Historias

El virus de la posguerra

La vacuna contra la polio llegó a España una década más tarde de su descubrimiento en 1955 por negligencia de las camarillas franquistas

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Olga Merino

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Siempre que pienso en la poliomielitis, no sé bien por qué, me acuerdo de los juegos de la infancia. Quizá porque una niña del cole la padecía y, aun así, pese al torso encorsetado y a los hierros y correajes que le sujetaban una pierna, se empeñaba en seguir más o menos el ritmo desquiciado en la hora del patio. Si se caía, no se quejaba; se ponía en pie y reanudaba el esfuerzo. Será a causa de ese recuerdo o, tal vez, porque se me quedó grabado a fuego un personaje secundario de ‘Las bailarinas muertas’, la estupenda novela de Antonio Soler, la descripción de un niño que invita a merendar en casa a sus amiguitos, con los que intercambia tebeos de ‘El Capitán Trueno’: “Entonces, al ver aquellas piernas como dos bufandas sin vida arrastrando tras Tatín, me di cuenta de lo que era la polio, una cosa blanda, leche que empapa los huesos y los deja como galletas que se caen en la mesa antes de llegar a la boca, algo mullido y silencioso, un sueño en el tuétano de las piernas”. La polio, en efecto, era cosa de niños.

La enfermedad, hoy ya prácticamente erradicada, afectaba sobre todo a los menores de 5 años. Otro maldito virus que, en este caso, invade el sistema nervioso y puede causar parálisis en cuestión de horas. Dicen que arremetía durante los meses cálidos del verano. A principios del siglo XX pocas enfermedades resultaban tan aterradoras. El presidente Franklin Delano Roosevelt la contrajo en 1921, cuando era un vigoroso hombre de 39 años, y este incidente, el hecho de que desde entonces tuvieran que sostenerlo para que pudiera caminar, aceleró la búsqueda de una vacuna.

'Los niños de la polio'

Como cuenta Philip Roth en la última novela que publicó, ‘Némesis’, sobre una epidemia de poliomielitis en el Nueva Jersey de los años 40, el pánico al contagio hizo que los padres de Newark prohibieran a sus hijos bañarse en las piscinas públicas, sacar libros de las bibliotecas públicas o acudir a cines con aire acondicionado. “Teníamos que lavar la fruta y la verdura antes de consumirlas, y mantenernos a distancia de cualquiera que pareciese enfermo o se quejase de alguno de los síntomas reveladores de la polio”. Una pesadilla hasta que, al fin, el 12 de abril de 1955, se anunció la efectividad de la vacuna descubierta por el médico y virólogo norteamericano Jonas Salk y se emprendió una campaña de inmunización.

Aun así, a pesar de que el remedio ya estaba disponible, el último brote de poliovirus en España se cebó con una generación de chiquillos, ‘los niños de la polio’, los nacidos entre 1950 y 1964. Desde el hallazgo del doctor Salk y hasta ese año, el virus causó graves discapacidades físicas a 12.000 niños y al menos se cobró 2.000 vidas. ¿Por qué? Por negligencia, según revela el médico Juan Antonio Rodríguez en el libro ‘Responsabilidades no asumidas: la poliomelitis en España (1954–1967)’. Porque el franquismo insistió en mirar hacia otro lado, ignorando la ratio de contagios. Por las luchas internas de poder entre camarillas, entre el Ministerio de Trabajo, en manos de los falangistas y responsable de gestionar el Seguro Obligatorio de Enfermedad, y la Dirección General de Sanidad, controlada por médicos militares católicos. Hubo quien pudo vacunarse, claro, los sectores más pudientes, pues el tratamiento costaba ente 9 y 25 pesetas.

Al final, una década después, cuando se impuso la campaña de vacunación masiva, se administró por vía oral, la variante desarrollada por el médico Albert Sabin, también norteamericano. Unas gotas amargas vertidas sobre un terrón de azúcar.

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