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Emmanuel Macron, en un acto de campaña. / EFE


Marta López
Marta LópezPeriodista
Periodista. Redactora jefa del suplemento Entender más
Frente al "hiperpresidente" que fue el conservador Nicolas Sarkozy y el "presidente normal" que quiso ser el socialista François Hollande, Emmanuel Macron avisó que él quería ser "jupiteriano" (Júpiter era el rey de los Dioses romanos), una forma de decir que desde su Olimpo iba a ejercer el poder de forma absolutamente vertical y personalista. Como así ha sido y le reprochan sus detractores, que son legión. Tan fuerte como Macron es el antimacronismo, el rechazo visceral que genera en una parte de Francia incapaz de reconocerse en él.
Pero fue el diario 'Le Monde' quien lo bautizó también como el "presidente camaleón" por su capacidad de cambiar, de adaptar sus políticas, en un ejercicio de pragmatismo de quien llegó al poder declarándose "ni de izquierdas ni de derechas", solo un europeísta y reformista convencido. Si le hubiera que buscar un equivalente quizá sería el exprimer ministro británico, Tony Blair, aunque este nunca abandonó el Partido Laborista y Macron sí el socialista, con el que se introdujo en política y llegó a ser ministro de Economía de Hollande, a quien con su brillantez sedujo para traicionar luego, cuando empezó a preparar su aventura política en solitario y de escondidas.
Un cuadro de las élites
Defiende una gestión poliédrica, desprovista de ideología, basada únicamente en la eficacia de las políticas públicas y si bien ha combinado medidas más impopulares, como la supresión del impuesto sobre la fortuna, con otras más sociales como las ayudas a los más vulnerables -la llamada 'prima Macron'- y la subida del salario mínimo, nunca ha logrado desprenderse de la etiqueta de "presidente de los ricos". Su origen burgués en la ciudad de Amiens, su exquisita formación en la exclusiva ENA (la Escuela Nacional de la Administración), o su paso por el banco de finanzas Rothschild lo delatan como el perfecto cuadro de las élites.
Su gestión ha estado marcada por múltiples crisis: las largas movilizaciones de los 'chalecos amarillos', la pandemia del covid y la guerra de Ucrania. Las protestas de los chalecos, que empezaron en octubre de 2018 como un movimiento del campo y la periferia de las ciudades contra el aumento del precio de los carburantes y la pérdida del poder adquisitivo, rápidamente tomaron las ciudades. Fueron reprimidas con violencia policial pero Macron tuvo que renunciar a aumentar el impuesto sobre el diésel y rebajó el IRPF para los sueldos más bajos.
Aún así, solo la irrupción de la epidemia del covid en marzo del 2020 apagó los últimos focos de la protesta. Una pandemia que en Francia ha dejado más de 140.000 muertos y que llevó al jefe del Elíseo a ordenar un largo cierre de locales de restauración y ocio y extensos toques de queda. Fue también uno de los dirigentes europeos que primero impuso la obligatoriedad del certificado de vacunación, pero esa misma firmeza la empleó en desembolsar 100.000 millones de euros en el escudo social para hacer frente a los estragos económicos del virus.
"Cueste lo que cueste", dijo entonces. El balance es a su favor. El país ha recuperado los niveles económicos de antes de la pandemia y el paro se ha reducido durante su mandato del 9,5% al 7,4% (el nivel más bajo en 15 años). El tope impuesto al precio de la energía le ha permitido contener la inflación en un 4,5%. Unos resultados que, sin embargo, se le aplauden y se le reconocen más fuera que en casa.
La mediación con Rusia
La guerra de Ucrania y su papel de mediador europeo con el presidente ruso, Vladímir Putin, han consolidado su liderazgo, reforzando su aura de estadista. También ha contribuido a ello su papel crucial en la aprobación de los fondos europeos Next Generation, sobre todo porque logró doblegar la resistencia de la excancillera Angela Merkel a mutualizar la deuda.
"Llegué al poder con una vitalidad que espero seguir teniendo y con voluntad de sacudir el sistema", afirmó en una entrevista el pasado mes de diciembre. Vitalidad y velocidad a vez, pues Macron protagonizó un ascenso a las alturas meteórico. De ser un desconocido hasta que en 2014 Hollande le nombró ministro de Economía a conquistar al Elíseo en 2017 y con solo 39 años, convirtiéndose en el jefe de Estado más joven que jamás ha tenido Francia.
Un ascenso que hizo además al margen de los partidos, al frente de un movimiento ciudadano fundado solo un año antes, En Marche (EM), unas siglas que no por casualidad coinciden con las de su nombre y apellido. Un movimiento que luego transformó en La República En Marcha (LREM), construido entorno a su personalidad. Porque a su alrededor nadie destaca.
Inteligente, preparado y brillante, es además un buen orador. Se sabe y se gusta provocador, lo que le ha llevado a pronunciar algunas salidas de tono que han reforzado su imagen de presidente soberbio alejado de la realidad, al hablar por ejemplo de "las gentes que no son nada" y de los parados que quieren trabajo "solo cruzando la calle". Palabras que lo han alejado de las clases populares y de una parte de la izquierda.
Su historia de amor
Sincero o no, Macron ha reconocido que ha cometido "errores", pero nada le detiene cuando se trata de sus convicciones. Su vida personal da fe de ello. Se enamoró perdidamente a los 16 años de su profesora de francés y de teatro, Brigitte Trogneaux, una mujer casada 24 años mayor y madre de tres hijos adolescentes como él. Sus padres lo mandaron a París para romper ese amor prohibido y mutuo pero él le prometió que volvería y se casarían.
Lo hicieron en 2007 y hoy son una gran familia: el matrimonio, los tres hijos de ella y los siete nietos a los que el presidente hace de abuelo. Desde la absoluta discreción, Brigitte siempre está al lado del presidente, como esposa y consejera. De 44 años él y de 68 ella, han tenido que soportar todo tipo de bulos por protagonizar una historia tan poco convencional. Como su presidencia.
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