Guerra en Ucrania
Bulevar solidario en la frontera entre Ucrania y Polonia
Los voluntarios del paso de Medyka se afanan por ayudar a los refugiados que llegan exhaustos, con frío y el miedo en sus caras

Una niña refugiada forma una corazón con las manos mientras espera en una estación de Hungría.

Ricardo Mir de Francia
Ricardo Mir de FranciaPeriodista
Periodista de política internacional, analista y reportero. Corresponsal en Washington durante una década y, previamente, en Jerusalén durante otros seis años. Cubre las guerras de Gaza y Ucrania. Licenciado en Periodismo por la Pompeu Fabra. Estudios de posgrado en Derecho Internacional, Periodismo de Investigación y Big Data.
Especialista en Estados Unidos, Oriente Próximo, Ucrania, geopolítica, conflictos armados, investigación.
Escribe desde Barcelona.
Ricardo Mir de Francia
Cuando la humanidad se desfonda bajo las bombas, otra suerte de humanidad emerge a borbotones. Tanto entre los que luchan por sobrevivir entre las ruinas de mundo, como de aquellos que se niegan a asistir impasibles a la tragedia de sus congéneres. Y estos últimos abundan en Medyka, uno de los pasos fronterizos entre Polonia y Ucrania.
Por allí corre como si le fuera la vida en ello Michael G., un militar noruego de 39 años que perderá el trabajo si sus superiores averiguan algún día dónde está. Arrastra un carro lleno de mantas en dirección a la orilla ucraniana de la frontera, atravesando el kilómetro largo de tierra de nadie que separa ambos países. "En el otro lado la gente tiene frío, ves el miedo en sus caras, hay que darse prisa", dice apremiando a otro colega que le ayudará a repartir cobijas y guantes entre los que huyen de la guerra.
En esta frontera de Medyka todo ha mejorado sensiblemente en las dos últimas semanas, aseguran los que llevan allí desde el inicio de la invasión rusa. Ya no salen refugiados en tromba y nada más entrar en Polonia les esperan decenas de casetas con ropa, comida caliente, medicamentos, terapeutas y tiendas de campaña con braseros para reponer fuerzas. "Las primeras dos semanas fueron un pandemonio", dice Phillip A., un veinteañero polaco que trabaja para la Organización Internacional de las Migraciones. "Unas 25.000 personas cruzaban cada día esta frontera. Algunos llegaban tras caminar 17 horas desde Lviv. Hubo muchos casos de hipotermia porque la temperatura nocturna podía bajar hasta los 10 grados bajo cero", añade este joven corpulento llegado desde Varsovia.
La calle donde desemboca el paso fronterizo no es muy distinta a esas que se crean en las entradas de los festivales multitudinarios de música. Pero aquí no hay más música que el llanto de algún niño y el motor crepitante de los autobuses que llevan a los ucranianos a los refugios de las localidades vecinas donde pasarán la noche, antes de ser derivados hacia otras ciudades polacas u otros países.
Más de 3,5 millones de personas han abandonado ya Ucrania, en el éxodo más rápido desde la Segunda Guerra Mundial, la gran mayoría mujeres y niños. "Últimamente está llegando muchos desde el este del país, de las ciudades más castigadas por los bombardeos", asegura Svetlana Santalova, una ucraniana de Kiev que se hizo voluntaria en la frontera tras darle largas a la guerra.
Abrazos y consuelo
"Los que logran salir en circunstancias más o menos normales, respiran aliviados al llegar aquí. Pero otros están muy afectados. Lloran, necesitan abrazos y consuelo, y su estado mental es muy diferente", dice esta doctora en Geografía, empleada hasta hace poco en la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania. Svetlana subraya que, aunque sigue saliendo bastante gente de su país, cada vez son más los que entran. "Muchas son mujeres que dejaron a sus maridos luchando y quieren reunirse con ellos. Otras se han dado cuenta de los difícil que es empezar una nueva vida como refugiadas y han optado por volver con sus familias".
Los pequeños gestos de la gente anónima que les espera en esta especie de bulevar solidario -donde las grandes oenegés conviven con grupos de voluntarios llegados de todo el mundo que improvisan sobre la marcha- no les cambiarán la vida, pero quizás les ayuden a recuperar cierta fe en la especie humana. Gestos como el del chaval británico que arranca sonrisas repartiendo caramelos o del pensionista extremeño que empuja la silla de ruedas de una anciana.
Santiago Sánchez se llama. Tiene 69 años y llegó con un convoy de 10 vehículos, cargado con medicamentos y algo de comida. "Lo hemos pagado todo nosotros", dice ahora. "No quiero dejarle a mis nietos este mundo. Quiero aportar mi grano de arena, por pequeño que sea", añade este voluntario. Cuando se les acabe el material, se llevarán a 30 refugiados ucranianos de vuelta a España.
El lado ucraniano de la frontera es algo menos benigno. No hay allí el despliegue humanitario que existe en el lado polaco. Y esta noche, cuando se cumple el primer mes desde el inicio de la guerra, unas 200 personas esperan en la cola para entrar en la Polonia comunitaria. Los más ancianos aguardan sentados en sillas de playa. Una mujer dormita en el suelo cubierta de mantas junto a su perro. Y, en la cola, de pie, una nube de seres humanos resiste al frío con las mantas que les han llevado voluntarios como Michael, el militar noruego. Todos están ya fuera de peligro, pero les espera un futuro incierto.
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