LOS 92 DEL 92

Los voluntarios olímpicos: la Barcelona de la ilusión colectiva

Los Juegos generaron un aluvión de altruismo, alimentado por la excepcionalidad del momento y el orgullo de pertenecer a la ciudad. Los protagonistas de aquel momento coinciden en que hoy sería muy difícil emular aquella unidad y aquella alegría

voluntarios 1992

voluntarios 1992 / Elisenda Pons

Carlos Márquez Daniel

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Hubo un tiempo en el que pasear por Barcelona con una americana azul con el logo olímpico en la solapa era señal de distinción. "Te dejaban pasar en el metro y la gente te sonreía y te saludaba". Eran los elegidos: los voluntarios de los Juegos de 1992. Se presentaron más de 100.000 pero fueron 44.767 (13.540, en el caso de los Paralímpicos) los que en ese caluroso mes de julio dieron forma a las mejores olimpiadas de la historia. Hoy, 30 años después, recuerdan con superlativo cariño esa etapa de sus vidas. Y con nostalgia, porque si bien es cierto el tópico de que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor, coinciden en que muchas de las virtudes sociales y políticas de aquella época brillan hoy por su ausencia.

Algunas de las acreditaciones de las Olimpiadas de Barcelona de 1992

Algunas de las acreditaciones de las Olimpiadas de Barcelona de 1992 / Elisenda Pons

Aquel "a la ville de..." de Juan Antonio Samaranch, el 17 de octubre de 1986, no era solo fruto de la rotación continental (en 1988 se celebraron en Seúl) o de la promesa en infraestructuras y equipamientos. Tampoco la apertura al mar o la creación de un nuevo barrio bastaban. Blandir una cartera de decenas de miles de voluntarios fue, sin duda, uno de los puntos de oro ante los escaparates que exhibieron París o Ámsterdam. Se abrían seis años de obras, de ciudad patas arriba; pero también seis años de preparación y minuciosa gestión. Porque ellos serían los primeros embajadores internacionales de Barcelona.

De la oficina a los Juegos

"No salió de hoy para mañana ni hubo improvisación: trabajamos muchísimo y nos formamos para que todo saliera bien", recuerda Mari Carmen Rodríguez, encargada de las acreditaciones de la Vila Olímpica. En 1992 tenía 28 años y compaginó los Juegos con el trabajo. Herminia Martínez tenía 37 años; destinada en el mismo punto. Tras unos meses en el paro, en abril, cuatro meses antes de que Antonio Rebollo encendiera el pebetero, encontró trabajo. Peligraba su papel de voluntaria que llevaba seis años moldeando, pero los jefes le pusieron todas las facilidades del mundo para que pudiera cumplir con la ciudad. "Creo que hoy no sería tan habitual que te permitan destinar tanto tiempo a un evento externo".

Partidita de cartas entre voluntarios. Uno de los pocos momentos de asueto, durante los Juegos del 92

Partidita de cartas entre voluntarios. Uno de los pocos momentos de asueto, durante los Juegos del 92 / Julio Carbó

Montserrat Ribas, en cambio, reservó las vacaciones para las Olimpiadas, algo que era habitual en esta extensa y anónima familia de necesarios colaboradores. Tenía 26 años, le tocó el Palau Sant Jordi y llevaba desde los 18 esperando este momento. "El primer día teníamos turno, pero a partir del segundo, ya trabajamos mañana, tarde y noche. Y con buena cara, porque todos queríamos que las cosas se hicieran bien". Joan Sonet tenía 20 años y se encargaba de los datos del pentatlón moderno. Se hizo voluntario a los 15, "más por inercia que por convicción"; todo un síntoma del ambiente que se respiraba entonces en la capital catalana.

Las anécdotas

Tienen anécdotas simpáticas, como el exitoso motín que perpetraron los voluntarios de la Vila Olímpica tras comprobar que la organización pretendía alimentarles solo a base de hamburguesas del McDonalds de la Ronda Litoral. O el error que tuvo al equipo de Montserrat comiendo empanadas durante semanas después de que alguien, al realizar el pedido, confundiera unidades por kilos. O la reticencia de los atletas a la hora de acreditarse, puesto que jamás les habían hecho una foto desde un ordenador. Se hicieron fotos con deportistas, cosecharon amistades que todavía hoy perduran (en algunos casos, con miembros de delegaciones olímpicas) y se liaron sobremanera con los idiomas a pesar de que disponían de una guía con las frases de supervivencia para hacer frente a cualquier consulta en inglés, francés o italiano.

Joan, con gafas y sin barba, a la derecha, en una pausa para comer durante los Juegos del 92

Joan, con gafas y sin barba, a la derecha, en una pausa para comer durante los Juegos del 92 / Elisenda Pons

Los cuatro voluntarios consultados por este diario coinciden en que hoy sería muy difícil emular aquel espíritu olímpico. "Barcelona era una fiesta participada y todo el mundo estaba orgulloso de formar parte de la ciudad. Se respiraba un ambiente de alegría y felicidad que era contagioso. Hoy no queda mucho de todo eso. Vivimos en un mundo más crispado y no tengo claro que otro gran acontecimiento pueda volver a cohesionar la ciudad. Pero es verdad que nos falta un proyecto o un objetivo colectivo", sostiene Joan. Montserrat añade "la cultura del esfuerzo", el "hacer sin esperar ni pedir nada a cambio". Y coincide en que falta ilusión. "La gente solo piensa en sí misma, y la ciudad es muy distinta, no brilla, está sucia...; no tenemos una visión colectiva de las cosas y tampoco los políticos, aunque piensen distinto, tienen ganas de ponerse de acuerdo en nada", suma Herminia.

Reconocimiento pendiente

Mari Carmen sí ha visto un halo de esperanza con la pandemia. "Hemos ayudado a nuestros vecinos y se ha recuperado el trabajo en equipo. Pero ya pasó...". Como también se esfumó el reconocimiento a los voluntarios más allá de dedicarles una plaza y de recordarles para las efemérides. "Es necesario -concluye Joan- inculcar el valor del trabajo comunitario y no quedarnos en la anécdota. Ser voluntario implica sentir más tu ciudad, quererla más. Participar y no ser solo espectador. Eso no se inculca en nuestro jóvenes, y es, seguramente, el mejor legado que nos dejaron los Juegos del 92".

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