Efeméride en Corea del Norte

Diez años de Kim Jong-un y un plan frustrado

El dictador norcoreano ha solidificado su poder en contra de las previsiones pero está amenazado por la economía

Adrián Foncillas

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De aquel jovenzuelo mofletudo que sollozaba junto al féretro de su padre se dijo que sucumbiría rápidamente frente a la casta militar o los desafíos de un país acorralado. No es raro el escepticismo con Corea del Norte. De su abuelo, Kim Il-sung, se predijo que no aguantaría el derrumbe soviético, y de su padre, Kim Jong-il, que no podría sostener a un pueblo hambriento sin la mística fundacional de su antecesor. Ahí sigue una década después Kim Jong-un, último representante de una estirpe con una capacidad de supervivencia que sobrevuela cualquier contingencia.

Los errados pronósticos son disculpables. El tercer hijo de Kim Jong-il ganó la carrera sucesoria por descarte: el mediano era visto por su padre como "demasiado afeminado" para lidiar con la extensa nómina de enemigos del país y el mayor desperdició su ventaja al ser detenido en Japón con un pasaporte falso de camino a Disneylandia.

Su aprendizaje fue necesariamente apresurado, sin tiempo para solidificar apoyos ni el tutelaje del que disfrutó su padre en el anterior relevo. En pocos días fue nombrado comandante supremo del Ejército, jefe del Partido de los Trabajadores de Corea del Norte y del Comité Central. Su asentamiento en el poder descansó en unas purgas frenéticas incluso para los parámetros norcoreanos. Cuatro de los siete altos cargos que portaron el féretro de su padre habían desaparecido meses después y tampoco se salvó Jang Song-thaek, su tío, tutor y número dos del régimen.

Fan de Michel Jordan

Aquellos primeros meses, descontadas las intrigas de palacio, abonaban el optimismo. Muchos vieron en él a un Mijail Gorbachov o Deng Xiaoping que quitaría a su país la condición de paria y lo empujaría a cierta ortodoxia global. También los errados pronósticos son disculpables. Había estudiado en una escuela en Suiza, hablaba idiomas y le gustaban Michael Jordan y Eric Clapton.

Frente a sus antecesores, que viajaron lo justo y siempre a destinos amistosos como China o Rusia, Kim Jong-un mostraba un perfil internacional. Sus primeros movimientos sostenían la esperanza. Relevó en el Gobierno a militares por economistas, flexibilizó la apertura de mercados privados y fijó la mejora de las condiciones de vida de su pueblo como prioritaria. Diez años después, sin embargo, la economía se tambalea debido al coronavirus y las sanciones, factores imprevistos que han descarrillado su plan de ruta. Sobre el papel parecía maestro: perfeccionar su carrera armamentística para arrastrar a Washington a las negociaciones y finiquitar las sanciones.

Las primeras fases siguieron el dictado. Kim Jong-un ordenó 90 lanzamientos de misiles en noviembre de 2017, casi el triple que la suma de su padre y abuelo, y perfeccionó los intercontinentales con presunta capacidad para golpear Estados Unidos. La carrera armamentista norcoreana, nacida en los años 80 con unos oxidados Scuds soviéticos, al fin tenía a tiro a su archienemigo. "Fue sorprendente la velocidad a la que desarrolló el programa. En tiempos de su padre, muchos científicos que cometían equivocaciones eran inmediatamente apartados o ejecutados. Kim Jong-un fue más hábil, comprendió que era normal que hubieran errores en el camino", señala Ramón Pacheco, profesor de Relaciones Internacionales del King College y experto en Corea del Norte.

Fiasco con Trump

Kim Jong-un dio por concluidos aquellos fragorosos meses de recíprocos insultos y amenazas de destrucción masiva con un histórico discurso de año nuevo en el que abría la puerta a la diplomacia. La nueva era se abrió con una delegación enviada a los Juegos Olímpicos de Invierno de Corea del Sur y, a partir de ahí, el frenesí: cumbres con el surcoreano Moon-Jae-in, el ruso Vladimir Putin o el chino Xi Jinping hasta que Donald Trump le concedió la foto que sus predecesores nunca le arrancaron a Estados Unidos. Aquellas cumbres presidenciales sobre la desnuclearización de Corea del Norte se resumen en un acuerdo de medio folio en Singapur con vaporosas intenciones y el abrupto final en Hanoi con las viandas enfriándose sobre la mesa. A Trump le sobró vanidad y le faltó un plan verosímil para cerrar un problema que se alarga durante siete décadas.

En ese cuadro inquietante, con las sanciones que estrangulan su economía intactas, surgió el coronavirus y la comprensible decisión de cerrar las puertas. Sin los envíos desde China, que suponen más del 90 % de su comercio exterior, llegó el desabastecimiento y la inflación. Joe Biden ha insistido en su voluntad de retomar las negociaciones pero Pionyang no descuelga el teléfono ni responde a sus cartas.

"La culpa del fracaso de las negociaciones fue de Trump porque sólo quería la foto. Ahora, en cambio, es de Corea del Norte, por enrocarse en su exigencia de que se levanten todas las sanciones antes de reunirse. Eso no es aceptable para Estados Unidos. Y el deshielo es más necesario para Corea del Norte que para Estados Unidos", añade Pacheco.

Regreso de las penalidades

Kim Jong-un alcanza su primera década en el poder en un contexto económico opuesto al planeado. Han regresado las penalidades que parecían superadas y, paradójicamente, aquellos años de relativa abundancia que permitieron sus reformas son su mayor amenaza porque el pueblo ya no soporta hambrunas con paciencia confuciana. Su legitimación y supervivencia, a diferencia de las de su abuelo, dependen de que las estanterías de los supermercados recuperen su esplendor.

"Esperaba más en el terreno económico. Llevó a cabo reformas al principio pero me sorprendió que las frenara tan pronto empezaran a torcerse las cosas. Los norcoreanos ahora sí saben cómo viven los surcoreanos y los chinos. El régimen parece sólido y predecir su colapso es descabellado, pero otros regímenes que parecían sólidos cayeron antes. Kim Jong-un no puede estar tranquilo pensando en que nunca pasará nada", concluye Pacheco.

Conciertos en Pionyang, flor de un día

Un concierto celebrado en Pionyang, meses después de que Kim Jong-un heredara el trono, dinamitó la tradición norcoreana. El ratón Mickey, su novia Minnie y demás fauna disneyana cantaron y danzaron sobre el escenario para el dictador. También sonó un tema de la película Rocky acompañando escenas de Sylvester Stallone y el My Way de Frank Sinatra. Y hubo más: jóvenes con vestidos sin tirantes y faldas inusualmente cortas. Fue abrumador el contraste con los enmohecidos números propagandísticos habituales y las sentidas interpretaciones del Arirang, la canción popular coreana. Años después fue invitada una de las bandas célebres del K-pop, la música surcoreana que había sido desdeñada como decadente y contrarrevolucionaria.

Aquellos coqueteos han terminado. Corea del Norte aprobó el pasado año una ley que agravaba las penas para los que introducen, poseen o visionan series televisivas o música surcoreanas. Abundan las noticias sobre ejecuciones, siempre difíciles de contrastar, pero es incontrovertible el giro. La prensa carga de nuevo contra la "invasión de material antisocialista" y alerta de que amenaza con derribar el país "como una pared húmeda".

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