Crisis humanitaria
La nueva 'normalidad' de los afganos bajo el poder talibán
La parálisis institucional y el incipiente desastre humanitario avivan la incertidumbre de los afganos
Parte de la ciudadanía vive con el temor a que ellos o sus familiares sean represaliados por los insurgentes
Adrià Rocha Cutiller
Periodista
La última vez que Farid consiguió hablar con su hermana fue hace justo una semana. Por aquel entonces los aviones despegaban del aeropuerto de Kabul y los afganos que habían colaborado con los Estados miembros de la OTAN aún tenían oportunidades de ser evacuados. Su hermana y el marido de ella intentaron ir al aeopuerto —el marido era traductor para el Ejército de EEUU—, lo último que Farid supo de ellos.
Puede que hayan sido evacuados. Puede, incluso, que estén escondidos. Pueden ser muchas cosas. “No sé… me da que las noticias no serán buenas”, dice Farid, que se marchó de Afganistán hace dos años y ahora es refugiado en Alemania. “Llevo tres semanas en el hospital. Estoy enfermo mentalmente. Hace meses que no consigo contactar con mis padres”, explica a este diario. Farid sostiene que si los talibanes han cortado internet en todo Afganistán, excepto Kabul, es porque no quieren que se sepa lo que está ocurriendo fuera de la capital allí. Todo lo contrario, subraya, a lo que ellos mismos cuentan a los medios.
“Mienten. Mienten al mundo. Van casa por casa a buscar a la gente que trabajó para el Gobierno anterior. Hacen lo que quieren con ellos. La última vez que hablé con mis padres, que viven en Ghazni [una ciudad cerca de la frontera con Pakistán], me dijeron que los talibanes entraban en los pueblos y se llevaban a las mujeres jóvenes. Que incluso se llevaron a las dos hijas de mi tía, a mis primas. Con mis padres no sé qué ha ocurrido”, dice Farid.
Hace 18 días que los talibanes conquistaron Kabul. El país vuelve a ser suyo y se impone una nueva normalidad en la que unos actúan movidos por la sed de venganza, mientras otros huyen o desaparecen. La incertidumbre es total.
A parte de los comunicados bienintencionados de sus líderes, dirigidos a la audiencia internacional, no hay ninguna institución ni norma en Afganistán: son los propios milicianos talibanes los que controlan las calles y gobiernan de acuerdo a unas leyes inexistentes que aún no han sido declaradas. Los fundamentalistas son los nuevos amos, con un poder arbitrario para decidir si les parece adecuado aquel corte de pelo o esta forma de vestir. Y también, claro está, si la persona que tienen delante merece vivir.
Ida y vuelta
Ali, como Farid, sabe poco de los suyos y es refugiado en el extranjero. Pero tiene algo más de suerte, porque su familia está en Kabul, donde sí hay internet y donde, de momento, las cosas están más tranquilas. Pero Ali, por supuesto, tiene miedo. Consigue hablar poco con su padre, madre y hermano pequeño. El problema son los días sin noticias.
“Están escondidos por Kabul y van cambiando de lugar. Mi padre a veces vuelve a casa para ver si los talibanes han ido a buscarles. La semana pasada estuvieron pensando en ir al aeropuerto, pero tenían miedo de los controles de los talibanes”, explica Alí, que vive en Berlín y escapó de Afganistán cuando era menor de edad.
Todo ocurrió hace tres años. Su padre era un famoso vendedor de alfombras en Kabul, uno de los mejores, y hacía trabajos para miembros del Gobierno y hasta embajadores extranjeros. Pero en 2018 recibió una carta. La firmaban los talibanes, y le decían las cosas claras: o dejaba de trabajar para sus clientes o se convertiría en objetivo.
La familia entera se marchó. “Llegamos a Pakistán y de allí íbamos a cruzar a Irán. Teníamos que ir juntos, pero en la frontera los traficantes nos separaron, y nunca más los vi”, explica Alí, que durante todo su viaje, a través de Irán y Turquía hasta llegar a Lesbos (Grecia), esperaba encontrar a su familia. Alí creía que estaban siguiendo caminos paralelos, que se encontrarían en Europa. Se equivocaba. “Al cabo de unos meses, cuando me mandaron a Alemania, pude contactar con ellos. Me dijeron que la policía iraní los capturó, los encerró y luego los deportó de vuelta a Afganistán. Ahora están en Kabul y yo no sé qué hacer…”.
Huir o quedarse
Para los afganos que están en su país las opciones son pocas. Huir con todo lo que tengan y, si les dejan, cruzar la frontera. Decenas de miles ya lo están intentando y la ONU calcula que serán medio millón los que se marchen antes de que acabe el año. La mayoría, sin embargo, se quedará en un país que no solo es inseguro, sino que está entrando en un desastre humanitario sin precedentes, según ha advertido Naciones Unidas.
En los últimos 20 años la economía afgana ha crecido a un ritmo muy lento, impulsada en gran medida por unas ayudas internacionales que han engordado los bolsillos de unos pocos. Pero como mínimo la economía crecía. Ahora todo son incógnitas.
Desde la llegada al poder de los talibanes, el país se ha quedado sin acceso a la financiación del Fondo Monetario Internacional. Su economía está en caída libre. Los bancos han impuesto límites a los reintegros de efectivo mientras sus clientes esperan turno en colas kilométricas. Los inversores ponen tierra de por medio. Y la mayoría de funcionarios no saben si podrán recuperar sus empleos. Afganistán, a la espera de que los talibanes declaren su gobierno, está en caída libre.
“La última vez que hablamos hace unos meses le dije a mis padres que por favor, por favor, se marchasen rápido de Afganistán y se fuesen a Irán”, explica Farid, “pero desde entonces no he tenido más contacto con ellos. Ya no sé nada de ellos”, se lamenta. “Nunca les importamos ni a Estados Unidos ni a los países de la OTAN ni a nadie. Tampoco les importaron nuestros avances en los últimos 20 años. Para ellos, no somos nada. Al final las víctimas de todo esto somos la gente de Afganistán”, afirma Farid.
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