360º
La otra evasión de Moria

Clase de periodismo en el campo de refugiados de Moria. / ADRIÀ ROCHA
«De acuerdo, chicos. Ahora vamos a ver lo que conseguí grabar en la manifestación del otro día. Quiero que me interrumpáis, que me digáis qué os parece», exhorta el profesor. Los estudiantes, unos 15, más chicos que chicas, miran atentos a la pantalla. El vídeo arranca. «El movimiento de la cámara me parece buenísimo –interrumpe uno–. Las transiciones de una a escena a otra, la cercanía con lo que pasa… parece que estemos allí. Me parece genial». La manifestación que enseña el profesor ocurrió a principios de este febrero y fue, de largo, la mayor que han protagonizado los refugiados que habitan el campo de refugiados de Moria, el mayor de la isla griega de Lesbos y, también, de toda Europa. La policía griega, que quiso impedir la protesta, acabó por dispersarla a base de botes y botes y botes de gas lacrimógeno y algún porrazo.
Muchos de los alumnos de la clase, organizada por la oenegé Refocus Media Labs, de hecho estuvieron allí. «¡Mira! ¡Es Mustafá!», dice uno, mientras se ve como un policía, con el escudo antidisturbios, lanza al pobre Mustafá contra el suelo. Los estudiantes, hasta ahora tensos mientras ven el vídeo, comparten una risa generalizada. «Cuando se ven a ellos mismos en la cámara –dice Douglas Herman, fundador de la oenegé y profesor– ríen y se lo pasan bien. La cosa no daría mucho más de sí si no fuese porque nos hemos dado cuenta de que, cuando lo hacen, les ayuda a su salud mental. Les distrae, les hace estar más contentos. Y les sirve, también, para reflexionar sobre sus propias experiencias, sobre lo que les ha tocado vivir».
No pensar en el horror
Lo que les ha tocado, a los estudiantes de Douglas, es el campo de refugiados de Moria: un sitio con capacidad para 2.500 personas pero en el que viven, en la actualidad, casi 20.000. La violencia en el recinto es brutal. No hay servicios ni higiene alguna. La policía no se atreve a entrar, y la basura, sin nadie que la recoja, lleva meses y casi años de acumulación. Aprender un oficio –en este caso, el de periodista– ayuda a huir de todo eso, aunque sea solo por un rato: «Venir a clase y hacer esto me hace sentir muy bien. Siento que puedo disfrutar de algo mientras estoy atrapado aquí. Lo noto muchísimo: hay mucha gente con depresión en Moria, y venir aquí me resulta una forma de combatirla. Me siento mucho mejor», dice Hatif, afgano como la gran mayoría de habitantes del campo de Lesbos.
Estos días, Hatif, junto con otros compañeros de curso, trabaja en la conclusión de un cortometraje en el que llevan meses trabajando. El corto tiene vocación autobiográfica: explica la historia de un refugiado que aprende el oficio de periodista en Moria y, al salir de allí, acaba triunfando. En la última escena del vídeo –Hatif, atento y bueno en el apartado técnico, hace de cámara–, el protagonista ve su sueño hacerse realidad: expone sus fotografías en una galería de arte.
El papel de protagonista lo hace Alí. Tiene 16 años: «Veo a los reporteros y fotógrafos metiéndose delante de la policía, en la vanguardia de la guerra. Los veo y pienso: no tienen miedo. Me encanta. Quiero ser uno de ellos. Mi sueño es poder estudiar periodismo en Europa y llegar a serlo. Intento ya hacerlo ahora. Cuando veo algo interesante en el campo, lo grabo lo mejor que puedo y se lo mando al profesor», dice el chico, que llegó a Grecia solo y sin su familia. Ahora, mientras está atrapado en Lesbos, Alí se engancha a Hatif, mayor que él y que estudió y ejerció, en su vida pasada, de periodista en Afganistán. «Sabe mucho, y me enseña cómo se tiene que hacer todo», dice Alí. «Sí, pero yo no pude ser suficientemente valiente –contesta Hatif–. Tuve que abandonar mi trabajo en una televisión y escapar, porque nos convertimos en objetivo de los talibanes. Simplemente me fui: no tuve tiempo de avisar ni a mi jefe».
Incendiar su futuro
Pero hay algunos, en Lesbos, que son tan egoístas que no quieren que nadie pueda construir ni reconstruir su futuro, aunque huya de la guerra, la desesperación y la muerte. Y este fin de semana pasado se han encargado de demostrarlo. El sábado por la noche, tras las enormes tensiones que está viviendo la isla y toda Grecia desde hace más de una semana, un grupo de neonazis fue al recinto donde se encuentra la escuela de Hatif, Alí y los demás. No hubo víctimas, pero se encargaron de no dejar nada en pie: lo quemaron absolutamente todo. «No queda nada de nuestra clase», dice Douglas.
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