'TESTIGO DIRECTO' PUBLICADO EL 22/1/2012

Con Fraga en Palomares

Una de las imágenes de la España preconstitucional es la de aquel Fraga en Meyba entrando en las aguas de Palomares para demostrar que no había rastro de radioactividad tras el primer accidente nuclear de Europa. Uno de los periodistas que consignaron aquel baño, antiguo jefe de internacional de EL PERIÓDICO, remorara aquí aquel día. 

Una de las imágenes de la España preconstitucional es la de aquel Fraga en Meyba entrando en las aguas del mar en Almería

MATEO MADRIDEJOS / BARCELONA

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Exactamente 46 años después del accidente nuclear de Palomares, algunos terrenos de esa pequeña localidad almeriense conservan la triste primacía de ser los más contaminados de Europa occidental. Una situación que no podíamos imaginar los periodistas que asistimos el 8 de marzo de 1966 al espectáculo protagonizado por el embajador norteamericano en España, Angier Biddle Duke, y el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, que se zambulleron en las aguas de la playa próxima al lugar del desastre con la pretensión de demostrar que el peligro de radiactividad era imaginario.

Una vez más, los políticos creyeron que una imagen podía enmascarar la realidad. El tiempo les quitaría la razón, de manera que Palomares, minúsculo enclave del Mediterráneo, pervive en la historia del mundo como un hito de la calamidad nuclear. Porque los gobiernos de Washington y Madrid aún andan enredados en ultimar un acuerdo para la descontaminación del terreno y compensar económicamente a los campesinos propietarios de las tierras torturadas por el plutonio, el material radiactivo que se dispersó en la atmósfera circundante. El gobierno de Rajoy debería tomar nota de la exasperante duración de la pesadilla y el perjuicio.

Mi presencia en aquella ocasión memorable en la pedanía de Palomares, municipio de Cuevas de Almanzora (Almería), se debió tanto a las presiones políticas como a las circunstancias familiares. La iniciativa partió de Carlos Sentís, entonces presidente de la agencia EFE, muy vinculado a Fraga y al diario 'Tele-eXpres', en el que yo trabajaba, que insistió ante Sempronio y Josep Pernau, director y redactor jefe, respectivamente, en la conveniencia de que el rotativo estuviera representado en el acto diplomático-festivo preparado en la aldea almeriense, 20 días después del accidente.

La razón familiar era que mi mujer, Montserrat Mora, inspectora de Enseñanza, se encontraba en Jaén, como presidenta de un tribunal de oposiciones de maestros, junto con mi hijo Antonio (hoy redactor de EL PERIÓDICO), que a la sazón tenía 10 meses. Como el viaje organizado por el Ministerio de Información y Turismo para los periodistas españoles y extranjeros incluía una parada de varias horas en Jaén para el almuerzo y la visita de la catedral, mi amigo Pernau venció mis reticencias al decirme que era una buena oportunidad para que abrazara a mi familia.

En aquellos días, entre rumores incontrolables sobre lo ocurrido en Palomares, la efervescencia era notable en los periódicos de Barcelona. La nueva ley de Prensa, promovida por Fraga como signo de apertura, estaba en discusión en las Cortes, y fue aprobada el 19 de marzo.  Al desaparecer la censura previa, los directores de los periódicos cargaron con la responsabilidad de adivinar los intereses y prevenir la cólera del poder. El poder de Fraga, naturalmente.

La situación en Tele-eXpres era inestable porque Sempronio no era un hombre del régimen y varios redactores estábamos en conciliábulos para constituir el Grupo Democrático de Periodistas (GDP), cuya reunión constitutiva se celebró un mes después. El viaje, organizado por el ministerio, me parecía un pesebre poco apetecible, y hasta envenenado, la servidumbre de un acto de propaganda concebido para seguir ocultando la gravedad de la situación en la zona afectada por el accidente nuclear.

INFORMACIÓN OCULTA

El viaje sirvió, entre otras cosas, para confirmar mis sospechas de que tanto los norteamericanos como las autoridades españolas, aunque por razones distintas, ocultaban información sustancial sobre lo ocurrido y sus terribles secuelas, en un momento especialmente agudo de la guerra fría, cuando Washington temía que los soviéticos explotaran el temor nuclear entre los europeos y sacaran alguna ventaja de la colisión aérea y de la lluvia radiactiva que cayó sobre varias parcelas de Palomares.

Las informaciones fueron al principio confusas y fragmentarias, incluso para el jefe de Internacional de un periódico de Barcelona, ése era mi caso, que escuchaba la BBC y leía diariamente varios periódicos extranjeros. La censura que aún imperaba en la prensa española encontró un inesperado aliado en el interés estratégico de Washington por no dar detalles de la colisión en pleno vuelo de dos aviones, uno de los cuales, el bombardero B-52, transportaba cuatro bombas nucleares. Fue el primer incidente de ese tipo en suelo europeo.

La primera noticia la leí en la edición europea del 'New York Times', editado en París, que reproducía un despacho de la agencia United Press International, fechado en Palomares, el 19 de enero de 1966, dos días después de haberse producido el accidente. El titular a una columna era un prodigio de imprecisión: "Se dice que EE UU busca un ingenio atómico perdido". El despacho añadía que siete de los tripulantes de los aparatos resultaron muertos y que los militares norteamericanos no habían querido confirmar ni desmentir que estuvieran buscando una bomba caída de un bombardero B-52 que chocó en el aire con un avión nodriza.

CUATRO BOMBAS

La información y la búsqueda quedaron centradas en la bomba perdida en el mar, una cuestión de Estado estrictamente secreta, mientras se ocultaba o se hablaba indirectamente de las otras tres bombas de hidrógeno que cayeron en tierra, dos de las cuales sufrieron fisuras y causaron una grave contaminación de plutonio. No se produjo ninguna explosión nuclear, pero sí estallaron los detonadores de TNT de dos bombas, a causa del impacto, y se consumó la fuga radiactiva.

Aunque los aviones que chocaron en vuelo procedían de EE UU, las tareas de recuperar la bomba extraviada y delimitar los terrenos contaminados, entre ellos, una plantación de tomates, estuvieron a cargo de los militares norteamericanos de la base de Torrejón de Ardoz  (Madrid). En los primeros trabajos sobre el terreno se cometió el error de quemar los tomates, lo que sólo sirvió para expandir la contaminación.

La excursión que nos condujo a Palomares fue organizada por la dirección general de Prensa, del ministerio de Fraga, cuyo titular era Manuel Jiménez Quílez, para suscitar el interés de los periodistas españoles y extranjeros que hicimos el trayecto en autobús. Tras almorzar en Jaén, dormimos en el parador de Puerto Lumbreras (Murcia), y al día siguiente llegamos a Palomares, donde nos encontramos con la sorpresa de que el embajador norteamericano se había anticipado con una primera zambullida en la playa de Mojácar, frente al parador homónimo construido por el ministerio de Información y Turismo, una pieza más del primer boom turístico e inmobiliario de una zona hasta entonces deprimida y con la pesca como único medio de vida.

EL BAÑO DEL NO-DO

El segundo baño, el que apareció en el No-Do y en las fotografías de la época, con el embajador Duke y el ministro Fraga como grandes estrellas, acompañados por otras personalidades, entre ellas Carlos Sentís, se escenificó en la playa de Palomares con el objetivo de disipar los persistentes rumores de que el agua estaba contaminada, cuando realmente la radiactividad más peligrosa afectaba a la tierra. Los periodistas no fuimos instados a meternos en el agua y contemplamos la escena desde la orilla. El telón de fondo eran dos grandes lanchas de desembarco norteamericanas.

El embajador Duke nos aseguró que el agua estaba mejor de temperatura que la de Long Island en mayo. No escuché ningún comentario de Fraga, tras salir del agua, pero en el discurso que pronunció en la plaza del pueblo, adornada con banderas y gallardetes, en un ambiente similar al de 'Bienvenido Mr. Marshall', prometió un futuro mejor a los campesinos y aseguró que el gobierno prestaría una atención especial a la costa almeriense y en particular a la de Palomares, para que pudieran incorporarse al proceso de desarrollismo que se venía gestando desde el plan de estabilización de 1959.

Fraga tenía entonces 43 años, un entusiasmo y una energía a prueba de bomba –nunca mejor dicho—y una propensión acusada hacia las promesas rimbombantes. En su discurso, al inaugurar el parador de Mojácar, a 8 kilómetros de Palomares, en el que almorzamos, estuvo emotivo y locuaz, llegando a vaticinar que uno de los mayores atractivos turísticos de la zona sería "la pesca submarina". Muchos pensamos que era un  desliz inapropiado en aquellos momentos, cuando una Task-force de 16 buques de guerra norteamericanos surcaba día y noche aquellas aguas en busca de la bomba.

Pese al despliegue naval norteamericano, la localización de la bomba debe mucho a un pescador de Águilas (Murcia), Francisco Simó, que situó con exactitud la zona en que había caído y guió a los marinos. Conocido desde entonces por Paco el de la bomba, ganó gran notoriedad en toda España y fue agasajado en la embajada de EE UU en Madrid. El 7 de abril, 80 días después del accidente, la bomba aparentemente intacta fue izada a la superficie por los buzos y trasladada a uno de los buques de la Marina estadounidense.