranquila. Vivo cerca de la estación de Donosti. Si quieres llamo a mi mujer y le digo que vaya a una farmacia a por leche para tu hijo. Quédate en casa las horas que necesites".

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SOMOS LA PESTE

Le di  las gracias y le dije que no hacía falta. Llamé a mi pareja -que estaba esperándonos en la estación de Bilbao- y le pedí que viniera a buscarnos a San Sebastián. El error, mayúsculo, había sido mío. De acuerdo. Pero ¿lo hubiera cometido si viajar en Renfe con un niño no fuera una gincana? ¿Qué tal poner un vagón infantil para que los (muchos) enanitos que viajan con sus papás no sean la peste?

Con la nueva lección aprendida (comprobar la ciudad de destino) emprendí otro viaje. De nuevo, a Bilbao. Me colé en preferente y el revisor, amable, me instó a cambiarme a turista. Él llevaba razón, pero el tren iba, literalmente, vacío. Así que apelé a su corazoncito. Otra lección aprendida: rascarme el bolsillo y sacar billete en preferente.

Así lo hice en mi siguiente viaje. Nada más pasar el control de seguridad, tras despedirme de mi pareja a lo 'Paraguas de Cherburgo', el personal ferroviario me ordenó que plegara el chasis. Está científicamente comprobado que no puedes hacerlo mientras sostienes al crío, así que le dije que avisaría a mi pareja para que me echara una mano. Respuesta: "No. Él no puede pasar al andén". Me di la vuelta. Quise pintarme la cara de azul y lanzar un grito a lo Braveheart. No tenía acuarelas, así que me limité a levantar mi dedo corazón y hacer una larga, prolongada y sentida peineta. Al revisor. A Renfe. Y al mundo. Puedo presumir de valentía, pero reconozco que lo hice porque pensé que el empleado era personal de tierra. Quise que la ídem me tragara cuando,  más tarde, lo vi en el vagón.

El ser humano es el único animal que tropieza varias veces en la misma piedra. Y yo, animal en toda regla, vuelvo a viajar sola con mi hijo esta Semana Santa. Renfe, ten piedad de nosotros.