1.340 kilómetros de bosque y hielo

Textos e imágenes:
Ricardo Mir de Francia

En respuesta a la guerra de Ucrania y los escalofríos que ha desatado entre sus vecinos, el Parlamento finlandés ha aprobado una ley para fortificar con vallas y barreras su frontera con Rusia, la que era hasta ahora una oda a la convivencia entre los pueblos. No solo eso. Vladímir Putin ha conseguido lo que ni Stalin ni todo el Politburó consiguieron: que Finlandia se una a la OTAN y se doble el tamaño de la frontera de su país con la Alianza Atlántica.

 

El jeep de la Guardia de Fronteras conduce por un camino de grava que se abre paso entre columnas de coníferas. Dejan paso a campos de un verde eléctrico flotando sobre la brisa, pequeños ríos con hambre de mar y granjas esporádicas de uniformidad escandinava. “Aquello es Rusia”, dice el guarda apuntando a las copas de los árboles que rompen el horizonte. No hay vallas ni muros. Salvo unas pocas señales amarillas en árboles y recodos, nada sugiere que estos sean los confines de una frontera internacional, abocada a convertirse de nuevo en uno de los tramos del Telón de Acero que vuelve a levantarse entre Occidente y Rusia. Pero cuando el periodista trata de acercarse a una casa incrustada en la zona de exclusión fronteriza que separa a ambos países, solo accesible con un permiso especial, el guarda reacciona.

“Si sigue adelante tendré que placarlo, tirarle al suelo y ponerle las esposas”,

dice sin ponerse violento ni levantar la voz. Bienvenidos a Finlandia. 

Del Ártico al Báltico

Finlandia comparte 1.340 kilómetros de frontera con la Rusia de Vladímir Putin, una línea divisoria que se extiende de norte a sur desde los territorios lapones del Ártico hasta las aguas más cálidas del Báltico en Karelia.

En su recorrido atraviesa bosques, lagos, tundra y zonas pantanosas, vibrante naturaleza salvaje que dispersa la vida y ejerce de barrera natural frente a las invasiones. Hacia el norte el terreno se vuelve ondulado, escasean las carreteras y no hay ser humano durante kilómetros. Pero esta no es una frontera dura como la que construye Polonia con Bielorrusia. Todo lo contrario.

Sus tres kilómetros de anchura máxima están delimitados con señales amarillas, pintadas en los árboles y cintas en los troncos. La frontera misma es un desmonte en la espesura, un cortafuegos en forma de pasillo.

A los lados tiene postes con los colores de cada país, como si fueran equipos de fútbol. Azul y blanco, Finlandia; rojo y verde, Rusia. Sobre el agua se hace lo mismo, pero con boyas. Sobre el hielo, con balizas. “En muchos tramos hay una pequeña verja, pero es básicamente para que el ganado no cruce al otro lado”, asegura el capitán de la Guardia de Fronteras, Jussi Pakkala, al mando del paso de Vaalimaa, en el suroeste de Finlandia.

Esta frontera diáfana ha sido en tiempos de paz un espacio de convivencia e intercambios de toda índole. Unos siete millones de personas la cruzaban anualmente en ambas direcciones antes de la pandemia. Los rusos veraneaban en sus segundas residencias finlandesas, llenaban spas y estaciones de esquí o quemaban la visa en centros comerciales comerciales como Zsar, hechos a su medida. Los finlandeses cruzaban para comprar gasolina y vodka barato o darse un atracón de cultura en San Petersburgo, la capital imperial de los zares, a solo dos horas de la frontera. Pero estos ya no son tiempos de paz, son otra cosa desde que la destrucción rusa en Ucrania sacara de la tumba los traumas de una región que ha sufrido con dureza los espasmos fluctuantes del imperialismo ruso.

Paso fronterizo de Vaalimaa

Aunque el estoicismo es una virtud muy finlandesa, ya nadie se toma a broma el renovado expansionismo del Kremlin, como demuestra la reciente decisión del país de integrarse en la OTAN. “Estamos preparados para cualquier posible escenario, incluida una invasión terrestre, aunque como hemos visto en Polonia con la llegada de refugiados desde Bielorrusia, el Kremlin tiene muchas maneras de desestabilizar la frontera”, dice el capitán Pakkala frente a una de las aduanas donde sus colegas registran los pocos vehículos rusos que tratan de entrar en Finlandia con un visado.

Esos desvelos llevaron al Parlamento finlandés a aprobar en julio una ley que autoriza la construcción de vallas y barreras en la frontera. No tanto con el objetivo de repeler un ataque sino de prevenir que Rusia pueda fomentar la llegada descontrolada de refugiados, como ya sucedió en 2015, la clase de “ataques híbridos” que más temen las autoridades de Helsinki. Por el momento, se ha redoblado la seguridad fronteriza aumentando las patrullas con perros, drones y helicópteros, y se ha trasladado a parte del personal desde los cruces aduaneros hasta las zonas más remotas, según Pakkala. La escasez de carreteras entre ambos países --salvo en el sur, donde más profusa es la vigilancia electrónica—también favorece la defensa de Finlandia.

“No somos tan ingenuos para pensar que podríamos frenar una invasión en la frontera misma”, dice el capitán pausando sus palabras. “Como se ha visto en Ucrania, los rusos serían capaces de atravesarla. La cuestión es cuántas bajas sufrirían y cuánto les costaría ocupar el país”. En las dos contiendas que ambos libraron durante la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética perdió el triple de soldados que Finlandia, aunque acabó anexionándose cerca de un 10% de su territorio. Cientos de miles de finlandeses lo perdieron todo en la huida.

No muy lejos de Vaalimaa puede apreciarse hasta dónde pueden llegar los finlandeses para defenderse de su vecino más impredecible. Una Rusia que absorbió a Finlandia en el siglo XIX para integrarla en su imperio como Gran Ducado con un notable grado de autonomía. El buen recuerdo de aquella época dejaría paso al trauma de la Guerra de Invierno (1939-1940), cuando Stalin invadió el país con más de 600.000 soldados tras repartirse Europa Oriental con Hitler en el protocolo secreto que acompañó su Pacto de No Agresión. Un primer asalto al que seguiría el contrataque posterior finlandés, respaldado por Berlín, en la llamada Guerra de Continuación (1941-1944).

Trincheras de la Línea Salpa

“Claro que estamos preocupados, ningún finlandés ha olvidado aquellas dos guerras”, dice Teemu Nordman, un consultor de negocios de 45 años. Nordman camina junto a su familia por la Línea Salpa, el equivalente finlandés a la Línea Maginot francesa. Casi 1.200 kilómetros de trincheras, búnkeres, túneles y fortificaciones escondidas en los bosques que corren en paralelo a la frontera.

Con el final de la Guerra Fría dejaron de mantenerse y ahora son un memorial cubierto de helechos al sacrificio de los finlandeses para preservar su independencia. “Mi abuela decía que un ruso es un ruso, aunque lo frías con mantequilla. No entendí lo que quería decir hasta que Putin invadió Ucrania”, dice Nordman mientras su hijo busca cascotes de bala con un detector de metales. “El deseo de ser un imperio es parte de la mentalidad rusa y ahora tratan de recuperarlo. El oso ha vuelto a levantarse”.

Nadie sabe a ciencia cierta cómo cambiará la frontera en cuanto Finlandia complete su proceso de adhesión a la OTAN. Su liderazgo no ha cerrado la puerta a la a la presencia militar de la Alianza en su territorio, pero los expertos lo dudan. “Estamos hablando básicamente de un modelo similar al de Noruega, con algunas infraestructuras de la OTAN, pero sin bases permanentes”, asegura Tuomas Forsberg, director del Colegio de Estudios Avanzados de Helsinki.

Lo que sí ha cambiado es el paisaje. Muchos proyectos de cooperación económica y cultural entre las localidades fronterizas de ambos lados se han cancelado. Los turistas rusos han dejado de ser la principal fuente de ingresos de la región y las colas kilométricas de camiones rusos que esperaban en las aduanas se han desvanecido.

“La economía de las regiones fronterizas lo está pasando mal porque dependemos mucho del turista ruso. Primero fue el covid y ahora la guerra”,
asegura Anita Arpiainen, la jefa de prensa del Ayuntamiento de Imatra.

La frontera común ha estado prácticamente cerrada desde el comienzo de la pandemia por la decisión europea de no aceptar la vacuna rusa Spútnik. Abrió el pasado 1 de julio, aunque los rusos solo pueden entrar con visado y motivos específicos. Un problema en una región donde muchos tienen amigos y vecinos del otro lado y casi nadie responsabiliza al ciudadano ruso de las decisiones de Putin y sus militares.

“Nuestra entrada en la OTAN es un seguro de vida, pero no queremos que esta se convierta en una frontera dura. Un nuevo Telón de Acero no beneficiaría a ninguno de los dos lados”,
afirma Arpiainen, cuyo pueblo, Imatra, está situado a solo 7 kilómetros de Rusia.

Un reportaje de EL PERIÓDICO

Texto e imágenes:
Ricardo Mir de Francia
Coordinación:
David Jiménez / Ricard Gràcia