Que no pare la música

Del nuevo blues al viejo trap

Hay un hilo, o un cable eléctrico, que conecta el blues blanco de un John Mayall con los duetos de Madonna y Maluma y el auge de la música urbana: la fascinación por los sonidos salidos del gueto, con aura exótica

John Mayall, en su última visita a Barcelona.

John Mayall, en su última visita a Barcelona. / ARCHIVO / FERRAN SENDRA

Jordi Bianciotto

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Hablamos de las boyantes músicas urbanas, del trap y del reggaeton, como del nuevo pop, y si bien es cierto que vivimos días de corrimiento de tierras, no deberíamos llevarnos las manos en la cabeza: las músicas populares no han hecho otra cosa, a lo largo del último siglo, que absorber hallazgos de los sótanos del imperio, de la comunidad afroamericana y, en segundo término, la latina. Y hay un hilo, o quizá sea un cable eléctrico, que conecta la absorción del blues en la corriente principal y los duetos de Madonna con Maluma. Fascinación por el gueto, lo exótico, el descaro sexual.

El lunes que viene actúa John Mayall en Barcelona, en la sala Barts, y él bien puede simbolizar esa atracción por las músicas enraizadas extramuros, primitivas y viscosas. El blues comenzó a introducirse en Europa en la Segunda Guerra Mundial, cuando los ‘marines’ invitaron a escuchar a los británicos unos discos de Big Bill Broonzy Lead Belly que les hicieron arquear los ojos. En la posguerra, las bases americanas completaron la faena, y grupos como los Rolling Stones, The Animals o Fleetwood Mac inventaron una música negra hecha a la manera blanca. Como desliza Keith Richards en sus memorias, aquel rhythm’n’blues era apetecible en un momento, principios de los 60, en que del rock and roll, en su versión primigenia, “ya no quedaba nada” porque parecía haberse convertido en algo más inofensivo, en música pop.

El lunes que viene actúa John Mayall en Barcelona, en la sala Barts

El blues ofrecía una nueva excitación: un lenguaje callejero sin malear, crítica deslenguada a la autoridad, referencias al alcohol, la violencia del barrio y la promiscuidad sexual. Pasó primero de ser la herencia de los descendientes de los esclavos africanos a convertirse en ‘race music’, música ‘racial’ para consumo de la tribu (y otros eufemismos hoy ofensivos: algunas compañías etiquetaron esos discos con marcas como ‘ébano’ o ‘sepia’). Y su versión eléctrica acuñada en Chicago cruzó el Atlántico y abdujo a jóvenes como John Mayall. El ‘padre del blues blanco’, así se le saluda (aunque Alexis Korner podría discutirle el título), el patriarca de la gran escuela de los Bluesbreakers, cuna de Eric Clapton, Peter Green y el ‘stone’ Mick Tayor.

A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Mayall ha tenido a bien no estirar la pata antes de tiempo y ahí le tenemos, a los 85, saliendo de gira con banda fresca y rompiendo clichés: su guitarrista solista es ahora una mujer, la tejana Carolyn Wonderland, fichada el año pasado. Currante hasta el último aliento, Mayall es de los que piensan que la única manera de evitar caerte de la bicicleta es seguir pedaleando, y su itinerario europeo abraza nada menos que once fechas en España, incluyendo plazas como Salamanca, Gijón o Alicante.

Y bien, el blues ya no es aquel talismán que volvía turulatos a los jovencitos más modernos del ‘swinging London’, pero con él empezó casi todo. Tras su paso vino el soul, desviación carnal del góspel, y luego el funk, y la música disco, y ese hip-hop del que brotó una rama de aspecto escuchimizado llamada trap. Músicas surgidas de comunidades afroamericanas, la despensa de ritmos de occidente, con constantes compartidas más allá de la ocasional estética musical.

El trap, el hip-hop, las músicas urbanas afroameric anas y latinas, dictan el signo de los tiempos como antes lo hicieron el blues y el rock

El trap, que hunde raíces en los 90 en el sur de Estados Unidos, se apuntala en la tecnología de bolsillo como en otro tiempo el trovador blues del delta en la guitarra de palo. A ver, las distancias son notorias: ese culto paródico a la riqueza, en contraste con la austeridad genética del blues, el tacto robótico. Pero ambos universos se asocian a un vocabulario exclusivo, bañado en argot y con visos de proto-lengua. Creadores de trap como Yung Beef cultivan una melancolía urbana que puede resultar familiar, y quizá no sea tan extravagante afirmar que en su rigidez armónica, su actitud vocal desvalida y sus bucles rítmicos pueda detectarse una versión futurista del ‘quejío’ desamparado del blues.

El trap, el hip-hop, las músicas urbanas afroamericanas y latinas, dictan el signo de los tiempos como antes hicieron sus ancestros. La saben Shakira, Drake, Justin Bieber o la misma Madonna. Y el punto de confluencia es la procacidad sexual, quizá estridente para la puritana Europa. En otros tiempos se acusó al blues y al primer rock and roll de hacer retroceder a la humanidad con sus danzas primarias, una melodía que hoy resuena en dirección al ‘twerking’ y al perreo. Después de todo, esas músicas surgidas del sótano son la lanzadera de nuestra desinhibición, aquel préstamo que nos permite desmelenarnos con la conciencia tranquila: no fuimos nosotros quienes las inventamos.