SIRIA

Una década de muerte y éxodo

Imagen: Amer Alm Ohibany (AFP)

Imagen: Amer Alm Ohibany (AFP)

Todo empezó con una pintada en una pared de una escuela en una ciudad del sur de Siria: "Es tu turno, doctor", escribieron unos chavales en alusión al presidente del país, Bashar al Asad, oftalmólogo de profesión. Era el 28 de febrero de 2011 y la Primavera Árabe se expandía por los países del sur del Mediterráneo.

Aquellos adolescentes que vaticinaron la llegada de la revolución en Siria fueron detenidos y torturados. Los habitantes de su ciudad, Daraa, salieron a la calle para pedir su libertad.

En dos semanas, las protestas se multiplicaron en las grandes ciudades sirias.

El 15 de marzo de 2011, hace justo 10 años, las manifestaciones se trasladaron a Damasco, donde durante días hubo protestas dispersas y de allí saltaron a otras ciudades del país. Todas las protestas fueron reprimidas con violencia en un goteo incesante de muertos.

Con el paso de los meses, el movimiento de oposición, duramente aplastado, se convirtió en rebelión armada y organizada tras las siglas Ejército Libre Sirio (ELS), que conquistó importantes feudos. Había empezado la guerra sin cuartel. El país quedó dividido en dos zonas, las controladas por la rebelión y el régimen.

En el 2014, el grupo yihadista Estado Islámico (EI), que apoyaba a los rebeldes, declaró un "califato" en el este sirio y el oeste iraquí. Con capital en Raqqa, los yihadistas llegaron a poseer tanto territorio como ocupa Bélgica.

Rusia entró en la guerra en 2015 para salvar la cabeza de Asad, quien, desde entonces, entre ofensiva y ofensiva, bombardeando a su población civil y usando, en ocasiones, armas químicas, ha conseguido conquistar y retener bajo su control tres cuartas partes del país.

Al este del país se encuentra Idleb, donde se concentra la mayoría de los desplazados internos del país -más de tres millones-. La región, donde aún tienen lugar combates y la guerra puede recrudecerse en cualquier momento, es controlada por Hayat Tahrir al Sham, una organización yihadista vinculada a Al Qaeda.

Diez años después del inicio de la guerra, Siria ha perdido a un cuarto de su población, que se ha refugiado en el extranjero y que, en muchos casos, jamás volverá.

Algunos millones consiguieron llegar a Europa o siguen intentándolo, donde son acogidos con mejores oportunidades y racismo a partes iguales.

Pero la gran mayoría se quedó cerca de Siria y sus fronteras, en países como Turquía y Líbano, que se vieron obligados a cobijar a la mayoría de refugiados sirios.

Fue la mayor ola de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. Estas, a continuación, son solo algunas de sus historias.

Beirut, Líbano

Gadir no quiere volver

"No quiero volver a Siria nunca". Rápidamente su sincera sonrisa desaparece. "Jamás", defiende convencida Gadir Awad. El convencimiento de su negativa añade madurez a su alegre rostro de apenas 18 años. Esta joven instructora de yoga reniega de sus orígenes, de una Siria que recuerda asfixiante y misógina. Hace ocho abriles, Gadir llegó junto a su familia al campo de refugiados de Shatila en Beirut, hogar de miles de palestinos desde 1948.

Esa Daraa opresiva que ella recuerda fue la ciudad donde estalló la revolución siria, cuando 15 chicos fueron arrestados por pintadas con mensajes antigubernamentales.

"No echo de menos Siria", afirma categórica sobre el lugar del que se despidió con apenas 10 años. "Si tuviera que volver, no me gustaría porque allí, como mujer, vivíamos bajo un escrutinio constante: no se nos podía ver trabajando, no teníamos ningún tipo de libertad", lamenta.

"Aún falta mucho tiempo hasta que podamos volver", considera desde Alsama, donde participa en programas de empoderamiento de mujeres refugiadas y de educación para adolescentes.

Traumas imposibles de esconder del todo. Y menos cuando la ciudad que te ha acogido vuela por los aires como ocurrió el pasado 4 de agosto en la capital libanesa. "Quiero muchísimo al Líbano y cuando pasó la explosión pensé 'no, este no es el Líbano que quiero'", recuerda compungida, "no quiero que se convierta en Siria".

Gadir insiste en la necesidad de trabajar con el millón y medio de refugiados sirios que viven en el país. Una pequeña Siria en el ya pequeño Líbano, con cuatro millones y medio de población. Pone el foco en las mujeres.

"Cuando hayamos educado a un número suficiente de mujeres y niñas y estas regresen a Siria, podrá haber un cambio porque al ser tantas, será más difícil acallar nuestras voces", insiste.

A su alrededor, sus amigas asienten orgullosas.

Valle de la Becá, Líbano

Yahya

Entre sorbos de té, Yahya Jabali vuelve a su Homs natal. Bajo el cruel sol de invierno, rememora una Siria que ya no es ni será. "Volver a Siria sería empezar de cero, seríamos refugiados de nuevo pero esta vez en nuestra propia tierra", reconoce mientras corretean algunos de sus nietos a su alrededor.

Este padre y abuelo sirio escapó de la masacre de Homs para encontrar refugio en un campo libanés.

Hace casi una década, en el 2012, Yahya partió hacia el Líbano junto a los suyos. Pero no se fueron muy lejos de su patria. El campo de refugiados de Bar Elias está a apenas siete kilómetros de la frontera con Siria.

"Me encantaría volver a mi país pero la situación allí ahora mismo es muy mala", confiesa este padre de familia numerosa. Con diez bocas que alimentar, Yahya admite que la vida que se han construido en esta tienda de 20 metros cuadrados le vale.

"En Siria, tendríamos que empezar otra vez: allí no hay casas, no hay oportunidades de trabajo", lamenta tras apurar su té. Yahya es uno de los casi 340.000 refugiados que viven en el valle libanés de la Becá.

Allí se encuentra el cruce fronterizo de Masnaa, el punto más transitado entre ambos países. Su porosidad al inicio de la guerra ha provocado que esta planicie concentre casi el 40% de refugiados que acoge el Líbano. "Aquí tenemos algo parecido a una vida, trabajamos de vez en cuando", valora Yahya.

Originario de la ciudad más devastada durante el conflicto, este sirio evita hablar de ella. "No hay nada que hacer en Siria", se apena.

En 2011, Homs se convirtió en la cuna de la oposición pero también en escenario del asedio de las fuerzas de seguridad y el Ejército sirio.

Yahya no quiere recordar a las más de 400 personas que murieron en menos de dos meses durante la masacre de Homs en 2012. Incómodo, cambia de tema. "Pero la sociedad libanesa nos ha ayudado mucho", celebra, "somos como una gran familia".

Reyhanli, Turquía

Ashraf espera durante horas

Ashraf, parado desde hace horas en el mismo sitio, dice que cada vez es más difícil conseguir algo, que cada día se planta aquí de ocho a ocho, aunque ahora puede que esté menos tiempo porque las cuarentenas por el coronavirus le obligan a volver a casa más temprano y durante los fines de semana le impiden trabajar.

Como varias decenas de sirios, Ashraf espera cada día en el centro de Reyhanli en Turquía pero al lado de la frontera con Siria a que alguien pare y le ofrezca algo de trabajo. Lo que sea: lo importante es comer.

"Normalmente alguien nos recoge, vamos al lugar, nos explica el trabajo y acordamos un precio por horas. Si trabajo, consigo unas 50 liras turcas (5,70 euros) al día. Pero muchas veces nos engañan y dan menos de lo acordado", explica Ashraf, en torno a quien se ha formado un corrillo. Como él, los demás también esperan.

Por lo general, consiguen trabajos de mudanzas y construcción. "Y ahora todo es mucho peor -apostilla uno de sus compañeros-. Antes del covid, cuando venían cogían a muchos. Ahora cogen a menos gente, para pagar menos. Este mes estuve 15 días sin trabajar absolutamente nada. Estaba aquí parado".

Y conseguir algunos trabajos, en el caso de Ashraf, a veces, complica más las cosas. Cuando empezó la revolución hace 10 años, Ashraf estaba en el Ejército, pero lo abandonó pocos meses después.

Durante cuatro años combatió en las filas del Ejército Libre Sirio, pero en 2016 fue herido de bala en una rodilla, y tras recuperarse, escapó a Turquía: "Cuando levanto peso, cada vez me duele más. No sé si podré estar muchos más años haciendo esto...".

-¡Eh! ¡Vosotros! Largo de aquí echando hostias. ¡Venga, venga, fuera!- les grita a los sirios un policía turco que acaba de llegar al lugar. -¡Os he dicho que largo, coño! Tenéis otros sitios donde estar-.

Después, el policía, que viste de paisano, se gira a su compañero: "A partir de ahora, no les dejes estar más aquí. Cada vez que vengas y los veas, échalos. Tienen otros lugares donde esperar. Pero aquí, no".

Reyhanli, Turquía

Mohammad ahora es turco

Era un día de 2014 por la mañana, cerca de las 10 del mediodía, cuando un yihadista de Estado Islámico entró en casa de Mohammad, en Palmira, con un fusil y una lista en la mano. La organización, horas antes, acababa de tomar la ciudad. Ahora les tocaba rendir cuentas.        

-Identificaciones, ¡ya! A ver, ¿quién es el propietario de la casa? ¿Tú no esconderás a nadie?

Mohammad dio un paso al frente: la casa, donde vivía con sus padres, era suya. Varios militantes entraron y registraron la vivienda, pero no encontraron a nadie.

"Entonces, me pidió que le trajese un vaso de agua fría. Se lo di, y me dijo que le aguantase el Kalashnikov mientras bebía. 'Cuídamelo bien', me dijo".

"Yo miraba cómo bebía lentamente y pensé que podía acabar en ese momento con eso. Le podía haber matado. Pero estaba paralizado. No podía moverme", recuerda.

Después llegó otro yihadista, venido de Marruecos, y les explicó a su familia que no tenían que temer. Que ellos, los de Estado Islámico, les venían a liberar de Asad. Que los malos eran los otros, los infieles, a quienes buscaban, pero que Mohammad y los demás, hermanos y píos, no tenían nada que temer.

"Mataron a más de 400 en una mañana y dejaron los cadáveres en la cuneta para que se pudriesen al sol. No dejaron que nadie los tocase durante tres días. Estaban locos. ¿A caso es eso el islam?", dice Mohammad, que desde 2015 vive en la ciudad de Reyhanli, situada al sur de Turquía y que es de mayoría siria y refugiada.

En Palmira, entre amenazas de muerte constantes y bombardeos diarios, duró cuatro meses.

Consiguió escapar con toda su familia, entre los que se incluye su vecina, que ahora es su esposa y la madre de sus dos hijos, nacidos ya en Turquía.

De hecho, toda la familia ya es turca: "El año pasado conseguimos la nacionalidad. Sin ella es muy difícil llevar una vida decente, porque no se puede conseguir ni permiso de trabajo ni abrir una cuenta bancaria. Ahora sería todo más fácil si no fuese porque justo después de recibir la nacionalidad empezó el covid. Cuando termine espero conseguir un trabajo decente...", dice Mohammad.