Disidencia en pandemia

Las excepciones al relato triunfante de China

El Gobierno acalla las voces de la minoría crítica con la gestión del coronavirus

Disidentes china coronavirus

Disidentes china coronavirus / Adrián Foncillas

Adrián Foncillas

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Wuhan sublima el éxito. La ciudad donde surgió el coronavirus ya lo había domado en marzo con menos de 4.000 muertos mientras el mundo sigue amontonando cadáveres un año después. Hay sobradas razones para el orgullo pero en ese relato de solidaridad y esfuerzo, de pueblo y Gobierno unidos por el fin común, chirrían las voces de una minoría. Son los que perdieron a familiares en las primeras semanas, cuando la información sobre la pandemia era incorrecta o escasa. Ahí confabularon, en porcentajes discutidos, la confusión comprensible que rodea a cualquier nuevo patógeno y la ineptitud y opacidad de las autoridades locales.

"Mi padre se habría salvado si hubiéramos sabido que el virus era tan peligroso", sentencia la señora Liu, nombre ficticio. Su padre sufría de diarrea y fiebre cinco días antes de que se decretara la cuarentena y falleció una semana después mientras esperaba su ingreso en el hospital. No consta el covid-19 en su certificado de defunción porque murió antes de ser diagnosticado. "Es humillante, nadie muere sin una causa", lamenta.

"China no cuidó de él"

Su lucha ha transitado por la senda habitual en China: protestas ignoradas, presiones policiales, súplicas de familiares para que abandone y el único respaldo de los compañeros de trinchera. El más fragoroso es Zhang Hai. Su padre murió tras infectarse en un hospital de Wuhan en el que se trataba una lesión en la pierna cuando el coronavirus era aún una misteriosa neumonía. Su padre, exmilitar, había participado en el programa nuclear nacional y ni siquiera las secuelas que arrastró durante toda su vida mitigaron su patriotismo. "Mi padre contribuyó a la grandeza de China pero China no cuidó de él", sostiene. "Antes nunca me preocupé de la política, sólo de conseguir una vida mejor, pero en esta pandemia he visto el lado oscuro del Gobierno", añade.

Zhang conoce el paño. Dispara titulares y distribuye sobre la mesa el certificado militar de su padre, las denuncias judiciales y una carta el presidente, Xi Jinping. Todo remite a la vieja figura del peticionario: campesinos que años atrás llegaban a la capital para denunciar las tropelías cometidas por los poderes locales con la certeza de que, una vez escuchados, sus pretensiones serían cumplidas. Los peticionarios hunden sus raíces en los excesos del mandarinato, han heredado aquella fe ciega en el emperador y comparten su escasísimo porcentaje de éxito. Zhang y la señora Liu coinciden en culpar a las autoridades locales y en eximir al Gobierno central.

Demandas que se desvanecen

El activista Yang Zhanqing, que desde Nueva York ha asesorado a los familiares, revela que ninguna de las demandas contra las autoridades locales ha sido admitida a trámite. "No hay posibilidad de que lleguen a juicio porque sus reclamaciones están siendo consideradas como asuntos políticos (…) Un juicio permitiría un debate entre las dos partes sobre el ocultamiento de la epidemia y el Gobierno no desea darle esa oportunidad a las familias por miedo a dejar más rastro", señala. Los rechazos han sido orales, en vulneración de la ley, para no dejar constancia escrita.

Citarse con ellos es tan complicado como hacerlo con disidentes durante un cónclave político en Pekín. Se encadenan cambios de fecha y lugar sin razón aparente e informaciones confusas a través de aplicaciones de mensajería encriptadas y se acude sin saber a ciencia cierta quién se va a presentar. Es necesario cuando sus grupos en wechat o weibo, las aplicaciones locales, han sido borrados y acecha la policía.

La casuística, familiar para un periodista en China, parece desbordar a la señora Liu, con uno de esos rostros redondeados que transpiran bondad, y que insiste en que se omita cualquier dato que pueda ayudar a identificarla. Su vida transcurría por derroteros mundanos hasta que el coronavirus la descarriló y admite que nunca imaginó que podría convertirse en una "enemiga" del Gobierno. "Yo nunca fui su fan pero confiaba en él y en lo que escuchaba en la televisión. Decían que no se contagiaba por contacto humano y no tomé precauciones. Un día vi un banquete con 40.000 personas organizado por el Gobierno local y, el siguiente, la mayor autoridad en virus del país admitió que estaban considerando cerrar la ciudad como precaución", relata con los ojos vidriosos.

Orden tras el caos

Pekín puso orden tras los desmanes de las primeras semanas, fulminó a las autoridades sanitarias y gubernamentales de la provincia de Hubei y amenazó con castigos severos a los que escatimaran en transparencia. Los despidos son insuficientes, juzga Liu: "Su incompetencia ha matado a gente, no pueden salirse con la suya. No bastan sanciones administrativas, cometieron crímenes y tienen que ser juzgados. Lucharé hasta el fin".

La ágil y contundente gestión china del coronavirus explica una factura humana ridícula y una economía engrasada de nuevo. Duele que en ese cuadro le falte generosidad para permitir ningún espacio a la minoría de críticos, convertidos de la noche a la mañana en proscritos, expulsados a los arcenes sociales, condenados a la clandestinidad y obligados a comunicarse con métodos de espionaje.

Admite la señora Liu que nunca pensó que había gente en la cárcel por criticar al Gobierno chino, que no ha oído hablar de Liu Xiaobo, el disidente y premio Nobel de la Paz que falleció cumpliendo condena, y que no tiene una idea clara de lo que ocurrió en Tiananmén. En Tiananmén murieron cientos o miles de jóvenes y, 40 años después, sus madres aún no han conseguido la admisión de culpa del Gobierno ni el juicio de los responsables.

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