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Medio siglo de 'pax americana' sin paz en Oriente Próximo

Trump rubrica en Egipto su plan de paz para Gaza

Donald Trump muestra el documento del plan de paz firmado en  Sharm el Sheij  | SAUL LOEB / AFP

Donald Trump muestra el documento del plan de paz firmado en Sharm el Sheij | SAUL LOEB / AFP

Albert Garrido

Albert Garrido

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“La alineación de Israel y los estados árabes con los Acuerdos de Abraham (…) podría rastrearse hasta la política del presidente Carter”, escribió Mohamed Solimán, del Middle East Institute a propósito de la iniciativa de Donald Trump en las postrimerías de su primer mandato. Es esta una impresión muy extendida, pero acaso es posible retroceder algo más y buscar un primer antecedente en la diplomacia del transbordador –Damasco, Tel-Aviv, El Cairo– practicada por Henry Kissinger en octubre de 1973 para lograr un alto el fuego en la guerra del Yom Kipur o del Ramadán, cortar las alas a la Unión Soviética en Oriente Próximo y llevar a Israel y Egipto hacia un cese definitivo de hostilidades en aras de la'realpolitik'.

Cuando el presidente egipcio Anuar el Sadat se presentó en Jerusalén el 19 de noviembre de 1977, más allá de la lógica sorpresa, podía percibirse el aliento de la tutela estadounidense a la operación y de la doctrina kissingeriana. “Quieren vivir con nosotros en esta parte del mundo. Con toda sinceridad les digo que los acogeremos con plena seguridad”, prometió Sadat en su discurso en la tribuna del Parlamento israelí. Meses antes, Jimmy Carter había manifestado su apoyo a la creación de una “patria palestina”, resonancia indudable de la promesa de lord Balfour en 1917 de establecer un “hogar nacional judío” en Palestina, a la sazón provincia del Imperio Otomano.

Todo quedó dispuesto para la cumbre que en septiembre de1978 reunió a Sadat y al primer ministro de Israel, Menagem Begin, con la intermediación de Carter y la consiguiente firma de un acuerdo de paz en marzo del año siguiente. El establecimiento de relaciones plenas se cerró el 28 de enero de 1980; ya entonces se soslayó la obligación de Israel de retirarse de los territorios ocupados en la guerra de 1967 –península del Sinaí, Gaza, Jerusalén Oriental, Cisjordania y altos del Golán– de acuerdo con la resolución 242 del Consejo de Seguridad de noviembre de aquel mismo. Egipto recuperó el Sinaí por etapas, se abrió a la navegación el canal de Suez, cerrado desde 1973 y fundamental para el comercio mundial –especialmente, para la exportación de petróleo– y Gaza quedó como un enclave diminuto de población palestina administrado por Israel.

Firma de los acuerdos de paz en Camp David entre Anuar el Sadat y Menahem Begin en presencia de Carter.

Firma de los acuerdos de paz en Camp David entre Anuar el Sadat y Menahem Begin en presencia de Carter. / EP

Por aquellos días, Henry Kissinger declaró a Televisión Española: “Oriente Próximo es tan vital para Estados Unidos como puede serlo la región del golfo Pérsico”. En su libro 'Orden mundial' dejó escrito 35 años más tarde: “En ningún lugar es el desafío del orden internacional más complejo que en Oriente Próximo, tanto para organizar el orden regional como para asegurar la compatibilidad de dicho orden con la paz y la estabilidad en el resto del mundo”. El día pasado día 13, la procedencia de los presentes en Sharm el Sheij, más allá de la escenografía ad hoc, plasmó la complejidad excepcional del momento: a la firma no asistieron representantes del Gobierno israelí y de Hamás, las dos partes más directamente implicadas en la tragedia de Gaza.

La solución global

En la senda por la que se adentró Carter pareció, muchos años antes, que cabía una solución a escala global del conflicto árabe-israelí. Pocos días después de la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca –enero de 1981–, un analista de The New York Times escribió: “Hay elementos compensatorios para desatascar la situación en Oriente Próximo”. La mayor de todas las compensaciones fue la liberación de los funcionarios estadounidenses en manos del ayatolá Jomeini desde 1979. Pero la operación en El Líbano desencadenada por Israel en junio de 1982, dirigida por el general Ariel Sharon, para neutralizar a la dirección de la OLP, activó el clima de enfrentamiento sin tregua entre adversarios irreconciliables con las matanzas en los campos de refugiados de Sabra y Chatila y el exilio a Túnez de los líderes palestinos, entre ellos Yasir Arafat.

La fotografía del niño cristiano libanés Elie Masso, envuelto en vendas, publicada en todo el mundo, cambió la relación de Reagan con Begin. Declaró el presidente que la imagen del pequeño era “el símbolo de devastación de la guerra”, y el 12 de agosto mantuvo una tensa conversación telefónica con el primer ministro de Israel que, según testigos presentes, se desarrolló en los siguientes términos:

-Menagem, esto es un holocausto.

-Señor presidente, creo que sé qué es un holocausto.

El bebé Elie Masso atendido por una enfermera en un hospital libanés, en agosto de 1982.

El bebé Elie Masso atendido por una enfermera en un hospital libanés, en agosto de 1982. / EP

Reagan amenazó con retirar a Israel toda ayuda, el secretario de Estado, George Shultz, presionó para que cesaran las operaciones militares y finalmente Begin ordenó la retirada escalonada de Líbano que, por los demás, vivía atenazado por una guerra civil desde hacía siete años. Con todo, el Ejército israelí estableció una franja de seguridad en el sur del país que se mantuvo hasta 2000.

Lo que Reagan no pudo contener fue la política de colonización de Begin, por más que varios de sus colaboradores vieron en el desenfrenó israelí por multiplicar los asentamientos un mecanismo de fortalecimiento de la OLP sobre el terreno (otro factor compensatorio). Tal empuje renovado de la dirección palestina tuvo su consecuencia inmediata en la presencia de palestinos en la delegación jordana que acudió a la Conferencia de Paz de Madrid (30 de octubre-1 de noviembre de 1991), antesala de lo que dos años más tarde desembocó en los acuerdos de Oslo, logro en gran medida de Bill Clinton y del ejercicio de realismo de Yasir Arafat.

Sin embargo, un intelectual palestino tan relevante como Edward W. Said denostó desde el principio lo pactado en Oslo con juicios tan categóricos como el contenido en un artículo publicado en octubre de 1995 en el periódico 'Al Hayat': “Lo que los palestinos han obtenido es una serie de responsabilidades municipales en bantustanes controlados desde fuera por Israel. Y lo que Israel ha conseguido es el consentimiento oficial palestino a la ocupación israelí, que se mantiene de una forma más racionalizada y económica que antes”.

La guerra del Golfo

La primera guerra del Golfo -anterior a la conferencia-, en la que una coalición de 42 países, dirigidos por Estados Unidos, echó de Kuwait a Sadam Husein, que se había anexionado el emirato en agosto de 1990, y los acuerdos de Oslo cambiaron radicalmente el papel de Estados Unidos en la región. El presidente George H. W. Bush alcanzó una aceptación del 89%, pero a ojos de una parte importante de sus asesores, dejó a medias la reordenación de piezas en Oriente Próximo.

Un decenio más tarde, un funcionario del Ministerio de Defensa de Israel sostuvo con contundencia que el presidente Bush cometió dos errores: no acabar con Sadam y aceptar que la conferencia de Madrid diera una salida a las reivindicaciones palestinas sin atender a la seguridad en la región. Esto es, debía haber buscado una doble alternativa moderada a los planteamientos de la OLP y a la aceptación de la autoridad de Yasir Arafat.

El hecho es que Bush no fue reelegido y Bill Clinton llegó a la Casa Blanca con el dosier árabe-israelí estancado, siempre bajo riesgo de un empeoramiento como la primera Intifada (1987-1993), que los acuerdos de Oslo acallaron. Durante los primeros años de la presidencia de Clinton la diplomacia coercitiva se antojó innecesaria hasta que Binyamin Netanyahu se convirtió en 1996 en primer ministro de Israel y quedó bloqueada la progresión de la autonomía palestina, prolegómeno para la creación de un Estado.

Firma de los acuerdos de Oslo entre Yitzhak Rabin y Yasir Arafat en presencia de Bill Clinton en 1193.

Firma de los acuerdos de Oslo entre Yitzhak Rabin y Yasir Arafat en presencia de Bill Clinton en 1193. / EP

La lógica de Oslo entró en crisis durante tres años; la coalición armada por Ehud Barak para gobernar abrió una puerta a la esperanza. El presidente Clinton logró que, finalmente, Barak y Arafat se personaran en Camp David entre el 11 y el 25 de julio de 2000 en la más larga y detallada negociación para aplicar la solución de los dos estados. Dos semanas de negociaciones desembocaron en una gran frustración; ambas partes admitieron haber quedado a un paso del acuerdo, para, acto seguido, intercambiar reproches. Años más tarde, exfuncionarios de la Administración de Clinton presentes en la negociación admitieron que el líder palestino no podía regresar a Palestina con un acuerdo que dejaba sin resolver asuntos centrales –el estatus de Jerusalén, el control de fronteras, la gestión de los acuíferos, entre otros–, que limitaba grandemente el retorno refugiados o sus descendientes.

Los peores presagios

Durante el último cuarto de siglo se han cumplido los peores presagios. La segunda Intifada estalló en otoño de 2000, el 11-S cambió de forma esencial el enfoque por Estados Unidos de la seguridad de Israel, empeñado el Gobierno de George W. Bush en vincular Irak al golpe de mano de Al Qaeda, punto de partida de la segunda guerra del Golfo (2003), la liquidación del régimen de Sadam Husein, el desastre del protectorado de facto de Irak y la farsa de las armas de destrucción masiva.

En general, resultó fallido el diseño de la intervención sobre el terreno hecho por Donald Rumsfeld, secretario de Defensa, pero prevaleció por encima de cualquier otra reflexión la doctrina emanada de la nueva Estrategia de Seguridad Nacional, que resume así Rashid Khalidi en 'La reafirmación del imperio': “La mejor defensa es un buen ataque”. Al mismo tiempo, progresó la autonomía decisoria de Israel con un aumento exponencial de los asentamientos, con el objetivo de hacer inviable la solución de los dos estados.

Por lo demás, el progresivo afianzamiento en la región de los proxies de Irán –Hizbulá, Hamás, especialmente–, hostiles a toda lógica negociadora, permitió a los islamistas libaneses obligar a Israel a aceptar la intervención de la ONU para parar la guerra de los 33 días –verano de 2006– en la que, por primera vez, una tropa irregular contuvo al Ejército israelí, embarcado en una escalada que incomodó a Bush.

Aun así, no tuvo Barack Obama mayor éxito en domeñar la política de hechos consumados de Israel. Hillary Clinton, secretaria de Estado, fue recibida con escaso entusiasmo por el enésimo Gobierno de Netanyahu; su insistencia en que debían pararse los asentamientos hizo de ella una invitada incómoda. Trató el presidente de atenuar las tensiones regionales en 2015 con un Plan de Acción Integral que impuso límites al programa nuclear iraní a cambio de reducir las sanciones, la derecha estadounidense puso el grito en el cielo y Donald Trump adelantó que, de salir elegido, cancelaría el acuerdo, como así hizo en 2017. Ni siquiera tuvo efectos prácticos la abstención de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad en la sesión del 23 de diciembre de 2016, que aprobó la resolución 2334 que obliga a Israel a detener los asentamientos. “Es la abstención del pato cojo”, se dijo entonces, a menos de un mes del relevo en la Casa Blanca.

La capitalidad de Jerusalén

Si nunca ha dejado Estados Unidos de ser el aliado poco menos que incondicional de Israel, esa particularidad alcanzó cotas extraordinarias durante el primer mandato de Trump. La consagración de Jerusalén como capital indivisible de Israel, el reconocimiento de la soberanía israelí sobre los altos del Golán, parte de Siria hasta 1967, y los Acuerdos de Abraham, que ampliaron la nómina de países árabes que mantienen relaciones diplomáticas con Israel cambiaron una vez más los datos esenciales de la ecuación: el disenso árabe-israelí se transformó en gran medida en otro palestino-israelí. Trump suplantó con la lógica económica la herencia de un conflicto político con una antigüedad de casi 80 años.

Quizá podía haber corregido el tiro Joe Biden, pero la debilidad de su presidencia se agravó con el golpe de mano terrorista de Hamás el 7 de octubre de 2023. Se impuso Biden la obligación de tolerar los desmanes de Netanyahu, aunque fue en aumento la alarma en el Partido Demócrata y entre los aliados. Un analista en 'The Atlantic' se preguntó por qué se consiente “el castigo colectivo contra una población indefensa”, y se respondió a sí mismo que Netanyahu ve en Gaza la gran ocasión para someter a su entorno.

El primer año del segundo mandato de Trump lo confirma: se trata de cambiar los equilibrios de poder en Oriente Próximo. ¿Es tal cosa posible y segura? “Si no se acompaña de algún esfuerzo diplomático significativo –se decía el martes en 'Le Monde'–, el éxito incontestable obtenido el 13 de octubre por Donald Trump no será más que la vuelta a la situación en vigor la vigilia del 7 de octubre de 2023. Una situación así condenará a dos pueblos encerrados en sus traumatismos a vivir en la angustia de nuevas carnicerías”. Las dudas y la esperanza tienen cabida a partes iguales.