Las fronteras de la ansiedad

Las dos caras de Polonia: el país que no quiso un solo sirio y se abrió a millones de ucranianos

La acogida masiva de refugiados procedentes de Ucrania desnuda el doble rasero del Gobierno ultranacionalista polaco. La falta de estrategia para integrarlos augura potenciales tensiones con la población local.

Una mujer ucraniana recié llegada a Varsovia con sus hijos revisa el tablón de anuncios en la Casa de Ucrania

Una mujer ucraniana recié llegada a Varsovia con sus hijos revisa el tablón de anuncios en la Casa de Ucrania / Ricardo Mir de Francia

Ricardo Mir de Francia

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No ha pasado tanto tiempo desde que Europa volviera a mirarse en el espejo roto de los valores que pregona. Fue el año pasado en la frontera entre Polonia y Bielorrusia, donde Varsovia desplegó al ejército para prevenir a palos la entrada de miles de refugiados de Oriente Próximo y África tras acusar al régimen de Lukashenko de orquestar el flujo con el fin de desestabilizar a la Unión Europea. “La política de puertas abiertas ha traído los atentado terroristas a Europa Occidental”, dijo por entonces su ministro de Defensa, Mariusz Blaszczak. En esa gélida frontera se levanta hoy un muro de metal de 186 kilómetros y más de cinco metros de altura, erigido por el Gobierno ultranacionalista polaco del partido Ley y Justicia, el mismo que se negó a aceptar desde 2015 a uno solo de los refugiados sirios que se ahogaban en el Mediterráneo.

Aquel Gobierno que llegó al poder en plena crisis siria al grito de “Polonia para los polacos” se ha convertido ahora en el más generoso de toda Europa con los refugiados ucranianos. Su frontera común ha registrado 4.4 millones de cruces desde Ucrania desde que comenzara la invasión rusa a finales de febrero y, al menos, 1.2 millones de ucranianos se han registrado como residentes en el país al solicitar el equivalente al NIE español. “No tengo palabras para describir la increíble generosidad de los polacos. Ningún país ha hecho tanto por nosotros”, afirma Eugenia Glushchenko, una ucraniana de 27 años que se estableció en Varsovia un mes después del inicio de la guerra.

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La ucraniana Eugenia Glushchenko trabaja de voluntaria ayudando a sus compatriotas en la estación de autobuses del Oeste en Varsovia. / RICARDO MIR DE FRANCIA

La avalancha de solidaridad comenzó en la calle, entre los cientos de miles de polacos que abrieron sus casas a los recién llegados y se movilizaron para facilitar su aterrizaje forzoso. Y siguió en los municipios, tradicionalmente mucho más proclives a ayudar a migrantes y refugiados que el Gobierno de extrema derecha en Varsovial. “Para muchos polacos esta también es nuestra guerra. Hay una enorme empatía hacia los ucranianos porque nos enfrentamos al mismo enemigo y la misma amenaza y son ellos los que están en primera línea del frente”, afirma el director del Centro para las Migraciones de la Universidad de Varsovia, Pawel Kaczmarczyk.

Dos categorías de extranjeros

Ante semejante respuesta, el Parlamento no tardó en mover ficha. En marzo aprobó una ley que concede a los ucranianos acceso a la educación y la sanidad, transporte gratuito, derecho a trabajar en el país sin permiso de trabajo o prestaciones sociales como las que reciben los polacos. Por no hablar de los incentivos fiscales ofrecidos para su contratación o los ocho euros diarios que ha pagado a cada hogar abierto a los ucranianos, cerca de 800.000, según algunas estimaciones. “Básicamente se han creado dos categorías de extranjeros: los ucranianos, que reciben todo tipo de facilidades, y el resto”, afirma Anna Chmielewska, directora ejecutiva de Ocalenie, la mayor oenegé polaca de ayuda al refugiado.

Ese doble rasero no se le escapa a nadie, aunque su presencia en el debate público ha sido marginal, según las fuentes consultadas. “Las políticas de este Gobierno son más complejas de lo que parecen. Por un lado, lleva años utilizando una retórica durísima contra los inmigrantes, pero por otro aceptó el mayor influjo de inmigrantes económicos en la historia del país antes de que empezara la guerra en Ucrania”, sostiene Kaczmarczyk. Y todo sucedió muy rápido. De tener solo 110.000 extranjeros censados en 2011 sobre una población de 38 millones de habitantes, Polonia pasó a tener cerca de 2.2 millones en 2019. Más de la mitad de ellos, ucranianos, que llegaron a mitad de la pasada década respondiendo a las necesidades del mercado laboral. Más de un millón se quedaron, estableciendo unas redes familiares y culturales extraordinariamente útiles cuando empezó la guerra.

Polonia blanca, cristiana y europea

De modo que más que un Gobierno xenófobo de manual, en constante fricción con Bruselas más por su asalto a los derechos fundamentales que por sus draconianas políticas migratorias, el Ejecutivo polaco sea probablemente otra cosa. “Solo quieren europeos blancos y cristianos”, afirma la directora de Ocalenie. Una opinión expresada sin demasiados complejos por su primer ministro Mateusz Marawieck en 2017. “Queremos remodelar Europa y volverla a cristianizar”, dijo entonces a una televisión católica.

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Un cartel en las calles de Varsovia llama a dar la bienvenida a los migrantes. / RICARDO MIR DE FRANCIA

De cara el futuro, el principal desafío que enfrenta el país es la integración a medio plazo de los ucranianos que opten por quedarse. “Empieza a haber un poco de fatiga de la compasión. Cuando la gente abrió sus casas pensaba que sería por unos días, no durante meses. Y aunque la gente sigue ayudando, empieza a cansarse”, asegura Kaczmarczyk desde la Universidad de Varsovia.

El reto es monumental. Desde el inicio de la guerra la población de Varsovia ha aumentado un 15%, la de Cracovia un 23% y la de Gdansk un 34%, según un estudio presentado en mayo por una federación de municipios. “Los recursos son los que son y muy pronto empezarán a escasear. Es inevitable que afloren las tensiones. La única manera de evitarlo es con un plan coherente del Gobierno para integrar a los ucranianos, pero de momento no existe”, concluye Kaczmarczyk.

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