LOS 92 DEL 92

Pasqual Maragall, el gran hechicero

El alcalde aprovechó el proyecto olímpico para ligarlo a una transformación profunda de la capital catalana, abrirla al mar, modernizarla y hacerla competitiva

Pasqual Maragall celebra la nominación de Barcelona para organizar los Juegos Olímpicos de 1992.

Pasqual Maragall celebra la nominación de Barcelona para organizar los Juegos Olímpicos de 1992. / CARLOS MONTAÑES

Rafael Jorba

Rafael Jorba

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Si el poeta Maragall en su 'Oda nova a Barcelona' definía a la capital catalana como la «gran encisera» (la gran hechicera), su nieto fue el gran hechicero del proyecto olímpico en el sentido etimológico del término: 'encisador', es decir, encantador, cautivador. Cuando el 2 de diciembre de 1982 recibió el testigo de manos del alcalde Serra, el número 2 de la lista del PSC tenía un perfil técnico: había sido funcionario municipal y era especialista en economía urbana. Había llegado precipitadamente de Estados Unidos, donde impartía clases en la Johns Hopkins University, tres meses antes de las municipales del 3 de abril de 1979.

«Soy un modesto barcelonés que no había soñado nunca con el honor de una carga tan relevante», aseguró Pasqual Maragall en su toma de posesión. Eran los tiempos en que se reconocía su preparación técnica, pero se le reprochaba falta de liderazgo. Sin embargo, como concluyen Luis Mauri y Lluís Uría en el libro La gota malaya, sorprendió a propios y extraños: «Al cabo de dos o tres años, el tímido, introvertido e inseguro Pasqual llevaba las riendas y desprendía carisma por los cuatro costados. Iba camino de convertirse en un líder de masas y en uno de los alcaldes más longevos de Barcelona».

La «Barcelona nostra! La gran encisera!» de la oda de Joan Maragall había sido el detonante de aquella transformación: el alcalde se fundió con la ciudad, con sus calles y plazas, y con los ciudadanos, con los que llegó a convivir en sus propios domicilios. Maragall aprovechó el proyecto olímpico para ligarlo a una transformación profunda de las infraestructuras de la capital catalana, abrirla al mar, modernizarla y hacerla competitiva internacionalmente. Aquel modelo de éxito –los JJ.OO. del 92 como pretexto– generó incomprensiones entre los suyos –el Gobierno central, gobernado también por los socialistas– y en la Generalitat del president Pujol, con el que discrepaba de su idea de Catalunya y España.

La carrera hacia la cita olímpica estuvo plagada de obstáculos, pero Maragall los fue sorteando uno a uno: desde cuestiones de fondo, ligadas a los compromisos presupuestarios, hasta episodios que hoy causan perplejidad: la pugna entre el Ayuntamiento y la Generalitat y los hoteleros de la ciudad que se oponían al plan municipal de hoteles (una baza de la economía futura de la ciudad) o las críticas nacionalistas al diseño del Cobi, la mascota olímpica de Javier Mariscal. En el trasfondo se vislumbraba un modelo de catalanismo regeneracionista, de matriz federal, que incomodaba tanto al pujolismo como a sectores del PSOE.

El 25 de julio de 1992, en el discurro inaugural de los Juegos, Maragall evocó su visión de la cita olímpica. Recordó la Olimpiada Popular que en aquel Estadio de Montjuic se había truncado 56 años antes: «El nombre del presidente está grabado allí arriba, en la antigua puerta de maratón: se llamaba Lluís Companys». Y concretó el papel de la «ciudad abierta que es Barcelona». «Hoy nuestra ciudad representa Catalunya, las 16 ciudades subsedes, toda España, el amplio mundo iberoamericano y, muy especialmente, Europa, nuestra nueva gran patria». Memoria de futuro.

Suscríbete para seguir leyendo