Historias

Un abismo de hielo

La palabra 'confinamiento' remite al Gulag y a Siberia, donde espacio y soledad se pierden en el horizonte

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Olga Merino

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El diccionario define el verbo confinar, en su segunda acepción, como “recluir algo o a alguien dentro de límites”. Después del encierro doméstico por el virus, parece desde luego un contrasentido que la imagen por excelencia del confinamiento remita al corazón de Rusia, a Siberia y más allá, al extremo norte, donde la taiga se confunde con la tundra. En ese abismo remoto, la máquina de trinchar estalinista construyó una compleja red de campos de concentración conocida por su acrónimo en ruso Glávnoye Upravlenie Lagueréi (Administración General de los Campos); o sea, el Gulag. Un infierno de hielo, de soledades absolutas, el sumidero adonde iban a parar los disidentes, los desafectos, los “enemigos del pueblo”. ¿Es posible confinar a alguien en el espacio infinito? En el caso improbable de que el preso lograra traspasar las estacas y la alambrada, ¿hacia dónde encaminaba sus pasos en la nieve sin fin? Musitar el simple nombre de los campos hiela el espinazo: las islas Solovkí, Vorkutá, Magadán, el canal que une el mar Blanco con el mar Báltico, que Stalin se empeñó en construir con mano de obra presidiaria, trazando una línea recta sobre el mapa con la boquilla de su pipa.

A partir del régimen zarista

Aunque el destierro a los hielos siberianos se asocia sobre todo a los años del terror en la Unión Soviética, la patente del ‘invento’, el castigo a los confines, corresponde al régimen zarista, como bien comprobó Dostoievski en su esqueleto de papel. El pobre diablo había cometido “crímenes contra la seguridad del Estado” en una supuesta conspiración; esto es, había participado en tertulias donde se discutían las ideas de socialistas utópicos y comunistas. La pena de muerte le fue conmutada por cuatro años de prisión en la ‘kátorga’, cuatro años en el presidio militar de Omsk (1850–1854), donde fue sometido a trabajos forzados: machacar alabastro, acarrear ladrillos y espalar nieve.

De aquella experiencia surgió un libro prodigioso, ‘Memorias de la casa muerta’ (Alba), con el que Dostoievski inauguró la tradición de la literatura penal, tan pródiga en la vieja Rusia: ‘Resurrección’ (Tolstói), ‘La isla de Sajalín’ (Chéjov), ‘El vértigo’ (Yevguénia Ginzburg), ‘Relatos de Kolimá’ (Varlam Shalámov) o ‘Archipiélago Gulag’… En el lenguaje figurado de los presos, los campos se veían como islas remotas, de ahí el título que Solzhenitsin escogió.

De su paso por un presidio militar surgió un libro prodigioso, 'Memorias de la casa muerta' (Alba), con el que Dostoievski abrió la tradición de la literatura penal rusa

El inmenso autor de ‘Crimen y castigo’ volvió transformado de Siberia, renegando de sus ideas políticas. Dostoievski consideró su experiencia penitenciaria un camino de purificación, una especie de catarsis, y llegó a bendecir al destino “por haberme enviado esa soledad, sin la cual no habría sido posible ni ese juicio sobre mí mismo ni esa revisión tan estricta de mi vida anterior”. La mayoría de autores, sin embargo, relata un descenso a los infiernos, una caída en el pozo de la deshumanización, donde se superponían el agotamiento por el trabajo en las minas o la construcción, el hambre, la estrecha convivencia, la mezcla de presos políticos y comunes, las continuas humillaciones y el frío atroz; los hombres lloraban al no poder abrocharse los pantalones con los dedos agarrotados. ¿Enfermedades? La osteomielitis por congelación o el escorbuto y la pelagra por falta de vitaminas.

“Ningún ser humano debería ver lo que yo he visto, ni siquiera saber de ello”, sentenció Varlam Shalámov, cuya obra ha publicado Minúscula en un esfuerzo mayúsculo. Él se vació en su escritura, seca como una bofetada, para que no dejemos de recordar quienes llegamos después.         

                      

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