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Ricardo Mir de Francia

Los países Bálticos se consideran la región más vulnerable de los territorios protegidos por la OTAN. No en vano están encajonados entre Bielorrusia y el enclave ruso de Kaliningrado, separados por una franja de 90 kilómetros conocida como el corredor Suwalki, que, en caso de ataque, podría permitir a Rusia cercenarlos del resto del continente europeo.

La historia se puede cambiar o se puede olvidar, pero la geografía es inmutable. Condiciona la vida de los pueblos a perpetuidad, de forma tan caprichosa como las cartas que se reparten a cada jugador al empezar una partida de naipes. Pueden ser buenas o pueden ser desastrosas, como la mano que llevan siglos soportando los habitantes del llamado corredor Suwalki, los cerca de 90 kilómetros que unen Lituania con Polonia y separan el enclave ruso de Kaliningrado de su satélite aliado de Bielorrusia. Una de regiones de Europa que más juego han dado a aquellos que se ganan la vida simulando escenarios de guerra.

Por aquí entró Napoleón para invadir Rusia en 1812 y por aquí se teme que entren algún día las tropas rusas para cortar a los países Bálticos del resto del continente y sus aliados de la OTAN.

La guerra de Ucrania ha situado nuevamente la región en el mapa, un cruce de caminos de carreteras estrechas y somnolientas, vadeadas por campos amarillentos de cereales y cigüeñas que retozan aupadas a los postes de la luz. Algunos han vuelto a dormir mal, como si el perverso reloj de la historia estuviera listo para retroceder en el tiempo. “Me da miedo levantar la cabeza cualquier día y ver a los aviones que llegan para atacarnos”, dice Vilma Galiniene, una profesora de educación infantil que pasea por las calles de Kalvarija, un pequeño pueblo lituano enclavado en pleno corredor Suwalki. Galiniene no esperó a recibir instrucciones de las autoridades para reaccionar tras la invasión rusa de Ucrania. Limpió el sótano de su casa, blindó las ventanas con sacos terreros e hizo acopio de gas y agua. “No le tengo miedo a los rusos, le tengo miedo a la guerra”, subraya a sus 62 años antes de desaparecer de la mano de su nieta.

Las autoridades locales no están acostumbradas a los periodistas foráneos. “Usted es el primero que viene”, dice el alcalde Vincas Plikaitis, rígido como un palo en la mesa de juntas de su despacho.

A mediados de julio, cuando EL PERIÓDICO visitó Kalvarija, Lituania seguía bloqueando parte de las mercancías que entran y salen de la vecina Kaliningrado, en virtud de las sanciones europeas contra Rusia. Una decisión que Moscú tachó de “ilegal e insólita”, al tiempo que amenazaba con “duras” represalias. “Nos lo tomamos muy en serio”, admite el alcalde.

“Sabemos que puede suceder, pero confiamos en la OTAN y nuestro ejército para protegernos”.

Para un país con menos de tres millones de habitantes, ocupado por los soviéticos en 1940, después por la Alemania nazi y de nuevo por la URSS hasta su colapso en 1991, la Alianza Atlántica es el somnífero de las noches lituanas. Pero durante mucho tiempo tampoco la OTAN las ha tenido todas consigo. Tras escenificar en 2016 sus mayores maniobras en la Europa oriental desde el final de la Guerra Fría, sus cabezas pensantes confirmaron lo que muchos temían al describir el corredor Suwalki como “el Talón de Aquiles de la OTAN”.

Rusia podría tomar los Estados Bálticos más rápido de lo que nosotros seríamos capaces de defenderlos”, le dijo a un diario alemán el entonces comandante de las fuerzas de EEUU en Europa, el general Ben Hodges.

Una opinión confirmada entonces por las simulaciones bélicas de Rand Corporation, un centro de análisis militar con sede en Washington. En menos de tres días -60 horas para ser precisos- las tropas rusas podrían plantarse a las puertas de Riga y Tallin tras bloquear el corredor desde Bielorrusia y Kaliningrado. Uno de los motivos por los que Estados Unidos anunció en junio su intención de crear en Polonia su primera base permanente en Europa del Este, una decisión muy celebrada por sus aliados del Báltico.

Todo eso ha conferido a Kaliningrado, un territorio de 15.100 kilómetros cuadrados con menos de medio millón de habitantes, un aura bastante más imponente que su tamaño.

Para llegar hasta sus fronteras basta continuar por la carretera que discurre hacia el oeste desde Kalvarija, una carretera con aires de fin del mundo, recta, secundaria, silenciosa, sin más tráfico que algún tractor y varios coches que pisan el acelerador sin reparar en los diminutos pueblos color ceniza que quedan a los lados.

A la altura de Vistytis, el asfalto da un giro de 90 grados hacia el norte para no estamparse con las vallas que delimitan Kaliningrado. Postes con la bandera rusa despuntan detrás del alambre. Torres vigía recortan el horizonte y cámaras de vigilancia confieren al trayecto un aire inquietante.

Kaliningrado es una de las cartas repartidas caprichosamente al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue severamente destruida por la aviación británica y el Ejército Rojo. Territorio alemán hasta entonces –Königsberg, se llamaba-, la que fuera capital de los duques prusianos a orillas del Báltico pasó a manos de la URSS en los Acuerdos de Postdam de 1945. Su población germana fue expulsada a las bravas y reemplazada por una ensaladera de nacionalidades soviéticas, en uno de los mayores experimentos demográficos del estalinismo. Lo cual es mucho decir.

Tropas alemanas en el frente de Koenigsberg (ahora Kaliningrado) em agosto de 1945. Foto: Bundesarchiv, Bild 183-R98401 / CC-BY-SA 3.0

Tropas alemanas en el frente de Koenigsberg (ahora Kaliningrado) em agosto de 1945. Foto: Bundesarchiv, Bild 183-R98401 / CC-BY-SA 3.0

Con el fugaz regreso de la democracia a Moscú, algunos soñaron en convertirla en una especie de Hong Kong en el Báltico, planes que nunca se llegaron a materializar. En su lugar volvió a convertirse en una de las zonas más militarizadas de una Rusia con la que no tiene continuidad territorial, sede de su Flota del Báltico y punto estratégico vital para Kremlin por su cercanía a la Europa Occidental. De acuerdo con Lituania, considerado por algunos como el país más rusófobo de la UE, a pesar de que fue el primero de ofrecer su ayuda a Kaliningrado tras la devastadora crisis económica de 1998, Moscú habría situado también allí armas nucleares.

Una serie de factores que han convertido la vida en Kybartai, el pueblo lituano a las puertas del enclave, en un manojo de nervios. “Claro que estamos preocupadas”, dice Milana Mackevicuite, un ama de casa de sonrisa generosa. “Tenemos niños y familia. Si pasa cualquier cosa, no tendremos tiempo de escapar”. Milana reconoce que tiene una bolsa preparada con los pasaportes de toda su familia y ha encontrado un escondrijo subterráneo para protegerse en caso de que empiece a llover plomo.

Puede que no sea necesario. El conflicto por el bloqueo de las mercancías se desatascó a mediados de julio, días después de que este diario se topara con colas kilométricas de trenes de carga atascados en su estación con inscripciones cirílicas en los vagones. Hace años que la frontera no se puede cruzar sin visado, tiempos que aquí muchos echan de menos. “Es difícil predecir lo que un enfermo mental como Putin podría llegar a hacer, pero de momento, no está en condiciones de tomar esta región”, dice Mindaugas Lietuvninkas, un mecánico que pasó tres semanas combatiendo en Ucrania tras alistarse en su Legión Extranjera. “Antes de la guerra acumuló muchas tropas junto al corredor Suwalki, pero muchas de ellas están ahora ocupadas en Ucrania”.

También son muchos los que piensan que la entrada de Finlandia y Suecia en la OTAN ayudará a estabilizar esta región maltratada por la geografía al reforzar la ventaja de la Alianza en el mar Báltico y elevar los costes de cualquier aventura rusa. “Tú bloqueas mi Suwalki, yo bloqueo tu Golfo de Finlandia”, dijo recientemente el comandante de las fuerzas estonias, el general Martin Heren, refiriéndose a la ruta que comunica actualmente el puerto de San Petersburgo con Kaliningrado.

Un reportaje de EL PERIÓDICO

Textos:
Ricardo Mir de Francia
Infografías:
Francisco José Moya
Coordinación y diseño:
David Jiménez y Ricard Gràcia