Historias

Napoleón en Santa Helena

El emperador depuesto, héroe de Austerlitz, fue a encontrar la muerte en el destierro, en una isla en mitad de la nada atlántica, a 2.000 kilómetros de tierra firme

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Olga Merino

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El periódico británico ‘The Times’ dio buena cuenta, mediante una extensa crónica ilustrada, de la partida de Napoleón rumbo al destierro definitivo desde el puerto de Plymouth, donde se enteró de que se lo llevaban a la isla de Santa Helena. Superado del enojo inicial, el emperador depuesto, ya casi calvo, con un mechón retador sobre la frente, se atrevió a formular dos preguntas: “¿Hay allí algún lugar para cazar? ¿Dónde residiré?”. Después de la retirada de Rusia (“Dieu me garde des russes!”), de la derrota en Waterloo y su abdicación en París, el pobre ‘Boney’ se había entregado a los ingleses en la creencia de que le dispensarían un trato clemente, tal vez una vida plácida en la campiña, y, sin embargo, lo despachaban al último confín de la Tierra, a un guijarro en medio del Atlántico, a unos 2.000 kilómetros de la costa surafricana, la tierra firme más próxima.

Embarcó en el ‘Northumberland’ junto con un puñado de adeptos —incluidos su chambelán Emmanuel de Las Cases y el conde Montholon y esposa (luego volvemos a ellos)—, 12 hombres y mujeres de servicio y un ajuar corto para quien había disfrutado de tan altos designios: dos vajillas de plata, un soberbio servicio de tocador también de plata, unos 3.000 libros, camas y una caja de rapé sobre cuya tapa, labrada en oro, un águila volaba desde la isla de Elba hasta las costas de Francia… Por eso lo querían bien lejos, porque nadie en Europa quería repetir el fiasco de la fuga.

72 jornadas de travesía

El 15 de octubre de 1815, después de 72 jornadas de travesía, el navío arribó a las costas escarpadas de Santa Helena, entonces propiedad de la británica Compañía de las Indias Orientales, en la mansión de cuyo superintendente se hospedó durante un par de meses. Luego lo trasladaron a Longwood House, una casona destartalada e infestada de ratas, a 500 metros sobre el nivel del mar, azotada por los vientos y la lluvia constante. La bronquitis y la mala uva no tardaron en hacer mella.

Como confinado, se construyó una rutina muy estricta. Se levantaba temprano y, después de un prolongado aseo, despachaba con el secretario Las Cases, autor de lo que iba a ser un ‘best-seller’, el ‘Mémorial de Sainte-Hélène’ (1823). Cenaba pronto, leía a los clásicos y jugaba a las cartas. Aprovechó también para aprender inglés. Pero la inmovilidad, excesiva para un temperamento bilioso, y la depresión menoscabaron pronto su salud. Ni una sola carta recibió de su segunda esposa, María Luisa de Austria, aunque cuentan las crónicas que se entretuvo bastante en los juegos de cama con Albine, la esposa del general Montholon.

La llegada de un nuevo 'carcelero'

Lejos del confinamiento en un piso de barriada, el corso podía desplazarse a su antojo por la isla, siempre acompañado de un general británico. No era la libertad lo que le faltaba, sino el poder; ¿cómo iba a complacerle a él, vencedor en Austerlitz, un pedrusco de 17 kilómetros de ancho por 10 de largo? Su tesitura empeoró bastante cuando llegó a la isla un nuevo ‘carcelero’, el severo ‘sir’ Hudson Lowe, quien fue aviando a los protestones, desde el secretario Las Cases hasta su médico, el irlandés Barry O’Meara, el primero en anotar en un cuaderno sus dolores de barriga.

Napoleón falleció de cáncer de estómago el 5 de mayo de 1821, a eso de las seis de la tarde. Aún necesitó 19 años para cumplir su deseo de ser trasladado a Francia, donde reposa en Los Inválidos, en un panteón de cuarcita roja. Pobre, diablo corso, no le fue bien con las islas. Nunca ganó una batalla marítima. ¡Pérfida Albión!                  

                

        

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