20 aniversario de la invasión de Irak

La guerra que "abrió las puertas del infierno" y alumbró un nuevo Oriente Próximo

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El nuevo equilibrio de fuerzas que provocó el conflicto iraquí y muchas de sus trágicas consecuencias siguen vivas en la región

Soldados de EEUU despliegan una bandera en la base de Hila, al sur de Bagdad.

Soldados de EEUU despliegan una bandera en la base de Hila, al sur de Bagdad. / KHIDER ABBAS / EFE

Ricardo Mir de Francia

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Poco más de un año después de que Estados Unidos invadiera Irak para derrocar a su régimen, lanzar una cruzada democratizadora en la región y encontrar unas armas de destrucción masiva que nunca existieron, el jefe de la Liga Árabe, por entonces el egipcio Amr Moussa, lanzó una advertencia que a la postre resultó premonitoria. “Las puertas del infierno se han abierto en Irak”, dijo Moussa durante aquella reunión de finales de 2004 en El Cairo. No exageraba. Nada volvió a ser igual en la región. En el desastre iraquí se gestó la segunda oleada yihadista que martirizó a medio mundo durante años, el renovado sectarismo que envenena la convivencia en Oriente Próximo o la normalización de los Estados fallidos en el mundo árabe. Los equilibrios de fuerzas en la región cambiaron radicalmente y el poder de EEUU en la zona nunca volvió a ser el mismo.

El célebre politólogo norteamericano Joseph Nye escribió que la guerra de Irak marcó para EEUU el final del “momento unipolar” del que había disfrutado desde su victoria en la Guerra Fría y el principio de su “declive hegemónico”, al tiempo que enterraba el experimento de la “expansión democrática”. Washington no supo ganar la guerra ni supo ganar la paz. Y su reputación quedó enormemente dañada. Tanto por la ineptitud con la que administró Irak tras la invasión, como por los crueles desatinos de la “guerra contra el terror” o por el cinismo con el que pisoteó las normas internacionales para justificar la invasión. No es de extrañar que ningún país árabe esté secundando hoy las sanciones occidentales contra Rusia ni se haya sumado al coro de la “indignación moral” por las acciones del Kremlin en Ucrania.  

Uno de los grandes errores de los primeros meses de la ocupación militar, que reverberarían durante años, fue la decisión de desmantelar las fuerzas de seguridad iraquís y marginar a la comunidad suní que había ostentado el poder con Sadam Husein en un país mayoritariamente chií. “El resultado neto de la decisión de Bremer fue dejar a 350.000 oficiales y reclutas, hombres con algún tipo de formación militar, en la calle, lo que creó instantáneamente una reserva potencial de reclutas para la guerra de guerrillas”, escribió Anthony Sadid, el fallecido corresponsal de ‘The New York Times’ en Oriente Próximo. 

El avispero yihadista

De allí salieron los cuadros de la insurgencia suní que durante años se enfrentó a las fuerzas estadounidenses, pero también los de una Al Qaeda que con Sadam en el poder apenas tenía implantación en el país. La profunda humillación que la invasión generó entre los árabes sirvió a Osama Bin Laden y Abu Musa al Zarkaui para movilizar la segunda gran oleada yihadista de la historia moderna, después de la que siguió a la invasión soviética de Afganistán en 1979. Aquella efervescencia de terror oscurantista no tardó en propagarse por todo el mundo árabe y su diáspora europea mientras dejaba por el camino un reguero de sangre. Su testigo lo recogió el Estado Islámico, formado por antiguos miembros de Al Qaeda en Irak y ex prisioneros radicalizados en las cárceles estadounidenses. 

El derrocamiento de Sadam abrió a Irán las puertas del que había sido su enemigo más íntimo, el mismo al que EEUU apoyó durante la brutal guerra Irán-Irak de los años 80, en la que murieron más de un millón de personas. Con un gobierno de mayoría chií por primera vez en Bagdad y con el Estado iraquí en proceso de descomposición, Teherán se hizo fuerte en Irak a través de una miríada de milicias, redes de espionaje y aliados. Y aprovechó la decadencia de Arabia Saudí, que se vio obligada a ceder sus bases para la invasión estadounidense, para expandir su influencia por la región, una luna creciente chií que recorre desde Yemen a Irak, pasando por Siria, Líbano y Gaza.

Rearme saudí contra Irán

Arabia Saudí no tardó en reaccionar y, al igual que otros Estados del Golfo, empezó a armarse hasta los dientes para contener a Irán a partir de 2007, cuando empieza a dispararse su gasto en Defensa. Lo que le permitiría después entrar en guerra en Yemen o desempeñar un papel relevante a través de terceros en la guerra de Siria. Peor fue todo para los palestinos, cuya causa fue progresivamente desapareciendo del debate internacional a medida que el fuego en la región se desplazaba hacia el Tigris, una invisibilidad que se acentuó con la erupción del Estado Islámico. 

Siria se tomó inicialmente muy en serio la invasión estadounidense y las amenazas hacia Damasco de sus neocon, como demuestra que se retirara del Líbano en 2005 tras 30 años de ocupación o que atendiera por aquellos tiempos al imperativo democratizador con una pasajera apertura. Pero no duró mucho. Cuando Bashar al Asad empezó a reprimir a cañonazos la Primavera Árabe y a gasear a su población, ya sabía que el riesgo de intervención de EEUU era mínimo. 

Porque si algo hizo aquella guerra en Washington fue matar su apetito intervencionista y evangelizador en el extranjero, un rechazo agravado por los pobres resultados en Afganistán. Barack Obama no tardó en desplazar el foco geoestratégico desde Oriente Próximo al Pacífico para contener a China. Y aunque EEUU siga teniendo más bases militares en la región que cualquiera de sus rivales, su fracaso en Irak y sus reticencias a usar el llamado poder duro han servido para envalentonar a sus rivales. Tanto Rusia, que se ha hecho fuerte en Siria, como una China que sigue abriéndose camino por la vía comercial. Y, todo ello, mientras la idea del mundo multipolar abanderada por Moscú y Pekín se abre paso en una región que ha aprendido a no fiarse de EEUU.