360 grados

Ser policía en Hong Kong

Las protestas violentas han devastado la reputación de la policía hongkonesa, una institución que era incluso muy respetada hace apenas cinco años: los jóvenes protegían del agua a los agentes en la revuelta de los paraguas del año 2014

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Adrián Foncillas

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La mejor policía de Asia, alardeaban los hongkoneses. Moderna, pulcra, con la británica tradición vecinal, la institución más respetada. Los jóvenes aún protegían a los agentes de la lluvia en los albores de aquella revuelta de los paraguas del 2014. Hoy son abucheados y demonizados como enemigos del pueblo, cómplices de la dictadura china. Todo ha confabulado contra ellos en estos cinco meses de protestas vandálicas: sociedad polarizada, insensatez política, excesos represivos y pertinaces calumnias.

Un joven inspector de policía, pongamos que se llama Sean, acude ojeroso. Casi ha olvidado que pertenece al departamento contra el crimen de Kowloon. Ahora se mueve por toda la ciudad en jornadas de hasta 16 horas con un recio uniforme bajo el calor tropical para lidiar con un movimiento cada día más violento y organizado.

«Ya no revelo que soy policía. Nos acosan en las redes, desvelan nuestras identidades y dónde vivimos, nuestros hijos son insultados por compañeros y profesores. He tenido que bloquear en Facebook a amigos de la infancia. Incluso a mi hermana. Es devastador pero no puedo hacer otra cosa. No sé si serán mis enemigos algún día».

Respuesta policial a un problema político

Las protestas nacieron con la calamitosa ley de extradición. Fue imprudente su tramitación, estúpida su suspensión temporal e irrelevante su retirada cuando los activistas ya coleccionaban nuevas exigencias. El Gobierno es incapaz de achicar el agua y la policía soporta la cólera antichina.

«Es un problema político, nosotros podemos aplicar la ley pero no arreglar los motivos profundos. Los políticos no son inteligentes, no interactúan con la gente, no entienden a los jóvenes. Carrie Lam [jefa ejecutiva] piensa que hacía lo correcto pero nos ha lanzado al medio de la batalla. Se esconden detrás de nosotros, somos los únicos que trabajamos y recibimos todos los palos».

El conflicto ha fracturado una sociedad que había sedimentado oleadas migratorias. Un bando comparte vídeos de desmanes policiales y el otro difunde los de tropelías activistas. Algunos sirven para defender una tesis y la contraria. Son compartimentos estancos que cada día suman deudas al cobro.

En la red abundan ejemplos de la violencia policial que ha denunciado Amnistía Internacional. Un joven ya sentado recibe golpes de varios agentes. «No pinta bien», repite tres veces Sean en voz baja. Porrazos contra dos jóvenes ya detenidos. «Innecesario». Gases lacrimógenos en una estación de metro cerrada. «Peligroso». Son demasiados casos, reitero.

«Parecen muchos, pero si vamos a las estadísticas, ¿cuántos heridos graves ha habido? ¿algún muerto? No apoyo algunas acciones de mis colegas pero sí las comprendo. La tensión, la angustia… Actuamos con prudencia pero basta un mal golpe para arruinarnos la reputación. Le pasaría a cualquier policía del mundo. ¿Qué ocurriría en España?». La entrevista se realizó días antes de las protestas en Catalunya.

Tampoco escasean vídeos de radicales lanzando adoquines y cócteles molotov. Los policías han sufrido intentos de homicidio: un activista le clava un cútex en el cuello a un agente; siete jóvenes golpean a un policía en el suelo con martillos, llaves inglesas y barras metálicas; un cóctel molotov lanzado a dos metros prende en llamas a un agente… La policía ha advertido de que esos ataques anticipan la tragedia. Dos jóvenes han sido heridos de bala en situaciones que un policía antidisturbios español confirma de «gran riesgo para la vida». «Yo también habría disparado», confiesa por teléfono.

A los radicales se les planteó un problema serio de relato: sus enemigos no eran las fuerzas opresoras del exterior sino sus vecinos. Lo resolvieron con una campaña de demolición. Junto a los excesos contrastados han amontonado delirantes acusaciones de asesinatos o violaciones grupales en comisarías. Cualquier rumor es elevado a noticia contrastada si sirve para subrayar su perfidia. Misión cumplida: ahora merecen cualquier paliza y ninguna piedad.

Los agentes padecen estrés, cansancio y un tsunami emocional. Son atacados en las comisarías por la noche y reciben flores por la mañana. No hay encuestas fiables que midan las fuerzas. Sean las calcula en el 50%, aclara que los contrarios gritan más e intimidan al resto y subraya el alud de mensajes privados de solidaridad.

«He nacido aquí, amo esta ciudad y mi trabajo. Quería jubilarme como policía y ahora me lo planteo. Tendremos que recuperar la confianza de esa mitad de la sociedad pero los jóvenes están muy radicalizados. No sé si esto tiene ya arreglo».