LOS 92 DEL 92
Ricardo Bofill: con él llegó el primer susto olímpico
Tras una aguacero, y a 20 días de la inauguración de los JJOO, su aeropuerto tenía goteras
Núria Navarro
Periodista
Veinte días antes de la inauguración de los JJOO cayó un aguacero sobre el Baix Llobregat que heló la sangre de la organización: el titilante aeropuerto diseñado por Ricardo Bofill tenía goteras. Y no eran de las que se podían disimular con masilla. El techo de la terminal internacional –la primera pantalla que atravesarían las delegaciones– era un aspersor, y una de las puertas dobles de salida quedó inutilizada por una catarata de agua. Un mal presagio. El regocijo de los aguafiestas.
Bofill, eterno imán de polémicas –de la caída de las losetas del Walden-7 a las poteriores críticas al Hotel W por cargarse el 'skyline' de Barcelona–, tiró la pelota al tejado de la Administración central y a su ratería con los dineros, y siguió adelante. Aunque, antes de morir, el pasado 14 de enero, a los 82 años, rogó a uno de sus hijos que prometiera "salvar" la T-1 de las intenciones de Aena de reformar el original para aumentar las zonas de facturación, seguridad y recogida de equipajes.
Pasados los años, el aeropuerto –él quería que se llamara Antoni Gaudí, como su gran referente– está considerado una de sus mejores obras, y eso que a lo largo de 50 años Bofill proyectó más de un millar en 36 países. Entre sus gracias están la cubierta curva sobre el cuerpo central, con una zona comercial que tiene las mismas proporciones que la plaza Navona (un guiño a su lado italiano, el de los Levi); los muelles de embarque cúbicos y las zonas más tranquilas para las largas esperas.
El juicio del tiempo se ha mostrado menos benevolente con sus otras dos aportaciones olímpicas: un complejo de 113 apartamentos en la Vila Olímpica (avenida del Bogatell, 27) y el Instituto Nacional de Educación Física de Catalunya (INEFC), en Montjuïc, donde se celebraron las competiciones de lucha libre y grecorromana, que ha sido evaluado como "anacrónico en su visión posmoderna".
Un legado a revisar
Sí, Bofill no caía en gracia en casa. En aquellos tiempos denunciar que Catalunya era un país "contradictorio y pequeño", y con "una visión excesivamente endogámica" se le atragantaba al 'establishment' del pujolismo. Pero él era un hombre que calculaba el efecto de sus opiniones. Antifranquista precoz –le echaron de la universidad con cajas destempladas–, se largó a estudiar a Suiza y empezó a construir en Francia, donde fue mimado por Mitterrand y Giscard d’Estaign. Pero, pese a ser un arquitecto nómada, siempre volvía a su oasis en Sant Just Desvern, a su Taller pegado al Walden –a "La Catedral" como él le llamaba–, donde vivía, recibía a los clientes "millonarios" y se mezclaba con ingenieros, filósofos y artistas para hacer lo que, claustrofóbico como era, necesitó desde el principio: "Construir espacio".
Quizá algún día su 'obra catalana' será releída con otros ojos, porque, pese a ese ademán de pijo de Barcelona con fular de seda, siempre hubo en él una pulsión utópica, un interés por las clases populares y las ciudades del Sur Global, y una tirria indisimulada a la separación tan Le Corbusier de separar las zonas urbanas según sus funciones. Solo quizá.
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